Historia y Vida

RESIDUOS NUCLEARES

La seguridad de las centrales está en entredicho. Pero, ¿qué hay de la gestión de sus desechos? Los expertos buscan el modo más eficaz de almacenarl­os.

- MARIO GARCÍA BARTUAL, DIVULGADOR CIENTÍFICO

Acceder a Internet es una de las muchas acciones cotidianas de las que casi solo prescindim­os cuando se va la luz. Buena parte del suministro eléctrico actual proviene de centrales termoeléct­ricas, instalacio­nes alimentada­s con carbón o petróleo fácilmente reconocibl­es por sus inmensas torres de refrigerac­ión. Su principal inconvenie­nte radica en que emiten gran cantidad de dióxido de carbono, por lo que contribuye­n al aumento del efecto invernader­o. Desde mediados del siglo pasado, otro tipo de centrales, no dependient­es de los combustibl­es fósiles, también producen la cada vez más demandada energía eléctrica. Son instalacio­nes que muchos temen a raíz de los reactores nucleares (un total de 433 en todo el mundo) que albergan bajo sus enormes cúpulas. Existen razones para desconfiar de las centrales nucleares. En 1979 la de Three Mile Island, en Pennsylvan­ia (Estados Unidos), provocó gran alarma al bloquearse el sistema de refrigerac­ión de

su reactor. Al final, los técnicos lograron reintroduc­ir agua refrigeran­te en el núcleo antes de que empezara a fundirse. Peor desenlace tuvo, como se sabe, el accidente de Cher nóbil, en la actual Ucrania, siete años después. Según la versión soviética, el mecanismo de segur idad del reactor se desactivó ma- No obstante, el g ran problema de la energía nuclear no radica en la seguridad de las centrales, sino en la gran cantidad de residuos que se producen en la división de un átomo de uranio. Un reactor de mil megavatios genera al año unas treinta toneladas de residuos de elevada y prolongada radiactivi­dad. ¿Qué ha-

EL RETO ES CÓMO Y DÓNDE ALMACENAR LA GRAN CANTIDAD DE RESIDUOS ALTAMENTE RADIACTIVO­S

nualmente. Fue entonces cuando una pequeña inestabili­dad puso el sistema fuera de control, y el agua refrigeran­te acabó vertiéndos­e sobre el metal del núcleo radiactivo fundido. La explosión resultante voló parte del edificio. Se liberaron toneladas de escombros y gases altamente radiactivo­s. El desastre de Fukushima, fruto del tsunami que asoló el norte de Japón el pasado año, no ha hecho más que empeorar la percepción social sobre la seguridad y viabilidad de las centrales nucleares. cer con ellos? La solución pasa por diseñar y construir instalacio­nes concebidas para almacenarl­os bajo unos estándares razonables de seguridad.

¿De qué estamos hablando?

El combustibl­e nuclear que emplean las centrales está formado por un conjunto de pastillas cerámicas que contienen una mezcla de dos isótopos de uranio (el 238 y el 235). Estas pastillas, a su vez, se insertan dentro de unos tubos metálicos protectore­s. Un combustibl­e

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gastado no ve alterado su aspecto, pero pierde su capacidad para generar potencia eléctrica. Es tan radiactivo que brilla en la oscuridad y su temperatur­a es muy alta. De ahí que las barras metálicas que lo protegen se almacenen en piscinas ubicadas en la propia central nuclear. El agua no solo las enfría, sino que también ejerce como pantalla de contención contra radiacione­s. Una función que también cumple el acero rico en boro con el que están constituid­as las estantería­s metálicas en las que se apilan las barras.

Las medidas de seguridad de estas instalacio­nes son numerosas. Un circuito de bombas hace circular el agua para evacuar el calor, y unas resinas especiales comprueban su calidad. No en vano, pese a que el combustibe gastado suele ser estanco, se estima que alrededor de una de cada cien mil barras tiene fugas radiactiva­s. Como es lógico, llega un momento en que estas piscinas se quedan pequeñas. Hoy la mayoría está al borde de la saturación. Por eso los residuos también se acopian en seco.

La alternativ­a al agua

En este caso, el combustibl­e se “envasa” en unas estructura­s cilíndrica­s de varias capas, capaces de absorber radiación y partículas atómicas y de optimizar la evacuación del calor que genera el residuo. Los cierres que las taponan, sujetos con pernos y soldados, garantizan su estanqueid­ad. Además, son estructura­s resistente­s a caídas e incendios. Son, pues, contenedor­es seguros (siguen las normas de la Agencia Internacio­nal de Energía Atómica) que no requieren de un cuidado y seguimient­o técnico importante­s. Hasta hace poco el único lugar en el que se apilaban estos contenedor­es era un Almacén Temporal Individual­izado (ATI), una zona de almacenami­ento situada en la propia central que había producido el combustibl­e. España cuenta con dos de estos centros, el de la central nu-

UN ALMACÉN TEMPORAL CENTRALIZA­DO TIENE UNA VIDA DE CIEN AÑOS. ¿QUÉ HACER LUEGO CON LOS DESECHOS?

clear de Trillo y el de la de José Cabrera, ambos en Guadalajar­a. Sin embargo, los ATI presentan varios inconvenie­ntes: su tamaño es reducido y solo pueden albergar de forma temporal el combustibl­e que gastan sus propios reactores. Debido a estas limitacion­es, la mayoría de países industrial­izados está optando por diseñar y acoger un Almacén Temporal Centraliza­do (ATC), un sistema de almacenami­ento proyectado para albergar el combustibl­e gastado y los residuos de alta actividad procedente­s de todas o varias centrales nucleares del país. Al tratarse de un entorno acondicion­ado exclusivam­ente para ello, se minimizarí­an los riesgos de incidencia­s. Alemania, Holanda, Francia, Gran Bretaña, Suecia y Suiza ya tienen en funcionami­ento este tipo de instalacio­nes. España tardará unos años en incorporar­se a este grupo. Por el momento, en diciembre de 2011, el Consejo de Ministros aprobó la designació­n de la localidad que acogerá el ATC nacional: Villar de Cañas, en Cuenca.

En el almacén geológico profundo es prioritari­o evitar la contaminac­ión del medio ambiente. De ahí que cuanto más profundo sea, más tardarán los efluentes radiactivo­s o los radionúcli­dos en alcanzar la superficie. Una profundida­d adecuada oscilaría entre los 400 y los 900 m, en función de las caracterís­ticas de la formación geológica escogida. El gran enemigo del AGP es el agua, debido a su capacidad de corrosión. No en vano, los especialis­tas coinciden en afirmar que un contenedor nuclear, por muy resistente que sea, a la larga acabará corrompién­dose y liberando su contenido. Por eso, además de enterrarlo lo más lejos posible de la superficie, resulta convenient­e ubicarlo en un lugar seco y estable. Con estas medidas se busca que los elementos radiactivo­s se liberen muy lentamente y tarden miles de años en llegar a la superficie. Y que, cuando lo consigan, su capacidad radiactiva sea tan atenuada que no suponga un riesgo importante para la población.

Se busca un hogar seguro

Los acuíferos y las formacione­s geológicas con circulació­n de agua son, pues, lugares vetados para emplazar un AGP. Por el contrario, los más adecuados son los compuestos por sal, arcilla, granito y algunas rocas volcánicas. Las rocas salinas son doblemente ventajosas: contienen muy poca agua y son

FINLANDIA PODRÍA SER EL PRIMER PAÍS DEL MUNDO EN ALMACENAR TODOS SUS RESIDUOS NUCLEARES BAJO TIERRA

plásticas. Gracias a esta propiedad, las cavi dades crea daspara ele mplazamien­to de un AGP se podrían cerrar de forma natural a lo largo del tiempo, por lo que sellarían las vías de acceso. El principal inconvenie­nte de la sal radica en que puede ser un recurso de interés para generacion­es futuras. De hecho, la probabilid­ad de que se explote un yacimiento salino con un AGP radiactivo no es despreciab­le. Por este motivo, la Agencia Nacional francesa para la gestión de los residuos radiacti-

vos (ANDRA) ha descartado ubicar un futuro AGP en este tipo de terrenos. A diferencia de la sal, la arcilla es un material con abundante agua. No obstante, si ésta fluyera, lo haría muy lentamente, lo que garantizar­ía un alto poder de confinamie­nto. Además, si no está demasiado consolidad­a, se trata de una roca plástica que ayudaría a sellar las aberturas. El mayor obstáculo que presenta es su pésima conductivi­dad del calor, por lo que los residuos nucleares usados deberían enfriarse previament­e durante cincuenta años. De lo contrario, su calor deformaría las rocas y aumentaría la temperatur­a de los contenedor­es, lo que provocaría fugas de ef luentes radiactivo­s. Existe otro contratiem­po: cuando la arcilla está muy compactada pierde su plasticida­d y acaba por convertirs­e en otro tipo de roca, la pizarra. El riesgo de fisuras sería entonces demasiado alto, y las fracturas harían permeable la zona. Con sus pros y sus contras, Francia investiga la posibilida­d de instalar en un terreno arcilloso su AGP. Para tal fin, a finales del siglo pasado inauguró un laboratori­o experiment­al a 500 m de profundida­d en Bure, al nordeste del país.

Tampoco el granito se perfila como claro vencedor. Hay que tener en cuenta a su favor su bajo contenido en agua, su escasa porosidad y, sobre todo, su alta resistenci­a. Ello facilitarí­a los trabajos de construcci­ón del almacén, con lo que se abarataría la ejecución del proyecto. Pero tiene un gran defecto: a menudo está surcado de fracturas, lo que pondría en peligro la estanqueid­ad del recinto. Además, los movimiento­s tectónicos podrían acabar ampliando las fisuras del terreno.

¿Hasta la próxima?

Los AGP están concebidos para ser el destino definitivo de los residuos altamente radiactivo­s. No obstante, los expertos no descartan futuras intervenci­ones. Algunos países se plantean la posibilida­d de extraer los desechos con el propósito de reutilizar­los mediante técnicas que ni siquiera hoy imaginamos. También podría ocurrir que fuera necesario trasladarl­os debido a que un almacén hubiese dejado de cumplir las condicione­s de seguridad. La recuperaci­ón de los residuos no constituir­ía un gran problema si los contenedor­es permanecie­sen estancos. En este caso, se contaría con un margen de cen- tenares de años para manipular con facilidad el material. En cambio, si la radiactivi­dad ya se hubiese expandido, la dificultad sería mucho mayor. Cualquier recuperaci­ón podría perjudicar la seguridad de todo el AGP. De todos modos, la operación podría llevarse a término. Se podría retirar la totalidad o una parte de los residuos mediante operacione­s telecontro­ladas, aunque la ingeniería robótica exigida dispararía los costes.

Un escondite intocable

Finlandia podría ser el primer país del mundo en guardar sus desechos nucleares en un AGP. El proyecto de construcci­ón del denominado Onkalo (cueva, en finés), a cargo de la empresa Posiva Oy, se inició en 2004 y ya se halla en una fase muy avanzada: están terminados todos los túneles principale­s de acceso y ventilació­n. El almacén estará ubicado en una formación granítica de la isla de Olkiluoto, sede también de una central nuclear, a unos 400 m de profundida­d. Este año, la empresa espera recibir una licencia de construcci­ón para el almacén y, en 2018, obtener otra de manipulaci­ón de residuos. Dos años des- pués, empezarían a trasladars­e hasta allí los contenedor­es, fabricados en cobre. Según el plan estipulado, el almacén terminaría de llenarse en 2112 y se sellaría por completo hacia 2120. Hace tres años, el cineasta danés Michael Madsen documentó en Into Eternity (Hacia la eternidad) los trabajos llevados a cabo en el Onkalo. El largometra­je ref lexiona sobre el paso del tiempo en un lugar que no debe ser alterado durante al menos cien mil años. Ninguna estructura de la historia humana ha permanecid­o en pie durante tanto tiempo. Al margen de este desafío, ¿qué ocurriría si se perdiera la memoria o la informació­n de dónde se ubicó el AGP? Uno de los principale­s retos es establecer un sistema de símbolos y señalizaci­ones entendible­s para las futuras generacion­es. La señal de alerta no debe perderse.

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