VISTA DEL VALLE DEL BAZTÁN
En esta comarca del norte de Navarra se encuentran los pueblos de Zugarramurdi y Urdax, foco del episodio de brujería perseguido por la Inquisición en el año 1610.
DesdeDesde principios del siglo XV y hasta entrado el XVIII, se produjeron periódicamente por toda Europa oleadas de persecución de brujas. Todo empezaba con rumores sobre hombres y mujeres –sobre todo estas últimas– que supuestamente se reunían en asambleas nocturnas en algún lugar apartado para establecer allí un pacto con el diablo. Se decía que las hechiceras tenían capacidades mágicas para infligir daños a sus vecinos y que incluso podían volar de noche. Cuando las sospechas trascendían o alguien lanzaba una acusación, las autoridades, instadas a menudo por los vecinos, ponían en marcha un proceso de interrogatorios, denuncias y juicios que podía acabar con duros castigos, incluida la muerte en la hoguera.
En las comunidades rurales había habido siempre personas reconocidas por saberes de tipo mágico. Podía tratarse de curanderos y sanadores que proporcionaban pócimas supuestamente milagrosas, o de adivinos que daban consejo en cuitas de amor u ofrecían algún amuleto protector… Este tipo de prácticas solían convivir sin mayores problemas con los ritos de la religión oficial, pese a que
a veces se calificaran como supersticiones. Fue a partir del siglo XIII cuando los teólogos, convencidos de que el diablo intervenía directamente en el mundo material, comenzaron a vincular a los hechiceros con los demonios y a considerar que existía una conspiración de seguidores del diablo que actuaban contra los fundamentos del orden cristiano. En 1326, el papa Juan XXII, en la bula Super illius specula, consideró la brujería como una forma de herejía, lo que significaba que había que perseguirla con todo el rigor que merecían los enemigos de Dios. En 1484, Inocencio VII reafirmó esta posición.
El crimen de brujería quedó así definido en las leyes civiles y eclesiásticas. Se fue difundiendo la idea del brujo o la bruja como alguien que hacía un pacto con el diablo, practicaba maleficios, tenía la capacidad auténtica de desplazarse por el aire, asistía a asambleas o sabbat e incluso podía metamorfosearse a voluntad en otro ser. A la difusión de esas nociones contribuyeron los sermones de los clérigos y frailes y la misma actuación de los tribunales seculares y eclesiásticos.
Al mismo tiempo se compusieron numerosos tratados teológicos dedicados a la demonología, la «ciencia» que permitía reconocer los signos del demonio y que se aplicaba especialmente en las brujas. Uno de los más influyentes fue el Malleus maleficarum (Martillo de las brujas), que desde su primera edición en 1486 hasta mediados del siglo XVII se reimprimió treinta veces. Sus autores, los inquisidores alemanes Kramer y Sprenger, ofrecían una guía para la identificación de las brujas y la instrucción de sus causas. En la segunda mitad del siglo XVI, las obras de autores como Deneau, Bodin, Remy o el jesuita belga Martin Antoine del
Río contribuyeron poderosamente a asentar la creencia en la realidad de la brujería. Frente a ellos, otros autores –como Cornelio Agrippa, Ulrich Müller, Samuel de Cassini o Johann Weyer– se mostraron escépticos sobre la realidad de los actos que se atribuían a las brujas y criticaron las persecuciones y procesos contra ellas.
Debate de teólogos
Este debate también llegó a España. A lo largo del siglo XVI, teólogos españoles como Alonso de Madrigal, Martín de Castañega, Pedro Ciruelo, Francisco de Vitoria o Francisco Suárez desarrollaron una doctrina demonológica que podemos considerar mixta. Aceptaban la existencia real de las brujas y sostenían que en ocasiones los vuelos y hechos portentosos que se les atribuían sucedían realmente, pero consideraban que muchas más veces eran fruto del engaño o de un ensueño. Por este motivo aconsejaban a los jueces que fueran prudentes a la hora de determinar lo que había ocurrido en cada caso.
La actitud de la Inquisición española en torno a la brujería siguió esa línea. En 1526, después del estallido de un brote brujeril en las montañas de Navarra que desembocó en la ejecución de más de 30 personas, el inquisidor general Manrique convocó una junta de teólogos en Granada para tratar sobre la cuestión. Por una ajustada mayoría de seis contra cuatro, la junta concluyó que, en ciertas ocasiones, los vuelos nocturnos con los que las brujas asistían a sus reuniones sacrílegas podían ser reales. No obstante, considerando que los hechos tocantes a brujería eran difíciles de tratar, los teólogos emitieron diez instrucciones acerca de cómo debían proceder los inquisidores en tales casos. En esas instrucciones se exigía que los jueces hicieran un análisis minucioso de los hechos para determinar si eran reales o podían atribuirse a fantasías y engaños diabólicos. También se disponía que nadie fuese detenido ni condenado solamente por la confesión de otros brujos o brujas, que las sentencias fueran acordadas por la totalidad de los inquisidores de cada tribunal y que antes de sentenciar a cualquier reo que se negara a confesar o fuese relapso (reincidente) se debía consultar al Consejo de la Suprema Inquisición.
Brujas llevadas por el demonio
Tras las disposiciones de 1526, los jueces inquisitoriales tendieron a desestimar las acusaciones de brujería o a concluir los procesos con absoluciones y penas menores. No obstante, en 1548, la Inquisición de Barcelona procesó a 33 mujeres por crímenes de brujería y cinco de ellas fueron quemadas en un auto de fe, celebrado el año siguiente. Antes de ello, el inquisidor había consultado a los jueces de la Audiencia de Barcelona y a nueve prelados sobre si esas brujas poseían realmente las facultades demoníacas que se les atribuían, y unánimemente le habían contestado que «estas brujas podían ir corporalmente llevándolas el demonio y podían hacer los males y muertes que confesaban, y debían ser muy bien castigadas». Sin embargo, cuando la Suprema, máxima instancia del
Santo Oficio español, supo de lo sucedido, ordenó una investigación de la que resultó la destitución del inquisidor de Barcelona.
El episodio más grave de caza de brujas en el que se vio implicada la Inquisición fue el sucedido en el valle del Baztán a principios del siglo XVII. La caza de brujas que desarrollaba el juez Pierre de Lancre en la comarca francesa vecina de Lapurdi tuvo efectos entre las gentes del norte de Navarra. Las primeras delaciones llegaron al tribunal de Logroño en 1609 y dieron lugar al procesamiento de decenas de personas y la celebración de varios autos de fe. El más importante tuvo lugar el 7 y 8 de noviembre de 1610 en Logroño. Salieron 29 acusados de brujería, la mayoría vecinos y vecinas de Zugarramurdi y Urdax; seis fueron relajados al brazo secular para ser quemados en la hoguera y cinco más lo fueron en efigie por estar ya muertos. Para el tribunal inquisitorial todos eran brujas y brujos probados que habían cometido crímenes a petición del diablo. Las confesiones inducidas por las mismas autoridades eclesiásticas resultaron en miles de denuncias. En el área vasconavarra se había desatado una auténtica brujomanía.
Secta demoníaca
Con su actuación, el tribunal inquisitorial de Logroño rompía con la línea moderada en torno a la brujería que había caracterizado a la Inquisición española desde hacia al menos medio siglo. Dos de los inquisidores que promovieron los procesos de 1609 estaban firmemente convencidos de que acusados y acusadas formaban parte de una secta de brujos y brujas mucho más amplia, «basada en la apostasía de nuestra santa Fe y adoración del Demonio».
Después de 1549, la Inquisición de Cataluña no ejecutó a ninguna bruja
BRUJA QUEMADA EN DERNEBURG (ALEMANIA), EN 1555.
Sin embargo, el tercer inquisidor que firmó las sentencias de 1610 discrepaba de las convicciones de sus colegas. Era Alonso Salazar Frías, el más famoso abogado de las brujas de la España moderna, aunque no el único. Tras una larga visita efectuada en 1611 a las zonas afectadas por el brote que nació en Zugarramurdi y Urdax, Salazar redactó informes profundamente críticos y escépticos con el proceder inquisitorial. El humanista Pedro de Valencia se expresó en términos similares en el Discurso acerca de los cuentos de las brujas y cosas tocantes a magia que presentó al inquisidor general.
Estos informes críticos inspiraron unas nuevas instrucciones que la dirección inquisitorial publicó en agosto de 1614. En ellas, sin negar la posibilidad real de los vuelos y las asambleas nocturnas de brujos, se estableció que había que hacer un análisis crítico de las evidencias y los testimonios, y que convenía desestimar las confesiones logradas con el uso de la tortura y la coacción. La Inquisición añadió también otra consigna: guardar silencio respecto de los hechos atribuidos a las brujas, evitando por todos los medios su difusión. De esta manera se evitaría la propagación de rumores y que se creara un clima de pánicos colectivos. Como escribió el inquisidor Salazar, «de la disimulación ha nacido quietud». Siguiendo estos informes, la Suprema ordenó suspender las causas aún pendientes en el tribunal de Logroño y quiso reparar de algún modo a las víctimas, ordenando retirar los sambenitos expuestos en la iglesia y que deshonraban a sus familiares.
El fin de las persecuciones
Las exigencias probatorias establecidas en 1614 hicieron que la brujería fuera para la Inquisición una herejía muy difícil de probar. Eso evitó más sentencias a muerte como las de 1610, pero no supuso que en España no hubiera cazas de brujas como las que se desencadenaron en otros países de Europa. La brujería y la hechicería eran delitos de fuero mixto, lo que significa que se podían ocupar de ellos tanto tribunales eclesiásticos