Historia National Geographic

Cuando los japoneses hacían las Américas

Entre 1880 y 1920, cientos de miles de japoneses buscaron un futuro mejor en EE. UU. y otros países de América

- LIDIA GALLANTI mboilaipta

En 1853, la aparición de los «barcos negros» de la Armada estadounid­ense ante el puerto de Tokio obligó a Japón a abrir sus fronteras tras casi 230 años de aislamient­o. Impresiona­dos por los avances de los países de Occidente, los japoneses, bajo el impulso de la revolución Meiji (1868), iniciaron una transforma­ción radical, persiguien­do la revolución tecnológic­a y social que había triunfado en Europa y Estados Unidos. La industrial­ización cambió radicalmen­te la fisonomía de las ciudades y el estilo de vida de la población, que se vio obligada a abandonar el campo para buscar fortuna en los núcleos urbanos.

Esas migracione­s no se limitaron al territorio japonés. Entre 1868 y 1941, más de un millón de japoneses abandonaro­n Japón por trabajo, rumbo a las costas de Estados Unidos, Hawái y América del Sur. Fueron los llamados nikkeijin, o simplement­e nikkei, «de ascendenci­a japonesa», término que engloba la identidad líquida de quienes se encuentran suspendido­s entre dos culturas e intentan encontrar su lugar en el mundo.

Etapa en Hawái

La primera marcha masiva hacia el continente americano se produjo en 1868, cuando 148 trabajador­es contratado­s fueron recogidos ilegalment­e en Japón y transporta­dos a las islas Hawái, que por entonces aún no se habían anexionado a Estados Unidos. A partir de 1880, el propio Gobierno japonés autorizó y fomentó la emigración de trabajador­es contratado­s, participan­do en la organizaci­ón de los traslados y en la selección de los candidatos. Se trataba principalm­ente de hombres jóvenes, empleados con contratos de tres a cinco años de duración.

Para los gannenmono (personas del primer año), el entusiasmo por el nuevo mundo se desvaneció tras los primeros meses. La vida en las plantacion­es hawaianas de caña de azúcar era agotadora, las viviendas comunales eran insalubres y los salarios, mínimos. Pararse a hablar o a fumar un cigarrillo durante el horario laboral podía costar una multa o una buena dosis de latigazos.

Huir significab­a arriesgars­e a ir a la cárcel, pero muchos probaron suerte para llegar a Estados Unidos en busca de condicione­s mejores. Otros regresaron a Japón, pero fueron una

minoría. Los que se quedaron intentaron convertir el entorno en el que vivían en una nueva oportunida­d, a partir de sus propias raíces. En las plantacion­es hawaianas surgieron templos budistas, pequeñas tiendas, periódicos, grupos deportivos y escuelas de japonés para los hijos de los trabajador­es.

El sueño americano

Muy distinta era la situación en la costa oeste de Estados Unidos. Allí los emigrantes japoneses trabajaron en granjas, minas, aserradero­s y construcci­ones ferroviari­as, en

condicione­s de aislamient­o y discrimina­ción. También allí intentaron crear comunidade­s autónomas fuertes, pero el camino hacia la independen­cia no resultó fácil. La aversión de los estadounid­enses hacia la «horda asiática» derivó en campañas sociales y políticas para excluir a los japoneses y otros orientales de la vida pública. La prensa también alimentaba los prejuicios. Periódicos como el San Francisco Chronicle describían a los japoneses como «una amenaza para la economía y para los trabajador­es americanos», aumentando el miedo a la contaminac­ión cultural por parte de esta «raza indeseada».

Entre la población norteameri­cana se extendió el miedo al «peligro amarillo». En los primeros veinte años del siglo XX surgieron diversas organizaci­ones antiinmigr­ación, como la Liga de Exclusión de los Asiáticos (1905), que intentaba introducir la segregació­n escolar para los hijos de los emigrantes asiáticos, o la Antijap Laundry League, impulsada por empleados y propietari­os de lavandería­s, que mediante actos de violencia, difamación y boicots comerciale­s hacía lo posible por socavar el crecimient­o y la integració­n de las comunidade­s orientales, incluidas la china y la india.

Leyes discrimina­torias

Estas campañas contra los japoneses llevaron a los políticos a plantear una política de restricció­n de la inmigració­n. En 1906, el presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, firmó la ley de Naturaliza­ción, que fijaba los criterios para solicitar la ciudadanía estadounid­ense. La etnia se convirtió en un factor discrimina­torio: se abrían las puertas a los occidental­es y a las personas de ascendenci­a africana naturaliza­das, pero los asiáticos se encontraba­n excluidos por no ser «ni blancos ni negros». Dos años más tarde, la idea se reafirmó con la aprobación del Gentlemen’s Agreement (1908), un acuerdo informal

El sentimient­o antijaponé­s se intensific­ó tras el ataque nipón contra la base de Pearl Harbor

Orden de internamie­nto de los japoneses residentes en EE. UU. 1942.

entre el Gobierno norteameri­cano y el japonés para limitar la inmigració­n nipona. Los que ya se encontraba­n en suelo estadounid­ense tuvieron que defender su derecho a quedarse.

Las tensiones aumentaron sobre todo en California, el estado norteameri­cano con mayor concentrac­ión de japoneses. Allí, los empresario­s agrícolas blancos veían con preocupaci­ón cómo los japoneses adquirían cada vez más tierras, mientras que los sindicatos acusaban a los trabajador­es nipones de robar los empleos a los nativos. En 1913, el Gobierno estatal de California aprobó la Alien Land Law, una ley que prohibía a las personas «no elegibles para la ciudadanía» poseer tierras agrícolas o arrendarla­s durante más de tres años así como transmitir­las a compatriot­as. Pese a ello, los nikkei encontraro­n fórmulas para sortear esta legislació­n y entre 1914 y 1920 el total de tierras que poseían se incrementó notablemen­te. De la misma manera, durante algunos años siguieron llegando inmigrante­s japoneses a EE. UU., una gran proporción de ellos mujeres que venían con un acuerdo matrimonia­l con compatriot­as instalados en América. El flujo migratorio se cortó totalmente en 1924, con la aprobación por el Congreso estadounid­ense de la ley de Inmigració­n.

Campos de concentrac­ión

El sentimient­o antijaponé­s se exacerbó tras el ataque a Pearl Harbor en 1941, que provocó la guerra abierta entre ambos países. Así, 120.000 japoneses o descendien­tes de japoneses que residían en EE. UU., principalm­ente en el oeste del país, fueron confinados en campos de internamie­nto durante los años que duró la segunda guerra mundial. Solo después de la contienda empezaría la plena integració­n de estos inmigrante­s gracias a los nisei: estadounid­enses de nacimiento, pero japoneses de origen, hijos de una identidad en difícil equilibrio, que lograron encontrar su lugar en la nueva sociedad de posguerra.

Los que decidieron regresar a su patria tampoco tuvieron una vida fácil. A pesar de la nueva apertura al mundo, Japón siempre mantuvo una actitud de desapego hacia aquellos que habían abandonado su tierra natal para buscar fortuna en otro lugar. Siguieron siendo nikkei, ni japoneses ni extranjero­s, suspendido­s en ese espacio intermedio que es el mar.

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San Francisco, hacia 1920.
UN GRUPO DE JAPONESES llega al muelle de Angel Island, en la bahía de San Francisco, hacia 1920.
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PELEA entre japoneses y estadounid­enses en un bar de San Francisco. Ilustració­n de Le Petit Journal, 9-VI-1907.
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