Historia y Vida

LA BELLA CLÉO

La bailarina francesa Cléo de Mérode deslumbró en los escenarios y fuera de ellos. Entre su público fiel se contaron reyes y nobles que intentaron seducirla.

- GEÒRGIA COSTA, HISTORIADO­RA

Tuvo el mundo bajo sus puntas de ballet. Gracias a su talento y singular belleza, Cléo de Mérode se convirtió en una de las estrellas del París de la Belle Époque. Allí donde iba, el público la aclamaba: “Gloria in excelsis Cléo”. Cléo de Mérode fue una mujer discreta, culta y educada. Debido a que, en su época, la palabra artista solía ser sinónimo de prostituta, se apartó de los escándalos y dedicó su vida a la danza. Su madre, baronesa de Mérode, había sido dama de honor de la emperatriz Sisi, hasta que se rindió a los encantos de un apuesto pintor de paisajes. Cuando se quedó embarazada cambió la rígida corte austríaca por París. Allí nació Cléopâtre-diane de Mérode, el 27 de septiembre de 1875. A los ocho años Cléo empezó a estudiar ballet en la Ópera de París, con once firmó un contrato para participar en representa­ciones regulares y con veintiuno debutó como solista en la obra Phryné. La popularida­d de la joven también crecía fuera de los escenarios: la revista L’illustrati­on la encumbró como “reina de la belleza” en 1896, y fue modelo de numerosos artistas, como el fotógrafo Nadar, el pintor Degas, que la inmortaliz­ó en varias de sus bailarinas, y Boldini (autor del retrato de la dcha.). Muy a su pesar, su fama también suscitó todo tipo de rumores. El más sonado la relacionó con el rey Leopoldo II de Bélgica. Éste, tras una representa­ción de Aida, acudió a su camerino armado con un ramo de rosas. Vista la reputación (a menudo merecida) de otras artistas del mo-

mento, como Carolina Otero o Sarah Bernhardt, el escándalo estaba servido. A ojos de todo el mundo ya eran amantes, y el Monarca, de 62 años frente a los 22 de Cléo, recibió el malicioso apodo de “Cléopold”. Poco después, ella partió de gira a Nueva York, tal vez atraída por la generosa paga que le ofrecían o para huir de los rumores, que siempre negó. Pero allí la prensa también estuvo más

SE LA RELACIONÓ CON LEOPOLDO II DE BÉLGICA DESPUÉS DE QUE ÉSTE VISITARA SU CAMERINO CON UN RAMO DE ROSAS

interesada en su vida amorosa que en la profesiona­l. En saber, por ejemplo, si había posado desnuda para la escultura La danseuse, de Alexandre Falguière, otra historia que desmintió con rotundidad. Incluso en una ocasión quisieron verle las orejas. Según otro rumor, se peinaba con la raya en medio, recogiendo su cabello en la nuca y cubriendo ambos lados de la cara para ocultar que no tenía.

Diamantes para Cléo

Las habladuría­s no dañaron su carrera. Al contrario. A su regreso, París la aguardaba con los brazos abiertos. La muerte, en 1899, de su madre, amiga y compañera inseparabl­e no logró detenerla. Cléo sacó fuerzas del amor que sentía por la danza y siguió sobre el escenario, siempre en ruta, sin fatigarse. El fin del si- glo xix lo vivió entre maratonian­as giras por Europa. En ellas interpreta­ba piezas de ballet clásico, pavanas, minuetos, jotas y danzas camboyanas, que a partir de la Exposición Universal de París de 1900 añadieron un toque exótico a su repertorio. El nombre de Cléo bastaba para llenar teatros, y no le faltaban admiradore­s entre los ricos y poderosos. Entre ellos, el maharajá de Khapurthal­a, que antes de casarse con la bailarina Anita Delgado intentó comprar sus afectos con un anillo de diamantes. Fue en vano: Cléo había cerrado su corazón al morir su amor de juventud, un conde francés con el que no pudo casarse a causa de su profesión. No volvió a abrirlo hasta 1906, cuando, en una gira por España, conoció a Luis de Perinat, escultor, diplomátic­o y marqués, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Esta nueva Belle Époque para Cléo, que inauguró cuando se fugó con su amante a la finca que éste poseía en Extremadur­a, duró hasta la Primera Guerra Mundial. Para su desgracia, al terminar la contienda también lo hicieron doce años de apasionado romance. Siguió adelante, como siempre. Pero a partir de 1934 fue alejándose de los escenarios. Cléo, que no se había detenido desde que se calzó unas zapatillas de ballet, decidió que merecía un descanso y vivió retirada entre la población costera de Biarritz y París hasta su muerte, a los 91 años. Las últimas líneas de su autobiogra­fía, Le ballet de ma vie, las dedicó a su público fiel y a su marqués español, autor de la escultura que decora su tumba en el cementerio parisino de Père-lachaise.

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