EL DUQUE DE LERMA
Hoy sería uno más de los políticos corruptos que la opinión pública querría ver sentados en el banquillo. Sin embargo, su comportamiento no era particularmente reprobable entre los estadistas de su tiempo.
Sin duda, el reinado de Felipe III (1598-1621) ha tenido mala prensa. Se ha dicho que, a diferencia de su padre, el Monarca abdicó de sus responsabilidades de gobierno, poniéndolas en manos de ministros corruptos y mal preparados. Como consecuencia, la imagen que ha llegado hasta nosotros sigue envuelta en múltiples prejuicios y valoraciones negativas. Tras estas valoraciones aparece siempre la sombra del ministro favorito del Rey, el duque de Lerma. Su nombre se ha convertido en sinónimo de ambición, codicia, incapacidad y deshonor. ¿Hasta qué punto se corresponde esta visión con la realidad de aquel momento?
Noble de poca monta
Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, nombre completo del duque de Lerma, había nacido en 1553 en el castillo de Tordesillas, donde su padre servía a la ya por entonces anciana reina Juana la Loca. Su infancia transcurrió a la sombra de su tío abuelo, el obispo de Córdoba don Rodrigo de Castro, que con el tiempo llegaría a serlo de Sevilla. A la edad de 13 años entró a
formar parte de los meninos (servidores) de don Carlos, el hijo de Felipe II, que fallecería poco después. Entonces se incorporó al servicio de la reina Isabel de Valois. Cuando ésta falleció también, se planteó el ingreso en una orden religiosa, tras el ejemplo de su abuelo materno, el jesuita Francisco de Borja. Sin embargo, la temprana pérdida de su padre le situó al frente de la casa de Sandoval con el título de V marqués de Denia. La herencia, ante todo, consistía en un cúmulo de deudas que apenas podían ser satisfechas con unas rentas muy menguadas. De hecho, la familia de los Sandoval distaba mucho de contarse entre los linajes nobiliarios más poderosos de Castilla. Tanto su fortuna como su influencia habían quedado maltrechas durante las guerras civiles que marcaron el reinado de Juan II y la privanza (ministerio) de don Álvaro de Luna en la primera mitad del siglo xv. El adelantado mayor Diego Gómez de Sandoval había sido declarado rebelde en 1426 por haber ofrecido su apoyo a los Trastámara de Aragón, y to- das sus propiedades castellanas fueron confiscadas. Y aunque los infantes de Aragón premiaron su apoyo con la concesión de las villas de Denia, Balaguer y Borja, lo cierto es que la familia quedó apartada de los círculos del poder y el patronazgo en la corte castellana. Desde entonces, el principal objetivo de los Sandoval fue la recuperación de su patrimonio. Para ello trenzaron una hábil estrategia de enlaces matrimoniales con la aristocracia del norte de Castilla, principalmente los Enríquez, los Zúñiga y los De la Cerda. Poco a poco fueron re-
DESDE SU APOYO A LOS TRASTÁMARA DE ARAGÓN, LOS SANDOVAL BUSCARON REHACERSE EN CASTILLA
montando posiciones. Enrique IV les concedió el título de condes de Lerma, los Reyes Católicos les nombraron marqueses de Denia y Carlos V les incluyó en el selecto grupo de los grandes de Castilla. Pero estos títulos no siempre estuvieron acompañados de las rentas necesa-
rias para el mantenimiento del rango. Esta relativa pobreza obsesionó al duque de Lerma desde los primeros compases de su carrera cortesana. En modo alguno estaba dispuesto a ser considerado un noble de segunda.
Tras el favor del Príncipe
En 1580 participó en la campaña de Felipe II para la ocupación del vecino reino de Portugal, prestando servicio en la caballería de las Guardas de Castilla e incorporándose al séquito del Monarca como gentihombre de la cámara del Rey. Cinco años después consiguió que se le incluyera en la comitiva real que viajó a Aragón, Valencia y Cataluña para la celebración de Cortes y el juramento del heredero de la Corona, por entonces un muchacho de apenas siete años. Aprovechó al máximo todas las ocasiones que se le ofrecieron para acercarse al pequeño príncipe. Con una oportuna mezcla de adulación, servicio exquisito, devoción religiosa y los regalos adecuados, logró ganarse su confianza. En 1592 obtuvo el nombramiento como gentilhombre de la cámara del príncipe Felipe. Su creciente influencia sobre el joven no pasó desapercibida a sus rivales, que lo vieron como un ambicioso advenedizo. Con el objetivo de alejarlo de la corte, consiguieron que en 1595 fuera nombrado virrey de Valencia. Resultó inútil. Su ausencia contribuyó a acrecentar el interés del heredero por quien ya era su principal hombre de confianza. Cuando dos años más tarde, antes de concluir su mandato, regresó a la corte, se hizo con uno de los cargos más preciados, el de caballerizo mayor. Ahora tenía facultades plenas en la organización del protocolo, tanto en palacio como en los desplazamientos de la familia real. El 13 de septiembre de 1598, el mismo día en que murió Felipe II, el nuevo monarca lo nombró sumiller de corps, una responsabilidad cuya principal competencia era la asistencia personal del Rey. Su nuevo oficio, unido al de caballerizo mayor, le permitió controlar el acceso al Soberano e introducir en las primeras funciones de la casa real a sus parientes, amigos y criados de confianza. Los frecuentes desplazamientos del Monarca, que pronto se manifestó como un empedernido aficionado a la caza y la vida campestre, le facilitaron todavía más la selección de las personas que formaban parte de su entorno. El duque se encargaba en persona de organizar tanto la vida privada de Felipe III como sus apariciones públicas. Algunas de las mayores ceremonias, como la boda del Rey con Margarita de Austria en 1599, se celebraron incluso en sus propios dominios. Este deseo de aislar al Monarca de influencias inconvenientes le llevó a tomar la polémica decisión de trasladar la corte a Valladolid en 1601. Tras la medida se encontraban sus propios intereses económicos, ya que Lerma poseía numerosas propiedades en esta ciudad castellana. Lejos de Madrid, confirmó su valimiento personal y su control sobre las tareas de gobierno. Acondicionó para recreo del Rey el palacio de la Huerta de la Ribera, a orillas del río Pisuerga. Fue nombrado consejero de Estado y capitán general de la caballería de España. En 1599 había obtenido el título ducal. Para conmemorarlo, ordenó la construcción de un gran palacio en la villa de Lerma, cabeza de sus dominios. Eran solo los primeros pasos de un ascenso social y económico que en los años siguientes le llevaría a obtener nuevos títulos, como el condado de Ampudia, y a ampliar sus dominios en Valladolid, Palencia, Burgos, Madrid y Denia.
Otro estilo de gobierno
El duque de Lerma era el primer ministro en la práctica, aunque no en el nombre. Su poder descansaba ante todo en su proximidad al Rey. A pesar de que era consejero de Estado, rara vez asistía a las sesiones, pues prefería ejercer su influencia entre bastidores. Su modelo de administración, aunque ha sido visto con demasiada facilidad a través del cristal
deformante que le aplicaron sus adversarios, había sido elaborado, ciertamente, según sus propias conveniencias y el temperamento del Soberano. Felipe III carecía por completo de la afición que tenía su padre por los asuntos de gobierno, y pasaba todo el tiempo que podía en cualquiera de sus casas de campo, lejos del despacho de los negocios. En consecuencia, la corte y la administración estuvieron la mayor parte del reinado físicamente divorciadas. Lerma, por su parte, obtenía una gran satisfacción en los placeres del boato que le deparaba el poder, pero carecía del gusto por el duro trabajo que normalmente lo acompaña, por lo que se refugió frecuentemente en su tendencia a la melancolía para desentenderse de los negocios inoportunos. Vanidoso, taimado, superficial y astuto, era diestro a la hora de ejercer el patronazgo, pero le cansaban la rutina y la gestión. Siempre que podía adoptaba la posición más cómoda, en lugar de abordar los problemas difíciles y asumir el riesgo de confrontaciones desagradables. En consecuencia, los asuntos más espinosos fueron delegados en otros. El resultado de esta actuación fue una creciente atomización de las tareas de gobierno.
Un peligroso ayudante
A medida que iba ascendiendo el volumen de negocios, también iba aumentando el de secretarías. Sus integrantes, todos ellos “hechuras” (literalmente, hechos a medida) del valido, aprovecharon el escaso control que ejercía su señor para obtener buenos rendimientos personales. En este clima de dejación creció una fauna de interesados, más pendientes de sus asuntos personales que del beneficio general de la monarquía. Por encima de todos destacó don Rodrigo Calderón, al que muchos consideraron el valido del valido. Calderón procedía de una familia de mercaderes de Valladolid de posible ascendencia judía, que había sido elevada a la nobleza por Carlos V como recompensa por sus servicios financieros a la Corona. En 1598, con 22 años, se convirtió en la mano derecha de Lerma. Calderón era un hombre activo y sin escrúpulos que sabía cómo liberar a su patrón de las tareas más enojosas. A cambio
recibió numerosos cargos y beneficios: fue nombrado conde de Oliva, comendador de Ocaña y secretario de cámara, lo que en la práctica le permitía un acceso casi directo al Monarca. Su carácter insolente y altanero, sin embargo, le granjeó múltiples enemigos, especialmente entre los círculos más próximos a la reina Margarita. Cuando ésta murió durante un parto en 1611, Calderón fue acusado de haber utilizado brujería contra ella. Al año siguiente, para alejarlo temporalmente de la corte, fue enviado en una misión especial a Flandes. A su regreso recibió el nombramiento de marqués de las Siete Iglesias. Calderón fue el prototipo de ministro ansioso por medrar y con inclinaciones a comportarse con extrema independencia, tanta que acabó siendo una amenaza para el propio Lerma. El valido trató de contrarrestarla desarrollando un vasto sistema clientelar que abarcaba tanto el gobierno como la corte. Aquí se encontraba en su elemento, distribuyendo el patronazgo real a grandísima escala. Creó de este modo una poderosa facción, conocida como los Sandovales, que, naturalmente, consideraban al duque como
EL VALIDO TRATÓ DE CONTRARRESTAR EL PESO DE SU MANO DERECHA CON UN VASTO SISTEMA CLIENTELAR
el fundador de su fortuna. Al final, el privado del Rey se convirtió en juguete de sus propios privados, en quienes delegaba una excesiva responsabilidad.
Previendo el declive
La influencia del valido se debilitó a partir de 1607, cuando los Sandovales comenzaron a desintegrarse a consecuencia de la ambición de algunos de sus componentes. Aun así, en 1612, Felipe III decidió reiterar a Lerma su confianza mediante un decreto por el cual todas las órdenes del duque tenían tanto valor como las del Rey. Lo cierto era, sin embargo, que la depositaba cada vez más en otras personas. Entre otros, en su confesor, fray Luis de Aliaga, en su sobrino, el príncipe Filiberto Manuel de Saboya, y en el hijo del propio Lerma, el duque de Uceda, que llegaría a convertirse en uno de sus más feroces contrincantes. A esta progresiva pérdida de poder en la corte se sumó el creciente descontento por su política, especialmente en el exterior. Su obsesión por alcanzar la paz le había llevado a firmar una tregua con los Países Bajos que, en la práctica, suponía el reconocimiento de su independencia tras muchos años de guerra. No pocos lo consideraron un signo de debilidad y descrédito para la monarquía. En 1617, en un intento de enderezar su caída fortuna, el valido invitó al Rey y su familia al espléndido palacio en la villa ducal de Lerma, donde los entretuvo con
la largueza y el boato que tanto le gustaba dispensar. Pero su partida estaba ya perdida. Aliaga aprovechó el viaje para convencer al Monarca de la perniciosa inf luencia que el favorito ejercía sobre el príncipe heredero. Con la previsión que le caracterizaba en todo lo tocante a sus intereses personales, Lerma ya había tomado medidas de autoprotección recurriendo a Roma. Siendo viudo, aunque tuviera hijos y nietos, aspiraba a convertirse en príncipe de la Iglesia. En 1618 el papa Paulo V cedió a la presión y le nombró cardenal. Sin duda, esperaba que su nueva condición eclesiástica le protegiera de las insidias de sus cada vez más numerosos enemigos. Ese mismo año, el desafortunado prior de El Escorial, fray Juan de Peralta, recibió la delicada misión de informar al cardenal-duque, como ahora se hacía llamar, de que Su Majestad, que nunca podría olvidar sus buenos servicios, tenía a bien permitirle que se retirara a disfrutar de la paz y el silencio que tan merecidamente se había ganado. El derrotado valido, para quien esta medida no fue una sorpresa total, se retiró a su palacio ducal de Lerma. Don Rodrigo Calderón lo hacía a su casa en Valladolid, donde sería detenido en febrero de 1619. El proceso concluyó con su ajusticiamiento en la plaza Mayor de Madrid dos años después. Lerma, como cardenal, disfrutaba de una situación de inmunidad. En todo caso, el de Calderón fue un juicio público de la privanza de Lerma y los Sandoval, que paralelamente fueron investigados por corrupción y enriquecimiento indebido. La caída de Lerma señaló el final de una era, pero no el de una dinastía. Su lugar en el favor del Rey y, hasta cierto punto, sus funciones de gobierno fueron ocupados por su hijo, el duque de Uceda. Sin embargo, el poder de éste nunca igualaría al que tuvo su padre en los días de mayor grandeza. Apenas unos días después de la destitución de Lerma, el Monarca rescindió el decreto de 1612 y declaró que las órdenes y nombramientos solo tendrían validez si estaban firmados de su puño y letra. El cardenal-duque de Lerma murió en Valladolid en mayo de 1625, “destruido en reputación, en salud y en hacienda”, como escribió un testigo del momento. Felipe III había fallecido cuatro años antes con la conciencia carcomida por haber dejado hacer a sus privados más de lo que les correspondía. “Ah, si Dios me diera vida, cuán diferente gobernara”, confesó en su lecho de muerte.
Un perfil en transición
La imagen que ha presentado al duque de Lerma como un gobernante nepotista, corrupto y ladrón fue, en gran medida, una construcción de la generación posterior, encabezada por el conde-duque de Olivares y animada por los ideales neoestoicos, según los cuales la obligación del gobernante era afrontar con impasibilidad las tareas que tenía encomendadas. Algo que, sin duda, Lerma
LA IMAGEN DEL DUQUE COMO NEPOTISTA, CORRUPTO Y LADRÓN FUE OBRA DE LA GENERACIÓN POSTERIOR
no hizo. Lo cual no significa que fuera responsable de todas la maldades que se le atribuyeron como estadista. El suyo fue un período de transición. La generación de monarcas que, como Felipe II, Isabel I de Inglaterra o Enrique IV
de Francia, supervisaban directamente las menores decisiones de gobierno estaba desapareciendo en Europa. Se abría paso la idea de que la principal responsabilidad de un rey era reinar, y esto significaba representar públicamente la autoridad, más que encerrarse en un despacho y pasar las horas estudiando expedientes. Ésta era una tarea que debía dejar en manos de sus ministros favoritos. Es lo que hicieron también algunos coetáneos de Felipe III, como Jacobo I Estuardo en Inglaterra o Luis XIII en Francia. Sin embargo, el perfil del primer ministro, que más adelante encarnarían el cardenal Richelieu en Francia, el duque de Buckingham en Inglaterra o el propio Olivares en España, y que culminaría con la burocratización de los gobiernos en el siglo siguiente, todavía no estaba definido. A la luz de la mirada racionalista que se acabaría imponiendo, la forma de gobernar del duque de Lerma fue un verdadero desastre: las filias personales contaban más que las cualidades de los designados para ocupar los cargos, y los oficios eran entendidos en términos de beneficio, más que de servicio. Esto fue así en gran medida, pero no se puede juzgar una época con los parámetros de otra. Por otra parte, el gobierno de Lerma, que tan perniciosas consecuencias tuvo para la moralidad de la administración pública, comportó importantes logros que sus herederos no siempre quisieron reconocer. Al abandonar el poder, el duque dejó las arcas de la Corona sustancialmente más saneadas de lo que las había encontrado. Ello se debió, en gran medida, a una política exterior mucho más realista y menos ideologizada que la que había practicado Felipe II. Lerma buscó la paz con Inglaterra, Holanda y Francia, los enemigos tradicionales de España. Quizá los acuerdos que obtuvo no siempre fueran los más ventajosos. Sus adversarios le acusaron de haberlo hecho al precio de vender la reputación de la monarquía. Pero lo cierto es que sus decisiones fueron altamente beneficiosas no solo en términos económicos, sino también en lo tocante a vidas humanas. No por casualidad, el mismo año en que Lerma abandonó el poder, la monarquía española se involucró en un conf licto, la guerra de los Treinta Años, que comportó un verdadero descalabro para su reputación internacional y sentó las bases de su decadencia en Europa y en el mundo.