EL ÚLTIMO CABALLERO
La Albertina de Viena exhibe las obras que encargó el emperador Maximiliano I como autopromoción.
Aquel que no construye recuerdos de sí mismo en vida no tendrá ninguno tras su muerte, y será olvidado con el último redoble de las campanas.” Lo mandó escr ibir Maximiliano I de Austria, abuelo de Carlos V, el hombre que en el siglo xv elevó a los Habsburgo a la categoría de superpotencia europea y que no dejó un relato autobiográfico de sus hazañas, sino varios. Fanático de las justas y torneos de la Edad Media, se modeló una imagen caballeresca que propagó como nadie antes que él. Fue pionero en explotar la producción en masa de la imprenta, un novísimo invento, y el grabado, técnica que elevaría a lo sublime uno de sus súbditos, Alberto Durero. Contentísimo estaría Maximiliano al saber que su campaña publicitaria funcionó a la perfección y que, desde el siglo xix, los historiadores gustan de llamarle “el último caballero”. Gran parte de sus proyectos propagandísticos en papel se conservan en el museo vienés Albertina, que les dedica una
muestra, “El emperador Maximiliano I y la época de Durero”, abierta hasta el 6 de enero. Los comisarios no se andan con rodeos al aludir a la relación de la cabeza del Sacro Imperio Germánico con el arte: “Sería erróneo hablar de Maximiliano como de mecenas. Todo lo que encargó perseguía unos fines genealógicos, heráldicos o historiográficos, sobre todo fijar para la posteridad el recuerdo de su persona y el de los Habsburgo”. Un atroz retrato de familia –como el de la página anterior– no le quitaba el sueño si cumplía su función. Empleó a ar tistas deplorables desde la perspectiva actual, pero también a grandes maestros, como el propio Durero o Hans Burgkmair. Maximiliano (1459-1519) fue un gobernante populista, un hombre que vendía la imagen de “vivir montado en su caba- llo”, que en cualquier momento podía aparecer en tal o cual rincón de su imperio. Deleitaba a sus súbditos con sus ideales caballerescos, sus gestas de caza, sus desfiles y sus espectáculos con la lanza. En la práctica, se pasó toda la vida guerreando con sus vecinos, pero con magros o nefastos resultados. Planeó una cruzada contra los turcos que nunca tuvo lugar. Jamás consiguió ser coronado em- perador por el papa, tal como era la costumbre, y se coronó él mismo, con el título de Emperador electo, en 1508 en la ciudad de Trento. Sus descendientes convirtieron en costumbre esta medida.
Y fueron felices...
Lo que nadie podrá negar es que fue un mago de las bodas. Mediante casamientos –los suyos y los de sus hijos– expandió los dominios Habsburgo hacia los Países Bajos, España, Bohemia y Hungría. Aquí estuvo la génesis del descomunal imperio de su nieto Carlos V. El lema de Maximiliano era “Per tot discrimina rerum” (“A través de grandes peligros”). Tiempo después surgiría un dicho que al caballero andante no le habría hecho ninguna gracia: “Bella gerant alii, tu Felix Austria nube” (“Que otros hagan la guerra; tú, feliz Austria, cásate”). Sus arcas estaban horadadas y casi siempre vacías. Solo en proyectos de grabado se gastó un dineral. Llevó al extremo la moda de crear imágenes formadas por varias hojas pegadas juntas sobre una pared. Durero realizó para él un arco triunfal consistente en 192 hojas que daban vida a una figura de 2,95 m de ancho y 3,57 de alto. Unas setecientas copias se repartieron para decorar paredes de pueblos y ciudades de todo el Imperio. El arco estaba decorado con escenas de la vida de Maximiliano y con un árbol genealógico en que se demostraba –con más fantasía que otra cosa– que los Habsburgo eran descendientes de Alejandro Magno, Julio César y el mitológico Hércules. La vida se le quedó corta para otras dos figuras multigrabado que tenía pensadas y que fueron concluidas tras su muerte. Una era una procesión triunfal de más de cien metros de largo y 109 hojas (ver recuadro superior). La otra era un carruaje triunfal de 0,5 x 2,4 m y ocho hojas, concebido por Durero y el humanista Willibald Pirckheimer. Al parecer, lo entregaron con retraso, y se conserva una casi cómica carta de disculpa dirigida al Emperador: “Dado el gran número de Virtudes [que debían aparecer en la obra], lle-
vó bastante tiempo ponerlas en orden”. Maximiliano no se cortaba a la hora de piropearse a sí mismo. En el carro aparece junto a las personificaciones de la Razón, la Fama, la Magnificencia, la Dignidad, el Honor, la Justicia, la Fuerza, la Sabiduría, la Temperancia y la Victoria. Aprovechó al máximo el hecho de tener en sus dominios a los mejores impresores y grabadores alemanes. Se iban a necesitar muchas mentes y manos, porque el proyecto bibliográfico de Maximiliano era descomunal. Unos ciento treinta volúmenes profusamente ilustrados, de los que solo se realizaron una treintena, sobre materias diversas, pero siempre vinculadas a él. Utilizaba a varios escribientes, pero Maximiliano super visaba el cotarro. Se sabe que durante las guerras suizas, cuando cruzaba el lago Constanza, se puso a dictar su autobiografía en latín. En Freydal se nos presenta como un joven y lozano caballero que recorre Europa para cortejar a 64 princesas o damas nobles. En Theuerdank se centraría en sus aventuras en busca de su novia, María de Borgoña, que se convertiría en su primera esposa. Der Weiß Kunig, el tercer libro crucial de su biblioteca, es un recuento de sus ancestros, de sus años mozos y sus grandes actos como emperador. Tocó también temas más ligeros, como los manuales de pesca
y caza de sus dominios, catálogos de las ornamentadas armas que mandaba fundir o devocionarios ilustrados por Durero o Lucas Cranach.
Encantado de conocerse
Una inmensa ausencia en su corpus creativo: las construcciones religiosas. La falta de iglesias o catedrales se puede atribuir a que pasó poquísimo tiempo en cada ciudad. Por otra parte, Maximiliano estaba más por la labor de enaltecerse a sí mismo y a su familia que por la de ensalzar los asuntos celestiales. Su egolatría motivaba que todo girara en torno a él. “Nadie desde Cristo ha sufrido como yo”, mandó escribir. Planeó una escultura para una iglesia de Augsburgo: su propia estatua ecuestre. Ordenó retratos de santos, pero los pertenecientes a la familia Habsburgo. Y porque se quedó sin dinero, pues para la catedral de Spira tenía pensado un mastodóntico monumento a los emperadores germanos que le precedieron. Su falta de inversión en propaganda religiosa era chocante en un hom- bre que, tras enviudar por segunda vez, decidió mantenerse célibe y aspiró –infructuosamente– a ser papa. Prácticamente todos sus súbditos conocían su rostro. En un acto inédito desde los tiempos de los césares romanos, Maximiliano hizo acuñar su efigie en monedas y medallas que circularon por todos los caminos de Europa. Tuvo la fortuna, además, de que uno de los más grandes pinceles de su imperio y del Renacimiento, Durero, pintara su retrato. El artista y el retratado coincidieron en Augsburgo, donde se celebraba una dieta (asamblea) en 1518, y el pintor pudo efectuar un dibujo preliminar (a la derecha). Maximiliano nunca vio el trabajo acabado, pues falleció al año siguiente. El último redoble de las campanas le pilló con muchos legados a medio hacer. Entre ellos, la tumba más esplendorosa jamás construida al norte de los Alpes. Lo podemos imaginar bastante inquieto en sus momentos finales. La tumba en que había trabajado durante quince años estaba manga por hombro. Tenía pensado que su figura apareciera arrodillada ante el sarcófago, rodeada de las tallas dolientes de 34 de sus antepasados y unas cien figuras más pequeñas de santos de la casa de Habsburgo. Maximiliano quería ridiculizar la tumba que Miguel Ángel había esculpido para Pío II en el Vaticano. Desafortunadamente, el Emperador no tenía un Miguel Ángel, y en cualquier caso el proyecto era irrealizable. Cien años después, con elementos simplificados y reducidos, tras ceder figuras en préstamo para cubrir deudas, dejar sin cobrar a los escultores y otros avatares, su biznieto el archiduque Fernando II de Austria concluyó el monumento en la Hofkirche de Innsbruck.