SU MAJESTAD LA MERETRIZ
Los enlaces de hombres maduros con jovencitas suelen despertar habladurías. Valeria Mesalina no tendría más de dieciséis años cuando su esposo Claudio accedió por sorpresa al trono imperial. Hasta entonces, nadie daba un as por aquel tímido cincuentón, tratado como un cero a la izquierda por su propia familia. Para granjearse el descrédito popular solo le faltaba una esposa adolescente que lo manipulara a su antojo y le pusiera los cuernos a la vista de toda Roma. De este modo resultaba aún más ridículo frente a sus adversarios políticos. Mesalina, desde luego, contribuyó a la creación de su propio mito. Compinchada con altos cargos del entorno de Claudio, pudo enriquecerse amañando acusaciones de adulterio contra potenciales adversarios y patricios acaudalados. Y no cabe duda de que tuvo, al menos, un amante: el noble Cayo Silio, con quien cometió la imprudencia de desposarse a espaldas del Emperador, un paso en falso que le costaría la vida. Sus razones para ello no están claras. Como escribe el historiador Tácito, “sonará a fábula el que alguien en el mundo pudiera ser tan obtuso”. La explicación más plausible es que esta boda fuera el preludio de un fallido golpe de Estado.
Un caso de ninfomanía
Pero no será este desliz el que haga célebre a Mesalina, sino su insaciable apetito sexual. Plinio el Viejo asegura que organizó una competición con Escila, una famosa prostituta siciliana, para compro- bar quién de las dos podía complacer a más hombres en una sola noche. Escila se plantó en veinticinco; la Emperatriz alcanzó la vertiginosa cifra de doscientos. “Esta infeliz tiene las entrañas de acero”, se cuenta que murmuró la siciliana. Según Juvenal, la ninfomanía de Mesalina la llevaba a ofrecerse en burdeles de baja estofa, con los senos teñidos de dorado, camuf lada bajo una peluca rubia y el expresivo seudónimo de Lycisca, o sea, “perra loba”. Dión Casio asegura que, no contenta con sus excursiones a los bajos fondos, obligaba a otras aristócratas a imitar su ejemplo y participar en orgías en el Palatino. Claro está que Juvenal aún no había nacido cuando falleció la Emperatriz, mientras que Dión Casio vivió un siglo más tarde.