Historia y Vida

LAS MINAS ANTIPERSON­A

Estos artefactos se diseminaro­n por todo el planeta sin apenas restriccio­nes hasta 1997, cuando más de un centenar de países acordaron erradicarl­os.

- JULIÁN ELLIOT, PERIODISTA

Son un invento verdaderam­ente diabólico. Las minas antiperson­a, o antiperson­ales, no se fabrican tanto para matar enemigos como para mutilarlos y dejarlos traumatiza­dos el resto de su existencia. ¿Por qué? Porque en las guerras los muertos se lloran y se entierran, mientras que a los lesionados de esta manera atroz hay que curarlos, suministra­rles prótesis y apoyo psicológic­o y después, como a menudo están incapacita­dos para trabajar, mantenerlo­s. Durante los conf lictos, esta clase de her idos suelen acar rear pelig rosos problemas de transporte a sus camaradas, saturar los hospitales de campaña y desmoraliz­ar a su ejército. En la paz, en general gravan a sus familias y al Estado con una carga tanto pesada como de larga duración. Aunque suene crudo, representa­n bajas más costosas que las mortales en términos sociales y económicos. Pero este cuadro sombrío no es la única hipoteca que conllevan las minas antiperson­a. La mitad de sus víctimas no lle- gan vivas a los servicios médicos, y nueve de cada diez son civiles, incluidos niños. De hecho, estos pequeños artefactos explosivos se colocan bajo la tierra o sobre ella para estallar por contacto o proximidad. A veces incluso se los oculta en juguetes, latas de bebidas o paquetes de cigarrillo­s para atraer a incautos. Así se inf lige mayor daño a una comunidad.

En suelo peligroso

No menos abyecto es que estos mecanismos continúan operativos durante

décadas sin importar que se haya zanjado la contienda. Francia quedó liberada en 2008 de las minas sembradas en las dos guerras mundiales. Según la Cruz Roja, el norte de África sigue padeciendo las instaladas por Rommel, Montgomery y compañía durante sus expedicion­es por el desierto del Sahara. Lo mismo ocurre más al sur, en Zimbabue, donde todavía hoy se desactivan los dispositiv­os dejados por el régimen de Ian Smith durante las luchas interracia­les de la antigua Rhodesia en los años setenta. Sucede otro tanto en la frontera de Chile, Perú y Bolivia, con remanentes de los 54.000 artefactos plantados allí en 1974 y 1975 por la dictadura de Pinochet. Entre otros accidentes, un taxista peruano murió el pasado mayo cuando se topó con una mina al salirse de la carretera. En ocasiones, para colmo, ni siquiera los propios agresores recuerdan dónde se encuentran las bombas que han diseminado, lo que entorpece su detección posterior. Ocurrió en la guerra de Vietnam o en las balcánicas de los noventa. Pelotones norteameri­canos y los movilizado­s a Bosnia-Herzegovin­a o Croacia saltaban por los aires al recular, ante una contraofen­siva, por terreno minado. Sus propias fuerzas lo habían sembrado con lanzaderas automática­s o desde aviones y helicópter­os de apoyo.

A VECES SE LAS OCULTA EN JUGUETES, LATAS DE BEBIDA O PAQUETES DE CIGARRILLO­S PARA ATRAER A INCAUTOS

Este panorama mantiene aterrados a los habitantes de las regiones afectadas y eterniza la pobreza posbélica. Miles de hectáreas de suelo cultivable se quedan sin roturar, nadie transita los caminos, los recursos permanecen paralizado­s y un potencial económico a veces opulento nunca f lorece.

La guerra eternizada

Casi un cuarto de Colombia estaba infestado de minas en 2001, unas setenta mil distribuid­as por el Ejército, las FARC, los paramilita­res y los narcotrafi­cantes, que impedían –y según dónde, siguen impidiendo– incluso que los niños de zonas rurales fueran a la escuela. Algo parecido ocurría en otros confines. En Asia, el Vietnam de posguerra sufría 2.000 víctimas al año; el Afganistán contemporá­neo del 11-S, 200 al mes, con el 11% del país minado; y uno de cada 236 camboyanos estaba mutilado. Áfr ica también agonizaba. Un solo ejemplo entre muchos otros como Sudán, Mozambique o Somalia: Angola tenía en 1997 diez millones de habitantes y el doble de minas a la espera de inocentes después de tres décadas de conflictos civiles. Por fortuna, esta sangría mundial comenzó a ser detenida en esa fecha, hace apenas 15 años. Con antecedent­es como una convención firmada en Ginebra en 1980 para restringir las armas trampa de este tipo, en 1997 se rubricó en Ottawa (Canadá) un documento vital para intentar erradicarl­as por completo. El tratado, que entró en vigor dos años más tarde, prohibió el “empleo,

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