UN PARAÍSO ARTIFICIAL
Fueron años de vértigo. Un optimismo ilimitado, heredero del progreso y la modernidad, había invadido las sociedades occidentales. En aquella especie de paraíso artificial que fue la Belle Époque, nunca un número tan reducido de personas disfrutaron tanto. Todo parecía firme, todo era posible. La “edad de oro de la seguridad”, la denominó el escritor vienés Stefan Zweig. Nadie sospechaba el peligro que amenazaba al Viejo Continente. Tal vez por ello, el hundimiento del Titanic, ese gigante de los mares, conmocionó al mundo, un mundo que parecía tan sólido como el propio trasatlántico. Sin embargo, en 1898 una novela había vaticinado el desastre. Morgan Robertson relataba en Futilidad cómo un buque enorme e insumergible, “el más grande que había surcado los mares y la mayor obra del hombre”, competía por la Blue Riband, el trofeo a la travesía más rápida del Atlántico. La nave chocaba contra un iceberg con muy pocos botes salvavidas a bordo. Robertson bautizó Titán a esa nave imaginaria. El protagonista reconocía “la destrucción gratuita de la vida y de la propiedad” que provocaba la velocidad, pero no podía hacer nada para evitarlo. Tan escalofriante como profético. La fiebre por la aceleración en las rutas comerciales transoceánicas había creado una competencia feroz en aquel tránsito de siglos. Fue el inicio de una carrera contra reloj por construir el barco más rápido. Bruce Ismay, presidente de la compañía británica White Star Line, aceptó el reto. Pero su audacia iría más lejos. El Titanic no solo se convirtió en el mayor barco de pasajeros de su tiempo, sino que fue concebido como un auténtico palacio flotante para los pasajeros de primera. Como en cualquier ámbito social, en este barco también había clases, y ello determinó en gran modo el destino de sus pasajeros. Dos años se emplearon en la construcción del buque, poco más de tres horas fue lo que tardó en desaparecer bajo las aguas. Un fiasco en forma de naufragio, en el que no solo se perdieron muchas vidas. Bajo el Atlántico se hundió un símbolo del orgullo y la codicia de una era.