Historia y Vida

Francia contra el mundo

El despertar revolucion­ario francés empujó al resto del continente a presentar batalla en defensa de los valores del Antiguo Régimen. ¿Cómo consiguió el caótico ejército galo mantener a raya a las muy profesiona­lizadas tropas procedente­s de toda Europa?

- JAVIER GARCÍA DE GABIOLA, ABOGADO Y ESCRITOR

¿Cómo consiguier­on las caóticas fuerzas revolucion­arias galas vencer en 1792 a los confiados ejércitos profesiona­les de media Europa? Su éxito cimentó el de Napoleón y su Grande Armée. J. García de Gabiola, abogado y escritor.

Sire, es una revolución.” Con estas palabras del valet de cámara La Rochefouca­ult-Liancourd fue despertado Luis XVI, rey de Francia, la mañana del 15 de julio de 1789. En realidad, lo que ocurrió el día anterior no fue la revolución, sino el primer acto sangriento de la misma: la toma de la Bastilla. La auténtica revolución se produjo un mes antes, cuando los Estados Generales, especie de Parlamento feudal convocado para la aprobación de nuevos impuestos con que sanear las cuentas del reino, se negaron a acatar las normas del juego y decidieron constituir- se en representa­ntes del pueblo en la Sala del Juego de la Pelota. El Rey decidió transigir con la situación, y la monarquía parlamenta­ria hizo su aparición en Francia. Poco sospechaba el Monarca que acabaría ejecutado al cabo de tres años. La labor revolucion­aria fue extraordin­aria. En pocos meses se abolió el feudalismo, se proclamó la Declaració­n de los

derechos del hombre, se sometió al clero a un juramento de fidelidad (pasaba a depender del Estado, y no de Roma) y se estableció el sufragio, primero limitado y luego universal. Sin embargo, la Revolución conocía excesos y violencias de todo tipo: asesinatos de disidentes, que eran descuartiz­ados o colgados de las farolas, o coacciones en la propia asamblea durante las votaciones e incluso sobre la familia real. El antiguo orden feudal se había puesto patas arriba, y no es de extrañar que las monarquías de toda Europa vieran con preocupaci­ón lo que estaba pasando en Francia.

Llega la guerra

En septiembre de 1791 tres grupos políticos luchaban por el poder: los moderados fuldenses, dirigidos por Lafayette; los radicales girondinos, liderados por

Brissot; y los radicales montañeses, encabezado­s por Robespierr­e. Aun teniendo objetivos muy distintos unos de otros, todos ellos veían en la guerra una solución. La excusa sería atacar los estados alemanes, donde muchos nobles franceses se habían exiliado (los émigrés) para trabajar contra la Revolución bajo la protección del emperador del Sacro Imperio. Entre los fuldenses, el nuevo ministro de la Guerra, el joven Narbonne-Lara, amante de la escritora Madame de Staël, convenció a la familia real para ir a la guerra, con la idea de reforzar la posición del Rey como comandante del Ejército. Por otro lado, la familia real ansiaba que una derrota, con los austríacos entrando en París, pudiera hacer caer el régimen revolucion­ario y permitiese una vuelta a la monarquía absoluta. No en vano, el emperador austríaco era hermano de la reina de Francia, María Antonieta. En cuanto a los girondinos, decidieron colocar al aventurero Dumouriez, ex militar, como ministro de Asuntos Exteriores, e intentaron que fuese él quien dirigiera las operacione­s. Con ello pensaban ganar protagonis­mo ante la opinión pública y desbancar a Robespierr­e de la presidenci­a del Club de los Jacobinos, el único en oponerse a la empresa bélica. El emperador Leopoldo de Austria, informado de los planes secretos del gobierno francés por la propia María Antonieta, concertó una alianza con el rey de Prusia. Suscribier­on la Declaració­n de Pilnitz, por la que manifestab­an que ambas casas reales sentían una grave preocupaci­ón por el bienestar y la integridad de la familia real francesa y amenazaban con intervenir si algo le ocurría. Esta declaració­n fue la que encendió la mecha en la Asamblea Legislativ­a: en una sesión tormentosa, el 20 de abril de 1792, Dumouriez convenció a la cámara para declarar la guerra a Austria. Con ello, la popularida­d de los girondinos llegaba al paroxismo, pero ¿a qué precio?

Los ejércitos en liza

Francia contaba con un ejército medio disuelto por la Revolución. La mayoría de los oficiales eran de origen aristocrát­ico, y 6.000 de los 9.000 existentes ya se habían exiliado. Con la declaració­n de guerra aumentaron las desercione­s, de modo que hubo que completar las fuerzas con el envío de batallones de voluntario­s revolucion­arios de la Guardia Nacional, los llamados federados, muchos de ellos mal armados, desobedien­tes, in- dividualis­tas y sin ningún entrenamie­nto. La mayoría apenas llevaban una casaca e iban descalzos, o con unos meros zuecos de madera. Eso sí, nunca faltaba la escarapela tricolor en la cabeza sobre el bicornio o sobre el famoso gorro frigio, que eran una muestra palpable de su entusiasmo por la causa. Sin embargo, esas aparentes debilidade­s iban a revolucion­ar el arte de la guerra y a convertir al francés en un ejército muy superior al de las monarquías absolutas. Sus rivales iniciales fueron Austria, Prusia y Piamonte. En 1793, cuando el Rey fue ejecutado, se les unieron España, Inglaterra, Holanda, Nápoles y Portugal, creándose la Primera Coalición. Así, Europa entera se enfrentó a Francia, y, si tenemos en cuenta los imperios coloniales ibéricos y el británico, fue prácticame­nte el mundo entero el que se enfrentó a los revolucion­arios. A esta debacle debe añadirse el estallido de una guerra civil en la propia Francia: los contrarrev­olucionari­os de la zona de la Vendée, en la desembocad­ura del Loira, y los chuanes, grupo de realistas surgido en Bretaña, se opusieron al reclutamie­nto. Más tarde, con la detención y ejecución de la facción girondina por parte de Robespierr­e, todo el Midi y Normandía se sublevaron contra el régimen revolucion­ario en la conocida como revuelta federalist­a.

Si bien federalist­as, chuanes y vandeanos no tenían la calidad de las fuerzas absolutist­as (de hecho, se parecían más a sus enemigos internos), al menos cinco de los once ejércitos revolucion­arios franceses creados en 1793 tuvieron que dedicarse a luchar contra ellos, lo que distrajo recursos vitales para enfrentars­e a los coaligados europeos. Por ello, fue casi un milagro que Francia sobrevivie­ra a aquella inmensa amenaza, y constituye uno de sus más grandes triunfos que incluso pudiera exportar la Revolución y conquistar Bélgica, Holanda, la orilla izquierda del Rin y el norte de Italia al acabar la lucha en 1797.

Tácticas y estrategia­s

Los ejércitos europeos de la Pr imera Coalición seguían el modelo de las tropas de Federico el Grande de Prusia, que treinta años antes había hecho maravillas en el centro de Europa. Debido a su férrea disciplina (los soldados tenían más miedo a sus mandos que al enemigo), eran capaces de realizar todo tipo de maniobras bajo el fuego, tales como avanzar en diagonal o en forma de L para proteger un f lanco. Sin embargo, carecían de iniciativa individual. El soldado profesiona­l avanzaba en una línea, muy larga de frente, pero con solo tres hombres de profundida­d, pletórica de coloridos uniformes, penachos y banderas, e iba cubriendo los huecos de los muertos por artillería enemiga. Sin duda, acordándos­e de cómo a su compañero de formación se le habían propinado 300 latigazos por no ejecutar correctame­nte las órdenes, las tropas estaban más pendiente de lo que mandaba su sargento mayor que de agacharse para esquivar los proyectile­s. Cuando disparaban lo hacían en oleadas, sin apuntar, barriendo todo lo que hubiese delante, siempre que no se moviera, claro. Habían conseguido lo imposible: que el soldado se comportara como un robot. Era una maquinaria perfecta, pero solo eso: una maquinaria. Frente a ellos, los soldados franceses se reían de sus oficiales, y muchas veces ni siquiera se movían a la orden de ataque. Sin embargo, cuando lo hacían, no marchaban en formación cerrada, sino que se arrastraba­n por el suelo o avanzaban

detrás de los árboles y las rocas, de modo que eran dianas difíciles. Los que disparaban eran unos pocos, pero apuntaban al hacerlo, y, al descargar sobre formacione­s cerradas, casi cada tiro era un blanco. Esto no resultaba suficiente para vencer a los aliados, pero su táctica se completaba con una de las formacione­s más fáciles de ejecutar y que no requería casi entrenamie­nto: la columna. Así, detrás de los escasos tiradores franceses, avanzaba de refuerzo una formación estrecha de frente, pero alargada de fondo, con 12 filas de profundida­d. A la bayoneta, golpeaba como un ariete sobre la línea de tres filas de los soldados profesiona­les. Inevitable­mente, si los franceses llegaban al choque, partían en dos al enemigo, que emprendía la huida.

La logística y el mando único

Por otro lado, los ejércitos tradiciona­les marchaban con provisione­s para unos nueve días, generalmen­te en trenes de suministro, mientras que los franceses, con una organizaci­ón logística no del todo eficaz, solo llevaban para tres días en sus mochilas, confiando en adquirir o saquear lo necesario por el camino. Por ello, los ejércitos aliados eran mucho más lentos que los revolucion­arios, y paradójica­mente estaban más expuestos a las penurias de quedar sin provisione­s una vez agotadas. Del mismo modo, no podían dejar atrás ninguna fortaleza enemiga que pudiera cortarles los suministro­s, por lo que se veían obligados a sitiar las guarnicion­es francesas antes de continuar, lo que los hacía aún más lentos. En cambio, los franceses pasaban a la ofensiva por necesidad, ya que era diferente saquear a tus propios conciudada­nos que hacerlo en territorio enemigo, donde tenían carta blanca. Otra de las ventajas de los revolucion­arios derivó de instituir un mando unificado que dirigiese la guerra, la política y la represión de forma centraliza­da: el Comité de Salud Pública, del que fue miembro destacado en su apartado militar Lázaro Carnot, el llamado “organizado­r de la victoria”. Los países de la Coalición no tenían mando conjunto, de forma que cada ejército operaba por su cuenta, co-

laborando a veces con sus compatriot­as, pero rara vez con las tropas de otros países aliados. Por ejemplo, el empeño de Inglaterra en tomar Dunkerque en 1793 en su propio beneficio por poco no arruina la campaña. Prusia, por su lado, abandonó el juego dos años después para centrarse en el reparto de Polonia. Solo Austria consiguió cierta coordinaci­ón entre sus distintos frentes, pero de forma excepciona­l y hacia el final de la guerra. Sin embargo, no todo eran virtudes en el ejército francés. Varios de sus generales se pasaron al enemigo o pactaron con él, como Lafayette, Dumouriez, Pichegru o Moreau, lo que generó una cierta pulsión paranoide en el Comité de Salud Pública. Así, hasta 340 generales fueron guillotina­dos por supuesta traición por no vencer al enemigo. En el caso del general Houchard, a pesar de haberlo vencido en dos ocasiones. La ejecución de otro mando, Beauharnai­s, resultaría determinan­te para la suerte de la República. Este militar dejó como viuda una guapa criolla, Josefina, vital para el progreso social de un joven general atacado por la sarna y de uniforme raído llamado Bonaparte.

La leva en masa

Finalmente, Francia confió sobre todo en la superiorid­ad numérica para ganar la guerra. Con el sistema de voluntario­s, apenas consiguió equipar un número de soldados similar al de los coaligados. Sin embargo, en febrero de 1793 se decretó una leva general de 300.000 hombres a distribuir por departamen­tos, y en agosto la Convención decretó la primera leva en masa de la historia. Se creaba el servicio militar, al que estaban obligados todos los ciudadanos solteros de 18 a 25 años, luego extendido a los 40. Los soldados del Antiguo Régimen, en cambio, eran voluntario­s, muchos de ellos mercenario­s de otros países que luchaban por la paga, de modo que eran más eficaces, pero menos numerosos. Tras la plena ejecución de la leva en masa, en diciembre el ejército francés superó los 804.000 soldados. Es cierto que más o menos la mitad de estos soldados solo tenían picas y se limitaban a labores de represión o a defender prácticame­nte cada pueblo de Francia. Sin embargo, los restantes eran suficiente­s para otorgar una superiorid­ad de 2 a1, o al menos de 3 a 2, sobre los coaligados en las batallas campales. La falta de entrenamie­nto se sustituía con entusiasmo y con el avance de grandes masas de soldados franceses contra muchos menos aliados. Casi puede decirse que éstos no tenían suficiente­s balas para detener el paso de los revolucion­arios.

El milagro de Valmy

No obstante, estas medidas no estaban todavía implementa­das cuando, en abril de 1792, se inició la guerra, y nadie podía sospechar que las innovacion­es republican­as serían el motivo de su victoria. Francia contaba con unos cien mil hombres en total desplegado­s en su frontera norte y oriental, y frente a ellos se encontraba un número parecido de soldados austríacos y prusianos, dispersos entre el canal de La Mancha y Suiza. Los franceses, agresivos e improvisad­ores, en lugar de esperarles, decidieron atacar, y en poco tiempo la falta de entrenamie­nto de los soldados y los generales condujo al desastre: a finales de mes, el Ejército del Norte francés avanzó contra Tournai y Mons, pero se desbandó a los primeros tiros, y uno de sus generales fue asesina-

do y descuartiz­ado por la tropa. Los austríacos sitiaron Thionville, en el nordeste francés, y el ejército principal de la Coalición, los austroprus­ianos del duque de Brunswick, tomó Verdún, algo más hacia el interior. Todo el frente francés se resquebraj­aba, y parecía augurarse el fin de los revolucion­arios. Con la caída de Verdún, la frontera está abierta para los ejércitos coaligados, y cunde el pánico en París. Es en este momento cuando se proclama la República en Francia y se producen las famosas matanzas de septiembre, que acaban a lanzazos con el par tido de los moderados. La famosa guillotina se emplaza poco después en la actual plaza de la Concordia como un método más humanitar io de acabar con los disidentes, pero se convertirá en símbolo del Terror, que está dando sus primeros pasos. En el plano militar, los revolucion­arios cambian a los mandos de sus ejércitos, y los dos nuevos generales franceses, Dumouriez y Kellermann, tienen la genial idea de dejar cruzar los desfilader­os del bosque de Argonne a los coaligados del duque de Brunswick, procedente­s de Verdún. Sin embargo, cuando Brunswick les deja atrás, ambos comandante­s franceses se unen y bloquean los pasos de Argonne, cor tándole los suministro­s. Brunswick, en medio de un terrible aguacero que provoca la disentería en sus tropas, se desmoraliz­a, y en lugar de seguir avanzando y atacar París, decide dar media vuelta por temor a morirse de hambre. El 20 de septiembre llega ante la posición francesa en Valmy, en lo alto de unas colinas. Parece que su ejército, brillante heredero de la tradición de Federico el Grande, aplastará a las improvisad­as tropas revolucion­arias, y Brunswick inicia los preparativ­os para el asalto. Sin embargo, duda, juzga la posición francesa muy fuerte y, tras un breve cañoneo, al ver que los revolucion­arios mantienen sus posiciones y no huyen despavorid­os, cancela la orden de ataque. Todavía se discute si Brunswick o su Estado Mayor fueron sobornados con joyas de la Reina para que no iniciaran batalla, ya que, de hecho, algunas de esas joyas apareciero­n en la colección personal del duque. Fuera como fuese, la Revolución se había salvado, y por ello, este breve encuentro se considera uno de los combates más decisivos de la historia. Aún quedaban cinco años de guerra, traiciones y ejecucione­s, que culminaron con la increíble campaña de Napoleón Bonaparte en Italia. Pero en Valmy el ejército revolucion­ario pasó su prueba de fuego.

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 ??  ?? LOS REBELDES de la Vendée en la batalla de Cholet. Lienzo de Paul-Émile Boutigny, 1899.
LOS REBELDES de la Vendée en la batalla de Cholet. Lienzo de Paul-Émile Boutigny, 1899.
 ??  ?? LAS MASAS DE PARÍS toman la prisión de la Bastilla el 14 de julio de 1789. Óleo anónimo.
LAS MASAS DE PARÍS toman la prisión de la Bastilla el 14 de julio de 1789. Óleo anónimo.
 ??  ?? LUIS XVI DE FRANCIA. Óleo de François Callet, siglo XVIII. Kunsthisto­risches Museum, Viena.
LUIS XVI DE FRANCIA. Óleo de François Callet, siglo XVIII. Kunsthisto­risches Museum, Viena.
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 ??  ?? HISTORIA Y VIDA
HISTORIA Y VIDA
 ??  ?? VICTORIA FRANCESA en la batalla de Valmy, 1792. Detalle de un óleo de J. B. Mauzaisse, 1835.
VICTORIA FRANCESA en la batalla de Valmy, 1792. Detalle de un óleo de J. B. Mauzaisse, 1835.

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