Historia National Geographic

Los últimos samuráis

Austero, idealista y firme defensor de los valores tradiciona­les, en 1877 Saigo Takamori encabezó una desesperad­a revuelta contra el nuevo Estado Meiji, al que acusaba de traicionar los ideales del antiguo Japón en nombre del progreso

- POR JOSÉ PAZÓ ESPINOSA

En los años en que Japón se abría al mundo y emprendía su modernizac­ión, Saigo Takamori encabezó una gran rebelión en nombre de los valores tradiciona­les nipones. En 1877, su ejército de samuráis fue aniquilado por las tropas del emperador Meiji, y Saigo se suicidó por el rito del seppuku.

EnEn 1853, cuando el comodoro Perry, al frente de una escuadra estadounid­ense, obligó a los japoneses a abrir sus fronteras y permitir el comercio con el resto del mundo, comenzó en el país nipón una de las fases más agitadas y dramáticas de su larga historia. No sólo se rompió con 250 años de aislamient­o, paz y enorme prosperida­d económica, sino que se desencaden­ó una violenta lucha por el poder que incluso se prolongarí­a más allá del acceso al poder del emperador Meiji, en 1868.

En realidad, esas tensiones venían de antes. Desde 1600, Japón estaba regido por el shogunato o bakufu, un régimen en el que un shogun o generalísi­mo de la familia Tokugawa ejercía todo el poder desde su residencia en Edo (Tokio) en nombre del emperador, que vivía casi olvidado de todos en su palacio de Kioto. La clave de la estabilida­d del régimen era mantener totalmente sometida a la nobleza feudal, impidiendo cualquier rebelión o guerra civil. Un modo de lograrlo era obligar a los grandes señores feudales, o daimyo, a residir en la corte del shogun. Paralelame­nte, la antigua clase de guerreros samuráis debió adaptarse a una vida en la que no podía ejercer su función de combate. Pese a su elevado rango social, al final del período Tokugawa muchas familias samuráis sufrían una creciente precarieda­d económica.

Una paz frágil

Aunque durante más de dos siglos los shogun lograron mantener la paz, hubo zonas donde el descontent­o estaba a flor de piel. En el oeste de la isla principal, Honshu, y en las de Kyushu y Shikoku, los daimyo eran estrechame­nte vigilados y sus vasallos samurái se veían discrimina­dos en el acceso a puestos de la administra­ción central. Además, los campesinos sufrían una fuerte presión fiscal que amenazaba con provocar revueltas. En este contexto, el incidente con el comodoro Perry sirvió para galvanizar la oposición al bakufu. Los daimyo occidental­es y sus samuráis reprochaba­n al shogunato su debilidad ante las presiones occidental­es y

también su reticencia a lanzar una invasión de Corea, una empresa con la que muchos samuráis soñaban revivir la antigua gloria guerrera de Japón. De este modo, una serie de clanes se unieron bajo el lema Sonno joi, «reverencia­r al emperador, expulsar a los bárbaros». Ante la resistenci­a de los shogun a ceder un ápice de su poder, una sucesión de conspiraci­ones y rebeliones condujo en 1868 a la caída del shogunato y la restauraci­ón del poder imperial.

Uno de los artífices de la revolución de 1868 fue un personaje llamado Saigo Takamori. Saigo pertenecía a una familia samurái venida a menos radicada en Satsuma, uno de los dominios de la isla de Kyushu que se rebelaron contra el bakufu. Cerca de un 40

por ciento de la población de esta isla eran samuráis descontent­os por el ostracismo al que los sometía el shogunato. Para subsistir dependían de los tributos de los campesinos, lo que alentaba aún más el descontent­o de estos últimos.

La forja de un rebelde

Educado en Kagoshima, en el extremo sur de la isla, Saigo demostró desde pequeño una personalid­ad que mezclaba inocencia y sinceridad con energía y control de sí mismo. A esto se sumaba un cuerpo portentoso, cercano al de un luchador de sumo, y, de forma legendaria, unos testículos enormes. Saigo pronto encontró el favor de su señor, Nariakira, quien le encomendó misiones de representa­ción ante el gobierno del shogun. Le acompañó Okubo Toshimichi, samurái también de Satsuma, que había sido compañero de colegio y amigo de la niñez de Saigo.

Sus maneras rudas, pero siempre sinceras, su desinterés material y su entrega a Japón le dieron notoriedad en la capital. Se sumó enseguida a la oposición de los samuráis al shogunato, lo que le costó un destierro de cinco años en una isla remota por orden del nuevo señor de Satsuma, deseoso de congraciar­se

Saigo Takamori destacó por su enérgica personalid­ad y por su físico portentoso, cercano al de un luchador de sumo

con el gobierno central. Tras ser perdonado, en 1864, a los 36 años, fue nombrado ministro de la guerra de Satsuma. A partir de ese momento fue una figura clave en la rebelión contra el shogunato. En 1868-1869 su ejército de 4.000 samuráis derrotó a los 20.000 del bakufu, lo que precipitó la toma del castillo de Edo y la caída del shogunato.

Los samuráis vencedores decretaron de inmediato la reinstaura­ción del emperador Meiji como jefe del Estado, pero eso no significab­a que tuvieran intención de entregarle realmente el poder. Lo que deseaban era establecer un gobierno formado por samuráis de todos los clanes y de la antigua nobleza. Los antiguos dominios feudales serían sustituido­s por prefectura­s, pero al frente de éstas estarían los samuráis.

Sin embargo, no todos los samuráis tenían la misma visión del futuro de Japón. Los más conservado­res, representa­dos por Saigo Takamori, eran partidario­s de una modernizac­ión moderada que mantuviera lo esencial de las estructura­s antiguas. Exigían limitar la presencia de occidental­es –en particular, sus derechos de propiedad en suelo japonés– y defendían que el aparato militar siguiera en manos de la clase samurái.

Frente a ellos estaba el grupo partidario de transforma­r Japón radicalmen­te, para ponerlo a la altura de los países occidental­es. Su programa contemplab­a una modernizac­ión e industrial­ización rápidas, instaurar un centralism­o absoluto a través de una nueva clase de funcionari­os estatales, crear un ejército abierto a todas las clases sociales y mantener contactos intensos con los países occidental­es. El representa­nte de esta tendencia terminó siendo Okubo Toshimichi, el amigo de la infancia de Saigo Takamori.

Traicionad­os por el gobierno

Enseguida se vio que sería esa segunda tendencia la que se impondría en el gobierno, aun a costa de las aspiracion­es de los samuráis que habían protagoniz­ado la revuelta contra el shogunato. Desde 1869, el gobierno y la administra­ción central (al igual que la de las provincias) se abrieron a todos los estamentos sociales, y en 1872 se creó un ejército con tropas de todas las clases, incluida la campesina, dirigido por nuevos militares no necesariam­ente pertenecie­ntes a la clase samurái. Esta medida, que significab­a desmontar un orden social que había existido durante siglos, agudizó el descontent­o de los antiguos dominios del oeste. Particular­mente dolorosa fue la prohibició­n de usar en público la katana, el símbolo de autoridad externo más reconocibl­e de los

Su victoria frente a un ejército cinco veces superior precipitó la toma del castillo de Edo y la caída del shogunato

samuráis. En este contexto, los samuráis insatisfec­hos empezaron a mirar a Saigo Takamori como su líder natural.

Inicialmen­te, Saigo había evitado la confrontac­ión. Tras su victoria en Edo, desalentad­o por el gobierno central y su nueva administra­ción, decidió volver a su ciudad, Kagoshima, y pasó allí tres años retirado. En 1871, Okubo, todavía muy cercano a Saigo, viajó hasta Kagoshima para pedirle que se reincorpor­ara al gobierno central. Al final Saigo aceptó y se convirtió en sangi, un ministro sin cartera del gobierno. Y aunque en 1873 recibió el título de mariscal de campo, siguió mostrando su desdén por los bienes materiales y su desprecio por la nueva clase política. Aunque muchos de sus miembros

eran antiguos compañeros suyos, Saigo los considerab­a poco más que bestias rapaces, hombres corruptos en todos los sentidos.

La leyenda de Saigo se cimentó en esos años. Como persona, se le considerab­a un shimatsu ni komaru, un hombre de trato difícil al que no le preocupaba­n ni la vida ni la fama ni el dinero (muchas veces olvidaba recoger su paga). Al servicio de su país y sus ideales, no quería depender de nada ni de nadie. Admiraba a quienes trabajaban con las manos –los campesinos– y con el intelecto –los jefes samuráis–, pero despreciab­a a la nueva clase administra­dora y funcionari­a y a los genro, los consejeros áulicos del emperador. Su lema era makoto gokoro, «corazón sincero». Como un santón budista, prefería una casita modesta y una comida frugal a los fastos que rodeaban el palacio imperial y el gobierno. A la vez, clamaba en público contra «el tabernácul­o de ladrones» que era el nuevo ejecutivo central, del que paradójica­mente seguía formando parte.

El momento de la ruptura

En 1873 se produjo un punto de inflexión. Las relaciones entre Japón y Corea empeoraron y los samuráis del oeste, con Saigo a la cabeza, pidieron que se organizara una expedición militar contra aquel país. Okubo, en el gobierno central, fue el principal opositor a esta idea, ya que pensaba que Japón aún no estaba preparado para una confrontac­ión armada. Por su parte, Saigo opinaba lo contrario, y cuando se confirmó que la campaña contra Corea se anulaba renunció a todos sus cargos públicos y se retiró de nuevo a su Kagoshima natal. Esta vez lo hizo indignado, declarando al emperador que nunca más volvería a aceptar ningún cargo público.

En Kagoshima, Saigo fundó academias en las que formaba a niños y jóvenes en técnicas agrícolas y en los principios de la vida samurái. También usó sus contactos para obtener armas modernas británicas. En un momento de 1873, el gobierno central, alarmado por su conducta, hizo una gestión a través del príncipe Sanjo, ideológica­mente cercano a Saigo, para pedirle que se reincorpor­ara de

nuevo al gobierno Meiji. Al oír la petición del enviado, Saigo exclamó en voz alta, como si el príncipe estuviera presente: «¡Pero tú eres tonto o qué, príncipe Sanjo!». El mensajero le respondió que no podía dar esa respuesta, pero Saigo insistió.

Rebeliones desesperad­as

Los samuráis se lanzaron a la rebelión armada contra la administra­ción del nuevo emperador. En 1874, en Saga, en la misma isla de Kyushu, se alzaron contra el gobierno por su débil actitud ante Corea, que había prohibido el comercio con Japón, lo que ahogaba el comercio marítimo del oeste del archipiéla­go. La rebelión fue aplastada por el nuevo ejército imperial. Okubo ordenó la decapitaci­ón del líder de la rebelión, Eto Shimpei, un joven seguidor de Saigo, y la exposición pública de su cabeza en un pilar, la mayor afrenta que podía hacerse a un samurái.

Dos años más tarde, en octubre de 1876, un grupo de doscientos samuráis, encoleriza­dos por la política occidental­ista del gobierno –que entre otras cosas permitía la divulgació­n de ideas extranjera­s a costa del credo sintoísta nativo–, creó un grupo llamado Shinpuren, la Liga del Viento Divino o Liga de los Kamikaze. Sus miembros atacaron la fortaleza de Kumamoto, pero fueron vencidos rápidament­e por unos dos mil soldados imperiales y todos los supervivie­ntes pusieron fin a su existencia mediante el ritual del seppuku, abriéndose el estómago con la

espada. Casi simultánea­mente tuvieron lugar otras dos rebeliones: una en Fukuoka, al norte de Kyushu, y otra en el indómito dominio de Choshu, en la ciudad de Hagi. Ambas fueron sofocadas y sus líderes, antiguos oficiales que habían apoyado el fin del shogunato, fueron ejecutados mientras muchos de sus seguidores cometieron seppuku.

La batalla de Shiroyama

El gobierno central, mientras tanto, observaba con prevención a Saigo y los acontecimi­entos en el sur de Kyushu. En previsión de acciones violentas, comenzó a acumular armas y explosivos en la zona. Saigo observó estos movimiento­s sin decidirse a actuar hasta que una escaramuza de sus seguidores contra uno de aquellos polvorines desencaden­ó el drama. Saigo comprendió que había llegado el momento de intervenir y puso en marcha la rebelión más larga, sangrienta y fútil contra el nuevo gobierno imperial. Con un ejército de unos 20.000 hombres, constituid­o sobre todo por samuráis de su dominio o de otros que viajaron a Kyushu a unirse a la revuelta, así como ronin (samuráis sin amo), se enfrentó desde el 17 de febrero hasta el 24 de septiembre de 1877 con un ejército imperial de unos 60.000 soldados recienteme­nte formados, pero mucho mejor armados. Estaban, además, dirigidos por Okubo.

Tras una serie de batallas de resultado desigual, con sus fuerzas ya muy mermadas, Saigo se refugió en la colina de Shiroyama, cerca de Kagoshima, su ciudad natal. La madrugada del 24 de septiembre sufrió allí el asedio del ejército imperial. Con muchos menos efectivos, las fuerzas rebeldes resistiero­n, pero Saigo fue herido en la ingle y murió poco después, se cree que tras cometer seppuku. Su segundo, Beppu, le cortó la cabeza, la escondió e instantes después, con los aún supervivie­ntes, inició una carga desesperad­a contra el ejército imperial que los esperaba en formación y que descargó sobre ellos una lluvia de balas. Las tropas imperiales encontraro­n la cabeza y la llevaron a Tokio como prueba de la muerte del cabecilla rebelde.

La nobleza de la derrota

Así acabó la resistenci­a al nuevo gobierno imperial, protagoniz­ada precisamen­te por quien había puesto ese gobierno en el poder. Pero también entonces empezó a crecer la leyenda de Saigo Takamori. El pueblo le adjudicaba poderes sobrenatur­ales, y muchos estaban convencido­s de que no había muerto, sino que seguía vivo, escondido en algún lugar de Rusia. Otros rezaban por su vuelta.

Antes de ser capturado, Saigo cometió seppuku y, como era preceptivo, su asistente lo decapitó segundos después

El trágico final de Saigo concordaba con el amor nipón por lo que el historiado­r Ivan Morris llamó «la nobleza del fracaso». Nada hay más japonés que la ciega entrega a unos valores que se saben derrotados de antemano. En realidad, la consolidac­ión del régimen imperial se vio propiciada por la lucha entre dos samuráis que fueron amigos, casi hermanos en algún momento, y al final se convirtier­on en enemigos mortales, enfrentado­s tanto por su visión de Japón como por sus respectiva­s personalid­ades: por un lado, Okubo Toshimichi, pragmático, frío y cerebral; y por otro, Saigo Takamori, emotivo, sincero y atento a las raíces. La derrota de Saigo, heroica y bella, dio a entender a los opositores del nuevo régimen que la rebelión era imposible y que las artes del samurái resultaban ineficaces contra el armamento moderno. Con ello se cerró el camino de la rebelión. Sin embargo, a pesar de su derrota, o quizá por ella misma, todavía resuenan en los corazones de los japoneses las acciones y las palabras de Takamori, como estas líneas de un poema suyo: «No me preocupa el frío del invierno, / lo que me llena de temor es el frío del corazón humano…».

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CASCO SAMURÁI O KABUTO DEL SIGLO XIX, HECHO DE HIERRO.
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En 1858, tras la muerte de su señor o daimyo, Saigo trató de suicidarse en señal de fidelidad lanzándose al mar, tal como recrea este grabado. A la derecha, kabuto o casco samurái del siglo XIX, hecho en hierro lacado.
SERVIDOR FIEL En 1858, tras la muerte de su señor o daimyo, Saigo trató de suicidarse en señal de fidelidad lanzándose al mar, tal como recrea este grabado. A la derecha, kabuto o casco samurái del siglo XIX, hecho en hierro lacado.
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GRANGER / AURIMAGES
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EL COMODORO MATTHEW C. PERRY EN UN GRABADO JAPONÉS REALIZADO HACIA 1854.
MAPA DE JAPÓN EN 1855, ELABORADO POR EL CARTÓGRAFO NORTEAMERI­CANO J. H. COLTON, EN EL QUE SE INDICAN LOS FEUDOS O DAIMYO. EL COMODORO MATTHEW C. PERRY EN UN GRABADO JAPONÉS REALIZADO HACIA 1854.
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SAIGO TAKAMORI EN UNA FOTO VESTIDO CON UN KIMONO.
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La ciudad natal de Saigo Takamori se encuentra al suroeste de la isla de Kyushu, en una bahía frente al volcán Sakurajima
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FRANCK GUIZIOU / GTRES BAHÍA DE KAGOSHIMA La ciudad natal de Saigo Takamori se encuentra al suroeste de la isla de Kyushu, en una bahía frente al volcán Sakurajima (en la imagen).
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En el grabado sobre estas líneas, el emperador Meiji viste un uniforme militar de estilo occidental, símbolo de la apertura de Japón al exterior.
UN EMPERADOR DE ESTILO OCCIDENTAL En el grabado sobre estas líneas, el emperador Meiji viste un uniforme militar de estilo occidental, símbolo de la apertura de Japón al exterior.
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El castillo de Kumamoto era una de las fortalezas más poderosas de Japón. En la primavera de 1877, Saigo trató de tomarlo, pero los defensores resistiero­n y la llegada de tropas gubernamen­tales obligó a los rebeldes a retirarse. Este fracaso debilitarí­a decisivame­nte la insurrecci­ón liderada por Saigo.
ATAQUE FRACASADO El castillo de Kumamoto era una de las fortalezas más poderosas de Japón. En la primavera de 1877, Saigo trató de tomarlo, pero los defensores resistiero­n y la llegada de tropas gubernamen­tales obligó a los rebeldes a retirarse. Este fracaso debilitarí­a decisivame­nte la insurrecci­ón liderada por Saigo.
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Antes de la era Meiji, la sociedad japonesa tenía un carácter muy jerarquiza­do y estamental. Arriba, campesinos durante la cosecha, hacia 1880.
MATHIEU RAVAUX / RMN-GRAND PALAIS SOCIEDAD RURAL Antes de la era Meiji, la sociedad japonesa tenía un carácter muy jerarquiza­do y estamental. Arriba, campesinos durante la cosecha, hacia 1880.
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Los soldados del ejército imperial presentan las cabezas de Saigo y otros líderes rebeldes a las autoridade­s militares japonesas.
TRIUNFO IMPERIAL Los soldados del ejército imperial presentan las cabezas de Saigo y otros líderes rebeldes a las autoridade­s militares japonesas.
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La nobleza del fracaso saber
Ivan Morris. Alianza Editorial, Madrid, 2010. más Los samuráis. Historia y leyenda de una casta guerrera Jonathan Clements. Crítica, Barcelona, 2010. Historia de los samuráis
Jonathan López-Vera. Satori, Gijón, 2016.
Para ENSAYO La nobleza del fracaso saber Ivan Morris. Alianza Editorial, Madrid, 2010. más Los samuráis. Historia y leyenda de una casta guerrera Jonathan Clements. Crítica, Barcelona, 2010. Historia de los samuráis Jonathan López-Vera. Satori, Gijón, 2016.

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