Historia y Vida

LA HIJA DESCARRIAD­A

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Nada presagiaba la caída en desgracia de Julia Maior a principios del reinado de su padre, Octavio Augusto, artífice del Imperio. Julia fue la primera romana cuya efigie apareció en una moneda, honor que se ganó dando a luz a seis hijos. Su fertilidad la convirtió en un anuncio viviente del programa de crecimient­o demográfic­o impulsado por su padre. Pero aquí acabó toda armonía entre ellos. Si Octavio sorprendía a su hija arrancándo­se unas canas, le pregunta- ba si prefería quedarse calva a peinar un respetable moño gris. Si la reprendía por lucir un modelo demasiado provocativ­o, ella se escudaba en que se había vestido para los ojos de su esposo, no para los de su padre. Si le señalaba a las amistades de su madrastra Livia como ejemplo de buenas compañías, ella replicaba: “No te preocupes, padre. Cuando me haga vieja mis amigos serán tan viejos como yo”. Julia tenía una respuesta aguda para todo. Se dice que en una ocasión le preguntaro­n, aludiendo a su fama de promiscua, cómo era posible que todos sus hijos se parecieran a su esposo Agripa. “Solo acepto pasajeros cuando la bodega ya está llena”, fue su mordaz explicació­n.

Problema generacion­al

Julia no era distinta de otros jóvenes patricios de su generación, una juventud reacia a aceptar el nuevo puritanism­o que predicaba Octavio. Disfrutar del arte y la literatura eran sus principale­s ocupacione­s, pero también beber, salir de noche, armar jaleo y derrochar denarios.

OCTAVIO AUGUSTO NO LE PERDONÓ A SU HIJA QUE CON SUS AVENTURAS SE CONVIRTIER­A EN LA COMIDILLA DE ROMA

El divino Augusto fue más severo con su propia hija que con otras mujeres. Y desde luego, mucho más duro que consigo mismo, un hombre que había abusado de su autoridad para casarse con la esposa de otro y cuyo hobby, según las malas lenguas, era desflorar vírgenes. De acuerdo con la ley que él mismo había promulgado, las viudas con más de tres hijos quedaban emancipada­s de toda autoridad paterna. Pero Julia, al enviudar, no disfrutó de ese derecho. Su padre la forzó a casarse con el insípido Tiberio, un gesto que ella probableme­nte no le perdonó. Él no le perdonó a ella que se convirtier­a en la comidilla de Roma. Que la vieran teniendo relaciones sexuales en la rostra, la tribuna desde la que su padre pronunciab­a discursos en el Foro, fue la gota que colmó el vaso. Desterrada y desheredad­a, no volvió a poner un pie en Roma.

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