LAS ARMAS DE VENUS
Los romanos atribuían el poder supremo a Júpiter. Invocando a este dios, y con la furia guerrera de Marte, fueron conquistando territorios, ampliando sus dominios y expandiendo con ello su civilización. En ésta, las divinidades ocupaban un papel clave, pero solo una docena acaparaban los ritos principales. Venus era la irresistible diosa del amor, a quien se veneraba en el templo del monte Capitolio. Ella protegía a los romanos, aunque también podía hacerles perder la cabeza como artífice de las pasiones desatadas. En diez siglos de historia, el modo de entender el sexo en la antigua Roma evolucionó notablemente. Bajo la República, pese a la relativa tolerancia de la que disfrutaban los varones de las clases privilegiadas, los magistrados predicaban moderación en las costumbres. Temían que los patricios pudieran descuidar sus obligaciones o derrochar su fortuna en sus aventuras eróticas. Con la llegada del Imperio las cosas cambiaron, y los propios césares dieron rienda suelta a sus instintos. La primera dinastía imperial, la Julio-Claudia, vinculada, según la mitología, a la diosa Venus, encarnó todas las perversiones, tanto en el terreno ético como en el sexual. El historiador Suetonio afirma que los excesos de Tiberio eran “tan difíciles de creer como de referir”. Y qué decir de su sucesor Calígula. Reales o no, estas imputaciones, como las que acompañaron a Mesalina o Agripina, hicieron de aquellos personajes símbolos de la depravación romana. Acusaciones de incesto, adulterio, sadismo, proxenetismo, pederastia y homosexualidad pasiva llegaron a recaer en un mismo personaje. Las fuentes tradicionales atribuyeron la decadencia imperial al castigo divino por aquellos abusos. Pero en el imaginario colectivo, la imagen de aquella poderosa Roma resulta indisociable de los excesos de sus césares. En cualquier caso, el sexo nunca fue entre los hijos de Venus una relación de iguales, sino un juego de poder.