Siguiendo el rastro cristiano
EDIFICIOS CAPITALES EN LA JERUSALÉN DEL TIEMPO DE LOS CRUZADOS
Los edificios que levantaron los cruzados en Jerusalén fueron, en su mayor parte, religiosos, y en general se erigieron sobre ruinas bizantinas del siglo pues todo lo bizantino había sido destruido por la ocupación musulmana. Los cuatro que desgranamos aquí son algunos de los que están especialmente bien conservados. Al margen de la Ciudad Santa, como muestra de la arquitectura cruzada, siempre sobre ruinas o construcciones previas, se puede hablar de la catedral de San Juan de Biblos (Líbano) y de las fortificaciones del Krak de los Caballeros (Siria), el Chastel Blanc del Condado de Trípoli (también en la actual Siria), la ciudadela de Acre (Israel) o el castillo de Al Karak (Jordania). mayor parte de sus miembros vivían en castillos alejados de la capital. La solución para repoblar Jerusalén se materializó a través de varias medidas. La primera fue invitar a Jerusalén a todos los cristianos armenios, sirios y ortodoxos que habitaban dispersos por los dominios cruzados. Se les dio casa y ventajas para instalarse, facilitándoles su dedicación a un oficio o artesanía. También se estimuló el matrimonio de peregrinos europeos con mujeres locales. Los co- merciantes italianos fueron otra fuente de habitantes. Se les otorgaron barrios en distintas ciudades y se encargaron de llevar el peso del tráfico mercantil entre Europa, Bizancio y Tierra Santa. La costa sirio-palestina y el área en torno al Jordán habían integrado desde antiguo las rutas de caravanas cargadas de productos exóticos de Oriente. De hecho, el comercio se convirtió enseguida en el pilar de la economía del Reino de Jerusalén y de los demás estados cruzados. Seda, especias, naranjas y melocotones, azúcar, artesanías finas de madera y de marfil, piedras preciosas... comenzaron a fluir hacia Europa, reportando pingües beneficios tanto a los mercaderes como a las arcas del reino, que recaudaba tributos aduaneros y peajes. Los estados musulmanes colindantes también pagaban para que sus caravanas pudiesen atravesar territorio cruzado. El proceso atrajo a un buen número de comerciantes italianos y, en menor medida, franceses que se
asentaron con sus familias en la capital. Llegaron, sobre todo, de Venecia, Génova, Pisa y Marsella, y para mayor incentivo se les concedió autonomía financiera. A mediados del siglo xii la ciudad había recuperado los 30.000 habitantes que tenía en el período islámico. Con los beneficios, el Reino de Jerusalén pudo contratar mercenarios cuando anduvo corto de tropas y reforzar su red de castillos y defensas. El estado de guerra permanente requería una inversión en este campo mucho mayor que la que pudiese necesitarse en Europa. De hecho, durante su apogeo a mediados de aquel siglo xii, el Reino de Jerusalén era el que más impuestos recaudaba y, por tanto, el más próspero de la cristiandad.
Tolerancia y fanatismo
En un principio, la sociedad que se intentó implantar en Jerusalén era una copia casi exacta de la europea, pero la realidad se impuso de inmediato. Ni la econo- mía, ni el clima, ni la cultura ni las relaciones políticas eran las mismas, y en pocos años el reino se transformó a todos los niveles. Los cronistas cruzados reconocían que habían llegado como occidentales y se habían vuelto orientales. Los nobles, los propios reyes y las damas aprendieron que las prendas de lana basta no eran cómodas, y enseguida recurrieron al algodón y las sedas. Los palacios y castillos no debían afrontar los rigores del invierno europeo. Las aguas, aunque más escasas, eran más cálidas, y los recién llegados hicieron suya la tradición de los baños. Así, además de las vestimentas, cambiaron la arquitectura, los hábitos alimenticios e higiénicos y, por supuesto, los culturales. Los caballeros aprendieron que sobre las armaduras debían llevar túnicas de algodón para no terminar abrasados por el calor.
APARECIERON EN EL REINO REFINAMIENTOS QUE EN EUROPA SOLO SE HALLABAN EN CÓRDOBA, GRANADA O SEVILLA
Aparecieron también los jardines, fuentes y estanques, alcantarillados y otros refinamientos que en Europa solo se encontraban en Córdoba, Granada o Sevilla. La etiqueta de la corte fue adoptando los usos bizantinos, y los nobles y los comerciantes aprendieron el árabe y el griego, mucho más útiles en sus relaciones que sus lenguas nativas. Su matrimonio con armenias, griegas, georgianas, sirias en incluso musulmanas conversas les abrió a un cosmopolitismo inconcebible en la Europa feudal. La arquitectura de iglesias y palacios también fue reflejo de este proceso de fusión. Un ilustrativo ejemplo de este eclecticismo lo encontramos en Balduino II, que ya vestía como los musulmanes, lo que despertaba entre ellos curiosidad y simpatía. Así pues, los cruzados que se asentaron en Tierra Santa y sus descendientes fueron adoptando una identidad política y cultural cada vez más alejada de la europea. Aunque unidos en la fe, se sentían distintos. Parte de esa idiosincrasia la
constituía el desarrollo de una cierta tolerancia hacia lo oriental. Los sabios musulmanes y judíos tenían un lugar en la corte sin necesidad de renunciar a sus creencias, y Jerusalén, aunque bajo indudable soberanía cristiana, se fue convirtiendo en una realidad multicultural. Obviamente, el reino se llenó de tabernas, prostíbulos, casas de cambio y juegos y demás dependencias asociadas a las peregrinaciones de masas, y proliferaron los robos y el contrabando. En todo caso, el diverso sustrato social y cultural sirvió de campo de batalla entre las distintas facciones cruzadas. Para los rancios europeos, los viejos cruzados se habían orientalizado en exceso, lo que rozaba la traición. Las órdenes militares, recluidas en sus casas cuarteles, y los clérigos temían que la deriva de las costumbres condujese a una actitud menos combativa en defensa del cristianismo. La relajación de la moral pública parecía apoyar los argumentos de los más beligerantes. No es que en Europa los altos prelados o las damas de la corte diesen siempre ejemplo. Pero, en el ambiente
PARA LOS CRUZADOS
NUEVOS, LOS VIEJOS SE HABÍAN ORIENTALIZADO EN EXCESO, ALGO QUE ROZABA LA TRAICIÓN
concentrado de Tierra Santa, los vicios de clérigos y nobles eran más difíciles de disimular, lo que daba pie a las acusaciones de corrupción desde el Viejo Continente o Roma. Todo esto se sumó a las graves tensiones políticas que iban desgastando al reino. La expresión pública de un desacuerdo político o militar se vehiculaba a menudo a través de presuntas conductas libertinas del rival. El fanatismo religioso era la otra cara de la moneda. Se daba de modo simultáneo al ambiente relajado que prevalecía en otros ámbitos del reino. Generalmente lo exhibían los nuevos cruzados, las órdenes militares o los prelados más vinculados a Roma. Pero en ocasiones también los viejos cruzados debían esgrimirlo por motivos políticos y militares. En un en-
CON EL GUSTO POR LO ORIENTAL DEL SIGLO XIX, LA AUTOCRÍTICA EN OCCIDENTE CAYÓ EN LOS TÓPICOS OPUESTOS
torno de constantes guerras, en el que los choques fronterizos y las expediciones de castigo y conquista se daban en ambos sentidos con altísima frecuencia, la religión se convertía en factor de cohesión. Cada vez que Jerusalén se hallaba en peligro o que iba a entablarse una batalla decisiva, se recurría a celebraciones religiosas con el ánimo de desatar el fervor popular y suministrar una motivación extra en el combate. El precio a pagar por estos periódicos repuntes de fanatismo eran matanzas de musulmanes, judíos, cristianos ortodoxos, presuntos pecadores o cualquier chivo expiatorio que sirviese para encauzar la violencia. De hecho, las propias expediciones punitivas al otro lado del Jordán o hacia Egipto solían ser una manera de dirimir las tensiones políticas o sociales que anidaban en una sociedad tan compleja como la del Reino de Jerusalén.
El otro bando
La revisión de la historia cristiana militante dio un vuelco al enfoque de las cruzadas. Desde el siglo xix fue quedando de manifiesto que tras la conquista de Tierra Santa también había intereses que nada tenían que ver con el cristianismo, intereses por los que se cometieron matanzas, violaciones y otros crímenes en nombre de Cristo. El Romanticismo recuperó el gusto y la fascinación por lo oriental, y así se produjo una progresiva reivindicación de la causa musulmana. Durante los últimos decenios, este enfoque autocrítico ha seguido predominando y se ha trasladado incluso al cine. Sin embargo, aunque ref leja mejor la realidad que la visión apologética de las cruzadas, ha caído en otro tipo de tópicos. Así, se ha acuñado un mito en torno a Saladino y otros caballeros árabes que los presenta como cultos y refinados, capaces de combatir con la pluma y la espada, respetuosos con las damas, nobles en el combate... Frente a ellos emergen los fanáticos cristianos, los encarnizados miembros de las órdenes militares, los burdos, sucios, feos y arrogantes cruzados, de los que los templarios serían seguramente los más aborrecibles. Por descontado, los testimonios de la época corroboran que en ambos bandos coexistían fanatismo y tolerancia, crueldad y compasión, masacres, traiciones, valentía y entrega. El caballero musulmán o cristiano solía ser capaz tanto de componer un bello poema y rezar con fervor como de cercenar cabezas sin inmutarse o apelando a la voluntad divina. Como la historia demuestra, ni los modales ni la sensibilidad relegan necesariamente los comportamientos salvajes.