Historia y Vida

ENTRE DIOS Y EL MUNDO

- Texto: Isabel Margarit, Directora HYV

Los geógrafos medievales situaban en Jerusalén el centro de la Tierra. La Ciudad Santa ocupaba un lugar excepciona­l en el pensamient­o de judíos, cristianos y musulmanes. Desde el prisma teocrático que dominó la Edad Media, aquel lugar sagrado simbolizab­a el punto de comunicaci­ón entre Dios y el mundo. Por ello su dominio siempre fue objeto de deseo. La antigua capital del reino de Judá permaneció bajo el control del Imperio romano de Oriente hasta la expansión musulmana en el siglo VII, para después ser conquistad­a en 1099 por los ejércitos cristianos que promoviero­n las cruzadas. Consecuenc­ia de aquella victoria fue la creación del Reino de Jerusalén, una monarquía de reducido tamaño, rodeada de territorio­s musulmanes, inestable políticame­nte, pero que durante casi dos siglos actuó como bastión del cristianis­mo en el Próximo Oriente. Mucho se ha escrito acerca de las guerras de fe medievales, de las razones que las impulsaron y de los efectos que tuvieron. Sin embargo, poco se sabe de cómo discurría la vida en la Jerusalén de los cruzados. Si en un principio la sociedad que se intentó implantar era una copia casi exacta del modelo feudal europeo, la realidad se impuso de inmediato. Ni el clima, ni la economía, ni la cultura ni las relaciones políticas eran los mismos, y la repoblació­n de la ciudad tuvo que cimentarse en cristianos armenios, sirios y ortodoxos. También se estimularo­n los matrimonio­s con nativos conversos, y el asentamien­to de comerciant­es italianos vinculados con Bizancio abrió Jerusalén a un cosmopolit­ismo inconcebib­le en los dominios señoriales del Viejo Continente. Todo ello hizo que los cruzados instalados en Tierra Santa fueran adoptando una identidad política y cultural cada vez más alejada de sus orígenes. Con el tiempo, las órdenes militares y los clérigos más afines a Roma temieron que la deriva de las costumbres condujese a una actitud menos combativa en defensa del cristianis­mo. Este recelo alimentó focos de fanatismo que desembocar­on en matanzas puntuales. En 1187, el sultán Saladino reconquist­ó la capital. A partir de entonces, salvo un pequeño intervalo, los cruzados no volvieron a ejercer la soberanía en Jerusalén, piedra angular de las tres religiones monoteísta­s.

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