LAS RAZONES DE UNA EXPULSIÓN
De nada sirvió que los judíos de Castilla y Aragón fueran grandes contribuyentes y fieles servidores de sus soberanos
ElEl 31 de marzo de 1492, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos, firmaron en Granada los decretos que ordenaban la expulsión de los judíos de sus dominios. Ésta se aplicaba a todos los judíos, ya fuesen naturales de sus reinos o extranjeros, que debían partir antes de finales de julio (aunque luego el plazo se amplió hasta el 2 de agosto). Pasado ese tiempo, quienes permanecieran en territorio peninsular incurrirían en pena de muerte y confiscación de bienes. Se les permitía vender sus bienes o llevárselos siempre que no fuese en forma de oro, plata, monedas, armas o caballos. Nadie podría alegar ignorancia: los pregoneros leerían el edicto real en las plazas de ciudades y pueblos en presencia de un notario.
¿Por qué los Reyes Católicos habían tomado esa decisión? El propio decreto mencionaba sus razones: querían evitar que los judíos pudieran influir sobre los conversos –los judíos convertidos al cristianismo– y hacer que se mantuvieran fieles al judaísmo de forma encubierta. El número de conversos había aumentado dramáticamente en la península ibérica a raíz de los pogromos de 1391, gravísimos ataques a las comunidades judías que provocaron miles de conversiones forzosas con las que los judíos esperaban salvar sus vidas y haciendas. Para evitar que los judíos hicieran proselitismo entre estos conversos se los obligó a vivir en barrios cerrados, las juderías, pero ello no bastó para terminar con el criptojudaísmo (esto es, la adhesión al judaísmo mientras se declara públicamente ser de otra fe). En 1478 se produjo un hecho decisivo: la fundación de la Inquisición en Castilla, destinada precisamente a detectar y castigar a los conversos sospechosos de judaizar. El principal obstáculo para terminar con ese delito era la presencia de judíos, y los Reyes Católicos decidieron erradicarlo de una vez por todas mediante su expulsión.
La sensación de inseguridad constante, de percibir los lugares de acogida como provisionales y de vivir en un continuo exilio definió a varias generaciones de judíos y judeoconversos sefardíes, como se refleja en El valle del llanto (1575), obra del escritor e historiador judío Yusef Ha-Kohen, nacido en Aviñón pero de origen conquense. Por otra parte, los sefardíes estaban orgullosos de su pasado en Sefarad y convirtieron su lenguaje, el ladino, en parte de su identidad. Este hecho conllevó una especie de superioridad cultural respecto a los judíos que residían en los lugares adonde llegaban, y perpetuó su conciencia de pertenecer a un grupo singular e impidió su integración. Desde el punto de vista de la economía, la salida de los sefardíes (tanto judíos como conversos) supuso un gran empuje económico, tecnológico, religioso y cultural para los territorios donde se instalaron. Y es que no sólo se les deben la expansión de la medicina galénica fuera de Europa o novedosas interpretaciones filosóficas, talmúdicas y cabalísticas, sino que con ellos se difundieron por Italia, Holanda, Berbería y el Imperio otomano desde la imprenta (un ámbito en el que fueron muy activos) hasta nuevas técnicas comerciales y productivas, como los telares de seda y lana, el batán o el trabajo del cuero. La diáspora sefardí –trágica para quienes la sufrieron– favoreció la primera globalización, la modernización tecnológica y el desarrollo del sistema capitalista.
Los sefardíes de Fez
Berbería (la zona costera de Marruecos, Argelia y Túnez) fue, junto con Portugal, el principal destino de los judíos que huyeron de las matanzas de 1391, y desde entonces no dejó de recibir contingentes de judíos y judeoconversos. Allí, en lugares como Fez, los megorashim o exiliados procedentes de la Península
se fusionaron con los toshavim o residentes, judíos berberiscos antiguos. Durante varios siglos, ambos grupos tuvieron lugares de culto y enterramiento distintos, hasta que acabaron imponiéndose el ladino y los ritos y las tradiciones medievales españolas. Las principales comunidades establecidas por los sefardíes en el norte de África fueron las de Fez, Debdou y Orán. Fue la mellah o judería de Fez la que acogió a los refugiados de los pogromos del siglo XIV, si bien quedó prácticamente destruida tras la matanza de judíos de 1465 que siguió a la caída de los sultanes de la dinastía meriní, protectores de los judíos.
Entonces muchos sefardíes regresaron a Castilla, pero treinta años después, con la expulsión general de 1492, se encaminaron de nuevo a Fez. Esta vez la ciudad no pudo asimilar a los 20.000 judíos llegados a Berbería. El viaje entre la costa y la ciudad estuvo plagado de robos y asesinatos por parte de la población local y, ya en Fez, la mayoría de los judíos se vieron obligados a residir en una especie de campos de refugiados a las afueras de la ciudad. Un gran número de ellos optó por volver a Castilla, y en el camino de regreso recibieron el bautismo en las ciudades norteafricanas en poder de Portugal: Arcila, Tánger y Ceuta, tomando apellidos portugueses antes de cruzar el estrecho de Gibraltar. Algunos pasaron a Cádiz y Jerez, donde se convirtieron en prominentes mercaderes como los Fernández Merino, antepasados de bastantes nobles gaditanos, o los Rodríguez de Figueroa, de quienes proviene un conquistador de las Filipinas, Esteban Rodríguez de Figueroa.
En la primera mitad del siglo XVI, bajo los sultanes wattasíes (sucesores de los meriníes), floreció el comercio entre Fez, las Canarias, Portugal y Cádiz. Este clima de prosperidad
Los sefardíes llevaron consigo novedades que renovaron la economía y la cultura de los países de acogida
debió mucho a las redes mercantiles que vinculaban a los judíos sefardíes de Fez, Marrakech y Taroudant con sus socios conversos de Cádiz y Lisboa, a través de las cuales los textiles europeos –sedas granadinas, bonetes toledanos y cordobeses, telas francesas– se intercambiaban ventajosamente por oro, esclavos y materias primas berberiscas –cera, cueros, añil (un tinte azul) y dátiles.
Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XVI, la economía de Fez se resintió del gobierno de la nueva dinastía saadí, que trasladó su capital a Marrakech. Muchos sefardíes abandonaron la mellah y los judíos de Fez no recuperaron su antiguo esplendor hasta el siglo XIX, con la apertura de Marruecos al comercio internacional, llegando a contar hasta con quince sinagogas. Sin embargo, bajo el Protectorado francés, a partir de 1912, la población judía comenzó a declinar y en la segunda mitad del siglo XX, casi todos los judíos de la ciudad (unos 22.000) habían emigrado a Casablanca y a países como Francia, Canadá o Israel. En 1997 sólo residían en Fez 150 judíos y en la mellah no había ninguna sinagoga en activo.
Debdou, la pequeña Sevilla
Junto con Salónica (hoy en Grecia), Debdou, a unos cien kilómetros al sur de Melilla, fue una de las pocas poblaciones de mayoría judía durante casi toda su existencia. Allí se afincaron judíos sevillanos y murcianos huidos tras los pogromos de 1391; la principal fuente de la villa aún se llama ayn Ihsbililla, «la fuente de Sevilla». Debdou perduró hasta la década de 1950 como centro de formación religiosa de referencia para la judería magrebí, con catorce sinagogas y varias yeshivás o escuelas rabínicas. Como sucedió con otras comunidades judías marroquíes, en la segunda mitad del siglo XX la mayoría de los sefardíes de Debdou emigró a Casablanca, Melilla, Francia o Israel.
No pocos sefardíes que vivieron en el Norte de África o en las ciudades italianas terminaron sus días bajo la protección de los sultanes otomanos. No en vano, el sultán Bayaceto II envió una flota liderada por el almirante Kemal Reis a las costas peninsulares para recoger a los judíos expulsados en 1492.
Favorecidos por los otomanos
A los judíos se les protegió y se les permitió residir en numerosas comunidades del Imperio otomano. En esta favorable acogida jugaron un papel destacado Moses Capsali, rabino mayor de Turquía, y luego varios miembros de la familia Nasi, como Gracia y Josef Nasi, sefardíes aragoneses.
Hasta el siglo XV, el territorio al que accedieron los sefardíes –los Balcanes, Grecia y Anatolia– había acogido dos antiguas comunidades judías: los romaniotas, judíos bizantinos de habla griega, y los caraítas, judíos de habla turca procedentes de Crimea. Pero cuando llegaron los sefardíes esas comunidades eran minúsculas o bien ya no existían, porque en 1453 el sultán Mehmet II había movilizado a todos los judíos de aquellas regiones para poblar su nueva capital, Estambul, nombre que tomó la recién conquistada Constantinopla. Gracias a su superioridad numérica y cultural, los sefardíes impusieron a sus correligionarios el ladino, y por ello es posible que judíos actuales que hablen ladino no tengan nada que ver con la Sefarad medieval.
Los sefardíes desarrollaron económicamente el Imperio otomano, sobre todo por medio de la fabricación de paños de lana en Salónica, Larisa, Trikala y Rodas (Grecia), Pleven (Bulgaria) y Safed (Israel): con tecnología castellana de última generación en cuanto a telares y batanes (máquinas para hacer los pa
Los sefardíes de Estambul se dedicaron a multitud de ocupaciones: joyeros, perfumeros, zapateros...
ños más tupidos), se produjeron hasta 60.000 piezas de paño anuales en tierras otomanas. Además, los sefardíes se hicieron con las redes comerciales terrestres que conectaban el Mediterráneo oriental con Persia y Extremo Oriente, y por sus manos pasaron de forma exclusiva productos procedentes de India, China y Japón hasta que portugueses y castellanos establecieron rutas comerciales con esos países a través del Índico y el Pacífico.
Las principales comunidades sefardíes se situaron en las ciudades de Estambul, Esmirna, Jerusalén, Safed, Salónica y Sarajevo. Sin embargo, cuando el Imperio otomano entró en declive a mediados del siglo XVII, muchos de esos sefardíes eligieron destinos con mejores perspectivas económicas en el norte de Europa, como Londres y, sobre todo, Ámsterdam.
La capital otomana acogió con mucho interés a los contingentes judíos procedentes de los reinos de Castilla y Aragón. Aquí, en 1493, los sefardíes David y Samuel Nahmias, que antes de la expulsión habían tenido una imprenta en Híjar (Teruel), publicaron en hebreo el libro Arba’ah turim, el único incunable impreso fuera de la Europa cristiana. Entre 1493 y 1530 se editaron en Constantinopla hasta cien libros en hebreo. Otros artesanos castellanos sefardíes, en su mayoría cordobeses, se llevaron consigo los secretos del trabajo del cuero dorado y fabricaron guadamecíes y cordobanes que compitieron en calidad con los de Córdoba durante toda la Edad Moderna: en el siglo XVII había 5.000 de ellos trabajando en 1.084 talleres de la ciudad. Además de dedicarse al préstamo y el comercio, en Estambul los judíos integraron en exclusiva los gremios de tejedores de seda, cristaleros y tenderos, y también formaron parte de los gremios de joyeros, pasteleros, perfumistas, zapateros, sastres y pescadores. Con todo, tuvieron vetado el acceso al 65 por ciento de los gremios, ya que en su mayoría estas asociaciones estaban reservadas a los musulmanes. Entre los sefardíes más
prominentes destacaron los miembros de la familia Nasi: Gracia y su sobrino y también yerno Josef. Gracia fundó numerosas sinagogas que llevan su sobrenombre, seniyora, y Josef fue ministro y diplomático de los sultanes Solimán el Magnífico y Selim II, que lo nombraron duque de la isla de Naxos y señor de Tiberíades, en Palestina.
Cerca de esta última ciudad se hallaba Safed, que en el siglo XVI se ganó el sobrenombre de «la ciudad de la cábala» por la gran cantidad de estudiosos de esta corriente esotérica judía que se asentaron allí, en su mayoría sefardíes. Ellos fundaron a finales del siglo XV la sinagoga que tomó su nombre del cabalista hispano Isaac Abuhav, y también fueron los sefardíes quienes convirtieron Safed en un punto de referencia para la producción de paños de lana en el Próximo Oriente.
La población árabe local compartió el lugar con los exiliados sefardíes que dieron nombre a los barrios judíos, como los de Qurtubah (Córdoba), Qastiliyah (Castilla), Araghun ma’ Qatalan (Aragón y Cataluña) y Sibiliyah (Sevilla). El número de sefardíes notables llegados a Safed fue tan extraordinario como su producción intelectual. Moses Cordovero, la gran figura cabalística, era oriundo de Córdoba; el gran jurista Yosef Caro (que da nombre a una sinagoga en Safed) era natural de Toledo, y su maestro Josef Berab provenía de la cercana Maqueda.
A finales del siglo XVI vivían en Safed unos 10.000 judíos, pero la ciudad sufrió constantes ataques durante los choques entre los drusos y el Imperio otomano. Muchos sefardíes huyeron a Constantinopla y Europa del norte, y los que se quedaron asistieron en el siglo
XVIII a la llegada de judíos procedentes de Rusia, Lituania y otros lugares, con lo que se perdió la identidad sefardí de la ciudad.
Gloria y tragedia de Salónica
Conocido en ladino como «la madre de Israel», este puerto otomano (hoy en Grecia) destaca como lugar de referencia del exilio sefardí. Entre 1492 y 1550 recibió a unos 15.000 exiliados judíos y conversos, y devino el gran foco comercial y artesanal del Imperio. Aquí los sefardíes desarrollaron la mayor producción textil de los dominios otomanos gracias a los revolucionarios telares castellanos, y desde 1576 se hicieron con el monopolio de los uniformes de los jenízaros, la guardia de élite del sultán, llegando a producir anualmente 4.100 piezas de paño. Durante la Edad Moderna, los judíos fueron mayoría en Salónica frente a turcos y griegos, y estuvieron presentes en todos los estratos sociales, desde los campesinos hasta los mercaderes. La ciudad contó con 32 sinagogas con nombres tan sugerentes como Mayorka, Kastilla, Aragón o Katallan
yashan (vieja Cataluña), que denotan el origen de sus feligreses. Salónica brilló como faro cultural y religioso de los judíos europeos y allí se imprimieron libros y periódicos en hebreo y ladino hasta el siglo XX.
Pero tras estallar la segunda guerra mundial, la población sefardí de Salónica fue prácticamente exterminada durante el Holocausto: de las aproximadamente 50.000 personas que la formaban, unas 46.000 murieron en Auschwitz-Birkenau. Hoy son contados los judíos que viven en Salónica, y algunos aún conservan con nostalgia la llave de las puertas de la casa de Osuna, Toledo o Valencia que sus antepasados se llevaron consigo en 1492, y recuerdan en sus corazones la antigua Sefarad de las canciones de sus abuelos.