EL ENGAÑO DE PILTDOWN
Hace un siglo dos británicos afirmaron haber hallado en su país el eslabón perdido de la humanidad. No fue rápido ni fácil probar la falsedad de su propuesta.
El de Piltdown fue un engaño astuto. Durante más de cuarenta años, la comunidad antropológica creyó que un conjunto de huesos encontrados en esta localidad del sur de Inglaterra constituían el eslabón perdido en la evolución de la humanidad. El llamado hombre de Piltdown permaneció bajo llave como oro en paño hasta que se destapó el fraude: el espécimen no era más que una maliciosa quimera. Un siglo después del comunicado del hallazgo y casi medio de la evidencia de la mentira, aún se investiga la compleja trama urdida para despistar a los científicos y quién fue su cerebro.
Pistas malintencionadas
Las lagunas en torno a este caso surgen ya en relación con la fecha exacta del descubrimiento. El 18 de diciembre de 1912, el abogado y arqueólogo aficionado Charles Dawson anunció el gran hallazgo en la Sociedad Geológica de Londres, pero solo indicó que los hechos se remontaban a “varios años” antes. Dawson había llegado a Piltdown en busca de unos fragmentos de sílex, pero allí los trabajadores de una cantera le mostraron los fragmentos de un cráneo que habían desenterrado. Desgastados y marronáceos, no parecían propios de un entierro reciente, y, pese a presentar rasgos modernos, eran extrañamente gruesos. Tras sacar a la luz más huesos, Dawson (arriba, a la izquierda) entregó las piezas a Arthur Smith Woodward (a la derecha), paleontólogo y conservador del Museo de Historia Natural y por entonces un experto mundial en peces fósi- les. Woodward quedó tan impresionado que no dudó en acompañar a Dawson en sus exploraciones, a las que también se sumó el religioso Pierre Teilhard de Chardin, amigo personal del abogado. Un sinfín de curiosos y diversos operar ios de la gravera tampoco quisieron perderse las excavaciones. El trío rescató parte de la mitad derecha de una mandíbula de aspecto simiesco, aunque los dos molares que conservaba presentaban un desgaste similar a los de un humano. También recuperaron diversos fósiles de mamíferos y unas rudimentarias herramientas líticas. La coloración oscura del cráneo, la profundidad en la que se encontraron los huesos y la presencia de fósiles de animales extinguidos indicaban que estaban ante un yacimiento de varios cientos de mi-
les de años. No obstante, habría que esperar casi medio siglo para disponer de métodos de datación que permitieran precisar con exactitud la antigüedad.
Algo no cuadra
En otoño de 1912, Smith Woodward reconstruyó la anatomía del cráneo rellenando los huecos del mismo con escayola. Aunque carecía de conocimientos en paleoantropología para ello, prescindió de ayuda especializada. Ya en diciembre, su colega Dawson expuso tanto el cráneo como el resto de fósiles y objetos de Piltdown en una abarrotada sala de conferencias de la Sociedad Geológica londinense. El Eoanthropus
dawsoni (“hombre de la aurora de Dawson”, nombre dado por Smith Woodward en honor a su descubridor) causó sensación entre el público. Era una criatura con un cráneo de aspecto humano –aunque con una bóveda elevada de 1.070 cm3 de capacidad (ligeramente inferior a la media de los humanos modernos)– y una mandíbula simiesca. No obstante, el hombre de Piltdown fue recibido con bastante escepticismo en algunos círculos paleoantropológicos europeos y estadounidenses. La reticencia se debía a que el Eoanthropus dawso
ni contradecía la evidencia de otros fósiles humanos conocidos en la época. El
Homo neanderthalensis, el Homo erectus y el Homo heidelbergensis tenían un cráneo primitivo, la frente estrecha y una mandíbula claramente humana, justo lo contrario del homínido de Piltdown. Entre los detractores del Eoanthropus
dawsoni se contaba Gerrit Smith Miller. Este zoólogo norteamericano analizó copias en molde de los huesos –como al resto, no se le permitió acceder a los originales debido a su extrema fragilidad–, y concluyó que los restos correspondían a dos ejemplares de una nueva especie de chimpancé que tal vez se mezclaron entre los detritus de la cantera. En un sentido similar se pronunció Marcellin Boule, especialista francés en fósiles. Boule dedujo que el hombre de Pilt- down era un artificio. En su opinión, la mandíbula pertenecía a un chimpancé y el cráneo, a un humano de una especie distinta a la de los neandertales. Autoridades científicas a un lado y otro del Atlántico apoyaron ambas teorías.
Un antepasado británico
Aunque la morfología del hombre de Piltdown no encajaba con la de los demás homínidos descubiertos, ello no resultaba un problema para sus defensores. Según ellos, el Eoanthropus reforzaba la tesis (rebosante de prejuicios) de la superioridad intelectual del hombre frente al resto de animales. Su gran cavidad craneana ennoblecía a la especie humana mucho más que todos aquellos fósiles de frente estrecha. Era mejor tener un gran cerebro y una cara simiesca que lo contrario. Pese a su singularidad, se publicitó como el auténtico antepasado de la humanidad moderna, a diferencia de los neandertales y otras especies, consideradas líneas evolutivas “aberrantes” y extintas. Además, era un fósil inglés, que contaba con el apoyo de las figuras más relevantes de la antropología británica. Una serie de hallazgos producidos en el margen de tres años contribuyeron a disipar las dudas en torno a su autenticidad. En 1913, De Chardin encontró en la gravera un diente canino inferior que rápidamente se asoció a los demás restos de Piltdown. Tenía una forma simiesca y, curiosamente, casi idéntica a la que
Smith Woodward había anticipado en su reconstrucción del cráneo. Dos años después, en un yacimiento cercano, Dawson desenterró dos gruesos fragmentos de cráneo humano con un diente simiesco desgastado. Al poco tiempo fallecía a causa de una anemia. En 1917 Smith Woodward presentó los hallazgos póstumos de Dawson en la Sociedad Geológica. Ante tal cúmulo de pruebas, la comunidad científica aceptó al hombre de Piltdown como una forma clara y definida del hombre primigenio. Los museos no tardaron en encargar estatuas con el supuesto físico del ejemplar, y periódicos y revistas publicaron imaginativas reconstrucciones. Incluso se editó en EE UU una tira cómica protagonizada por un simpático caver nícola precursor de Picapiedra, Peter Piltdown.
El peso de la verdad
Los restos de Piltdown ocuparon un lugar desconcertante, aunque reconocido, en la prehistoria humana durante los siguientes tres decenios. No obstante, a medida que aparecían nuevos fósiles humanos en Europa, Asia y, sobre todo, Áfr ica, las dudas en tor no a él fueron en aumento. ¿Cómo era posible que no compartiera ningún rasgo con aquellos homínidos? Quizá, se pensó, se había producido un er ror de datación. Para salir de dudas, en 1948, el geólogo br itánico Kennet h P. Oakley sometió el cráneo y la mandíbula de Piltdown a un método de datación mediante f lúor (con mayor presencia en los restos más antiguos). Los resultados fueron sorprendentes. Ambas piezas contenían cantidades difícilmente detectables de este elemento químico, por lo que no podían haber pasado mucho tiempo bajo tierra. Oakley no sospechó de la existencia de una falsificación, sino que se limitó a considerar que Piltdown había sido enterrado recientemente en gravas muy antiguas. El análisis de f lúor, sin embargo, planteaba nuevas cuestiones. Si el hombre de Piltdown era moderno, ¿por qué tenía una morfología facial tan poco parecida a la nuestra? El extraño aspecto de la cara se debía a la mandíbula. Cabía la posibilidad de que ésta no fuera humana, sino que hubiese pertenecido a algún antropoide (animal con caracteres morfológicos externos semejantes al hombre). El problema para averiguarlo radicaba en que no se conocían fósiles de antropoides recientes en Europa. Tras dar muchas vueltas al asunto, el anatomista Joseph S. Weiner resolvió el acertijo. Si el hombre de Piltdown no era tan antiguo como se había creído, si la mandíbula no podía vincularse con un simio europeo (ya fuera vivo o extinto), si ésta no encajaba con la anatomía del cráneo ni con la antigüedad del depósito en que fue exhumada... Entonces, todos los argumentos “naturales” quedaban descartados en favor de un origen “artificial” de los restos. Tal vez todo se trataba de una broma macabra. Con tan sólida sospecha, Weiner, junto con el también anatomista Wilfrid E. Le Gros Clark, analizó con meticulosidad los fósiles originales. Confirmaron la naturaleza humana del cráneo, pero descubrieron que la mandíbula era de un orangután y que había sido fracturada deliberadamente en las zonas más iden-
tificativas para evitar su correcta asignación. Además, los dientes se habían limado para asemejarlos a los nuestros, y todos los huesos se habían teñido para que parecieran más antiguos. En 1953, ambos investigadores expusieron las pruebas del fraude a las autoridades del Museo de Historia Natural. El enigma de Piltdown por fin se había resuelto.
Precauciones y habilidades
Piltdown constituye el error más grave de la antropología evolutiva. En opinión del reputado paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould, embaucó a los científicos británicos porque el engaño se ajustaba perfectamente a sus prejuicios. El caso es que quien o quienes concibieron el fraude tomaron muchas precauciones para lograr que el material que se fuera desenterrando resultara convincente. El embaucador, por ejemplo, seleccionó con sumo cuidado los fósiles de mamíferos para dificultar la identificación de su especie y tan solo permitir una aproximación a su género. De este modo, impidió que se pudiera apurar su antigüedad. Las especies indican mucho mejor la edad de un yacimiento que los géneros. Estos últimos tienen una extensión temporal más amplia. La persona que enterró los fósiles animales en la gravera lo sabía. Además, debió de tener acceso a este tipo de vestigios. Otra actuación inteligente fue la tinción de los huesos. Éstos se bañaron en una solución rica en elementos químicos como hierro y manganeso para darles una pátina oscura. Se consiguió así un logrado aspecto añejo y desgastado. Pero no todas las piezas se trabajaron con tanto refinamiento. Los supuestos útiles líticos se tallaron sin demasiado detalle. Y los dientes se limaron de un modo tan tosco que, seguramente, un antropólogo especializado y sin prejuicios habría detectado las marcas de haber podido examinar los ejemplares originales. Con todo, el impostor dejó una pista de su engaño. En 1915, Smith Woodward y Dawson hallaron un artefacto semienterrado en unos arbustos cercanos al yacimiento. Fue uno de los últimos objetos en salir a la luz. Los descubridores lo consideraron un extraño “útil paleolítico” hecho de “hueso”. En realidad, se trataba de un bate de cricket, tallado con un cuchillo, al que se le había quitado la empuñadura. Humor británico con altas dosis de ironía: el hombre de Piltdown, el “primer inglés”, ya jugaba al cricket. Nadie fue capaz de percibir la tomadura de pelo.