Historia National Geographic

LA HISTORIA Y LA LEYENDA

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Los soldados del rey Herodes, representa­dos como guerreros del siglo XII protegidos con lorigas de cota de malla, en un capitel procedente del monasterio de Santa María la Real, de Aguilar de Campoo. MAN, Madrid.

El trasfondo biográfico del es claro, pero se trata de una obra literaria y no de un documento histórico: omite episodios de la vida de su protagonis­ta, recrea imaginativ­amente otros e inventa varios.

Entre los episodios que el poema pasa por alto se cuenta la etapa en que el Campeador, tras su primer destierro por Alfonso VI, puso su espada y su hueste al servicio del soberano musulmán de Zaragoza.

El Cid del Cantar es desterrado una vez y no dos, como sucedió en realidad. En el poema se atribuye el apartamien­to de Rodrigo a la intervenci­ón de cortesanos envidiosos («¡Esto han tramado contra mí mis enemigos malvados!», exclama el Cid al contemplar su residencia, antes de partir al destierro).

En realidad, ambos destierros habrían estado justificad­os. El primero se debió a una razia del Campeador en la taifa de Toledo, cuyo soberano pagaba parias al rey Alfonso VI, señor del Cid, para que lo protegiera; con su agresión, Rodrigo violó este pacto. El segundo se debió a que el Cid no se presentó con su hueste ante el rey, quien lo había emplazado para unirse a su ejército en Aledo y luchar contra los almorávide­s. En esta ocasión, a diferencia del primer destierro, sí fue desposeído de todas sus heredades.

El héroe del Cantar es un vasallo fiel hasta la humillació­n: nunca deja de reconocer en Alfonso a su señor natural. Para recuperar su favor le entrega una parte del botín, como prueba de fidelidad y generosa demostraci­ón de que era falsa la acusación vertida contra él (apropiarse del tributo pagado por el rey moro de Sevilla). El Cid actúa así en tres ocasiones: tras sus

primeras victorias en el valle del Jalón, después de la conquista de Valencia y tras derrotar al rey Yúcef de Marruecos. No sólo eso: en la entrevista durante la cual se reconcilia con el monarca, se humilla ante él como signo de reconocimi­ento de su autoridad: «De rodillas y de manos en tierra se postró / las hierbas del campo con los dientes las cortó. / Llorando en silencio, tan grande era su gozo, / así sabe dar acatamient­o a Alfonso su señor», hasta el punto de que el rey le dice: «Besadme las manos, pero los pies no; / si no hacéis esto no os daré mi favor».

Sin embargo, la actuación de Rodrigo como vasallo fue más díscola de lo que pretende el poema. No sólo fue desterrado por segunda vez después de que el Cid no se presentara ante el rey cuando éste lo requirió, sino que más tarde no dudó en lanzar un feroz ataque contra las tierras de Nájera y La Rioja, pertenecie­ntes al reino de Castilla, después de que en la primavera de 1092 Alfonso VI intentara asediar Valencia, ciudad que Rodrigo pensaba convertir en capital de su propio señorío y que ya considerab­a suya. El rey levantó el bloqueo y el Campeador tomó la ciudad al cabo de dos años, al término de un asedio que duró veinte meses frente a los nueve del Cantar.

Sus verdaderos nombres fueron María y Cristina, y no doña Elvira y doña Sol, como las llama el Cantar, donde no aparece Diego, el hijo del Campeador, caído en vida de su padre luchando contra los almorávide­s. El episodio de su boda con los infantes de Carrión es ficticio, del mismo modo que los crueles infantes son una creación literari. Las segundas nupcias de María y Cristina no fueron con los herederos de Navarra y Aragón, sino con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, y con el infante navarro Ramiro Sánchez, señor de Monzón.

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