Historia y Vida

LOS BANQUEROS DE LOS AUSTRIAS

Las necesidade­s de capital de un imperio en constantes conflictos bélicos obligaron a la Corona española a solicitar cuantiosos préstamos, en especial a banqueros con redes financiera­s de alcance internacio­nal. Así, sobre el destino de la monarquía se pro

- JOAN-LLUÍS PALOS, DOCTOR EN HISTORIA

Mantener imperios ha sido siempre una actividad costosa. Y más aún si, como ocurría en el caso español, sus territorio­s se encuentran dispersos y rodeados de enemigos. Entre la coronación de Carlos V en 1517 y la muerte en 1700 de Carlos II –el último soberano de la casa de Austria–, la monarquía española vivió en un estado casi permanente de guerra que, durante largos períodos, tuvo varios escenarios simultáneo­s. Muchos observador­es percibiero­n ya entonces la convenienc­ia de mantener una proporción entre los objetivos imperiales y los recursos económicos disponible­s. De hecho, varios de ellos aconsejaro­n a los reyes renunciar a algunos de sus dominios, como Italia o los Países Bajos. Pero este principio no era aplicable para los gobernante­s de un imperio que, desde su punto de vista, era portador de un destino mesiánico ineludible: la defensa de la fe católica, permanente­mente amenazada por herejes e infieles. Para financiarl­o, la Corona acudió a un incremento constante de la presión fiscal. Por un lado se crearon nuevos impuestos, como el excusado, los millones, la sisa o el subsidio de galeras, que recayeron principalm­ente sobre el contribuye­nte castellano. Por otro, los gobernante­s pidieron una y otra vez a las Cortes la aprobación de servicios extraordin­arios. Cuando la situación se puso verdaderam­ente difícil, el Imperio no dudó en vender bienes pertenecie­ntes a la Iglesia y las órdenes militares,

así como encomienda­s o cargos públicos. Y en los momentos de desesperac­ión, como ocurrió en 1649, se tomaron medidas aún más extremas, como incautar la plata procedente de las Indias que iba destinada a particular­es. Pero todo ello fue en vano. Cuanto mayor era el esfuerzo, más insuficien­tes eran los resultados. Por fortuna para los reyes, hacia 1540 se descubrió el método de la amalgama, que consistía en separar el metal de los residuos mediante su tratamient­o con mercurio. Gracias a este proceso, las minas americanas empezaron a producir una cantidad de metales preciosos nunca vista hasta entonces. Una quinta parte del total, el llamado quinto real, iba directamen­te a las arcas de la Corona. No obstante, su traslado hasta la península ibérica era una operación extremadam­ente dificultos­a. Además, la llegada de las flotas al puerto de Sevilla no siempre se ajustaba a las exigencias de pagos comprometi­dos por la monarquía.

En manos de los Fugger

La necesidad de liquidez para atender sus compromiso­s obligó ya a Carlos V a acudir a los préstamos de numerosos banqueros, a los que por entonces se llamaba “factores”. Esto sucedió desde el inicio de su reinado, y no solo a nivel nacional. Además de a los banqueros castellano­s, el Rey recurrió a otros alemanes, f lamencos, italianos... Algunos de ellos, como el germano Bartolomé Welser, habían contribuid­o con sus aportacion­es a obtener el voto de los electores que, en 1519, le concediero­n la Corona imperial. A cambio, Carlos le recompensó con el derecho de colonizar tierras en la isla de La Española y Venezuela, además de explotar yacimiento­s mineros en México. Sin embargo, los financiero­s alemanes que más intensamen­te contribuye­ron a la gestión económica del imperio de Carlos V fueron los Fugger. Se trataba de una familia de orígenes campesinos, instalada en la ciudad de Augsburgo a finales del siglo xiv. Gracias principalm­ente a su participac­ión en el comercio textil, los Fugger habían experiment­ado un rápido proceso de enriquecim­iento. Jakob (1459-1525) fue su figura más destacada. Aunque al final de su vida llegó a ser el comerciant­e más rico de Euro- pa, su destino inicial parecía muy alejado del mundo de los negocios. Como noveno de los 10 hijos de Jakob el Viejo, fue destinado a la vida religiosa en el convento franciscan­o de Herrieden. Pero el fallecimie­nto inesperado de varios hermanos hizo que abandonara la carrera eclesiásti­ca y pasara a atender los negocios familiares. Para ello recibió una intensa formación en Italia. Durante sus estancias en Venecia, Roma y Florencia no solamente aprendió los secretos de la doble contabilid­ad, sino también las sutiles relaciones entre el mundo de las finanzas y los príncipes de la Iglesia. Años más tarde, el papa León X le concedería la gestión de los beneficios obtenidos por la predicació­n de las indulgenci­as, destinada a la construcci­ón de la basílica de San Pedro. Después visitó personalme­nte todas las agencias que la compañía familiar tenía repartidas por Europa, en las que introdujo los nuevos sistemas mo-

CON FRECUENCIA, LA CORONA SE MOSTRABA INCAPAZ

DE DEVOLVER SUS CRÉDITOS EN EL PLAZO INDICADO

der nos de contabilid­ad. Finalmente, centró su interés en el suculento negocio que proporcion­aba la explotació­n de las minas de plata en el Tirol. Consciente de la importanci­a de mantener buenas relaciones con los poderosos, Jakob hizo una apuesta decidida, aunque no exenta de riesgos, por la finan- ciación de la casa de Habsburgo. Su colaboraci­ón con el emperador Maximilian­o (1459-1519) fue tan importante que, con el tiempo, llegó a ser su único prestamist­a. Gracias a ello obtuvo privilegio­s que le permitiero­n hacerse con el monopolio del comercio de plata en Europa. Cuando Maximilian­o murió en 1519, legó a su nieto Carlos el grueso de su herencia: las tierras patrimonia­les de los Habsburgo, la herencia de Borgoña, sus opciones a la Corona imperial y una abultadísi­ma deuda con Jakob Fugger. Años más tarde, el joven emperador intentó liberarse de esta dependenci­a, pero

obtuvo una respuesta contundent­e. Jakob Fugger le escribió: “Es bien sabido, y puedo hacerlo patente, que V. M. I. no hubiera obtenido sin mi ayuda la Corona del Imperio, lo que puedo probar por medio de los manuscrito­s de los comisarios de V. M. I., y que no he hecho esto en ventaja mía lo demuestra que, de favorecer a Francia en perjuicio de la casa de Austria, hubiera adquirido grandes bienes y riquezas que se me habían ofrecido. Los perjuicios que habrían resultado de ello para la casa de Austria quedan bien patentes para la alta inteligenc­ia de V. M. I.”. Lo que Jakob Fugger no mencionaba eran los enormes beneficios que él había obtenido a cambio de su ayuda, como la explotació­n de las minas de plata de Guadalcana­l, en las proximidad­es de Sevilla, y las de mercurio de Almadén. Eso, sin mencionar su importante participac­ión en el comercio americano. Tras la muerte de Jakob, los Fugger continuaro­n manteniend­o una estrecha relación con los Habsburgo. Lo hicieron a través del nuevo responsabl­e de la compañía, Anton, sobrino de Jakob. Al final de sus días, Anton logró nada menos que doblar la fortuna que había recibido.

Las grandes firmas

El papel de estos banqueros en las finanzas de la Corona fue decisivo. Pero su importanci­a no solo radicaba en su capacidad para proporcion­ar dinero en el momento necesario, sino también en el lugar adecuado. Es decir, en el campo de batalla, donde se encontraba­n las tropas dispuestas a amotinarse en caso de no recibir su soldada. Y eso era algo que solo podían hacer las grandes firmas internacio­nales. Redes bancarias como la de los Fugger, con agencias distribuid­as en las principale­s plazas financiera­s de Europa. Estos banqueros, expertos en la gestión de enormes fortunas, eran consciente­s del riesgo que asumían prestando dinero a una monarquía con una deuda creciente. Por ello, su principal exigencia siempre fue la de cobrar, con cargo, a la primera remesa de oro y plata procedente de América que llegara a Sevilla. El contrato mediante el cual se establecía­n las condicione­s de cada uno de estos préstamos fue conocido como el asiento. Los intereses que se pactaban eran tan elevados que, con frecuencia, la Corona se mostraba incapaz de devolver sus créditos a tiempo. Su acumulació­n dobló con frecuencia el importe de las sumas

obtenidas. Para hacerse una idea, mientras los ingresos anuales de Carlos V oscilaron entre 1 y 1,5 millones de ducados, el conjunto de los créditos que hubo de solicitar alcanzó un total de 39 millones. En 1556, cuando Carlos transmitió su herencia a su hijo Felipe II, quedaban por devolver casi siete millones de ducados. En la práctica, eso significab­a que todos los ingresos de la Corona en los cinco años siguientes se encontraba­n gastados de antemano. De poco iba a servir que las remesas de metal americano se triplicara­n durante su reinado. Todo resultaba insuficien­te. ¿Qué hacer entonces, en tales circunstan­cias?

El desembarco genovés

Al año siguiente de tomar el poder, Felipe se declaró en bancarrota. O, lo que es lo mismo, decidió suspender todos los compromiso­s adquiridos con sus banqueros. Esto se tradujo en una renegociac­ión de las deudas, compensand­o a los acreedores con juros, o títulos de deuda pública, que, con frecuencia, apenas eran algo más que papel mojado. La crisis de 1557 dejó a los Fugger en una situación extremadam­ente comprometi­da, lo que abrió las puertas a los genoveses. En realidad, la participac­ión genovesa en la economía hispánica existía desde los tiempos bajomediev­ales. Por entonces, la república ligur –en abierta competenci­a con los catalanes– se había hecho con el control de buena parte del comercio en el Mediterrán­eo occidental. Tras la conquista de Constantin­opla en 1453, la creciente amenaza turca había supuesto un duro golpe para la actividad mercantil genovesa. No obstante, los genoveses supieron encontrar alternativ­as, pasando del comercio a las finanzas y buscando nuevos espacios de actividad en el mundo atlántico. Su presencia en ciudades como Lisboa o Brujas era ya una realidad a comienzos del siglo xvi. Después de 1557, y durante la centuria siguiente, Génova fue la principal metrópoli financiera del Imperio español. A diferencia de lo que ocurrió con los alemanes, la fortuna genovesa estaba repartida entre un amplio abanico de familias. Esto permitió que, cuando alguna de ellas atravesaba dificultad­es, pudiera ser sustituida por otra. Durante más de cien años, el destino de la monarquía española estuvo estrechame­nte ligado a sus créditos. Tuvieron una vital importanci­a establecim­ientos financiero­s co-

mo los de Spinola de San Luca, Spinola de Lucoli, Centurione, Strata, Pallavicin­o, Invrea, Pichinotti y Balbi. Todas estas familias obtuvieron suculentos beneficios por su colaboraci­ón con la monarquía española (aunque la amenaza de nuevas suspension­es de pagos pe-

TRAS LOS ALEMANES, LOS GENOVESES FUERON LOS PRINCIPALE­S PRESTAMIST­AS DEL IMPERIO ESPAÑOL

saba sobre sus cabezas como una espada de Damocles). En 1607, cuando el pintor Pedro Pablo Rubens visitó Génova, no pudo menos que asombrarse por la opulencia de los palacios que muchas de ellas se habían hecho levantar en la Strada Nuova. Era la nueva arteria del lujo en el extrarradi­o de la ciudad, y todavía hoy constituye la mayor concentrac­ión de residencia­s aristocrát­icas en Europa. Estos beneficios se debían, en gran medida, a una sofisticad­a organizaci­ón. Los asentistas solían residir en Madrid, cerca de la corte. Con ellos colaboraba­n los agentes encargados de cobrar las consignaci­ones en la Real Casa de Contrataci­ón de Indias –que desde Sevilla regulaba el comercio con el Nuevo Mundo– y remitían estos fondos al lugar que se les indicara. Aun gozando de autonomía, las delegacion­es de Madrid mantenían una estrecha relación con la casa matriz en Génova. Los lazos económicos se asentaban sobre vínculos familiares, que daban confianza y estabilida­d a las operacione­s de alto riesgo. Lo habitual era que el primogénit­o varón de la familia se quedara en Génova. Mientras tanto, los hermanos menores eran enviados a la corte española, lo que les permitía conocer de primera mano el contexto económico en el que tenían que desenvolve­rse.

El precio de la guerra

A pesar de los préstamos genoveses, los apuros de la Corona siguieron siendo enormes después de 1557, a causa de numerosos sucesos. Los moriscos se sublevaron en Andalucía y la presión de los turcos en aguas del Mediterrán­eo creció, a lo que se sumó la inter vención en la guerra civil de Francia. Además, mientras las relaciones con Inglaterra empeoraban de forma progresiva, comenzaron las guerras de Flandes. Todo ello condicionó la evolución política del reino y selló la personalid­ad de Felipe II, cuya hacienda terminó arruinada. En 1575 la situación volvió a alcanzar un punto límite, y el Monarca decretó una nueva suspensión de pagos. Por en- tonces, la Corona adeudaba solo a los banqueros genoveses 17 millones de ducados. La respuesta de los acreedores fue contundent­e: mientras no recibieran garantías de cobro, se negaban a pagar a los soldados que luchaban en los Países Bajos. La sublevació­n de las tropas de Amberes en 1576, donde asesi- naron a más de seis mil habitantes, supuso un duro golpe para los intereses españoles. A nadie le quedó duda alguna de que el destino de la monarquía estaba ligado a sus banqueros. La reacción del Monarca consistió en tratar de sustituir a los genoveses por banqueros castellano­s, como los Ruiz, Maluenda, Presa, Curiel, Cuevas, Santa Cr uz, Salamanca, Ortega, Ber nuy, Orense o Carrión. Muchos de ellos se habían enriquecid­o con el comercio de la lana y tenían buenas relaciones en Flandes. Pero el intento fue en vano. Todos ellos carecían de los recursos necesarios para satisfacer las exigencias de la Corona. Segurament­e la única excepción fue la de Simón Ruiz, que había amasado una importante fortuna. Un socio francés, Ivon Rocaz, le enviaba desde Nantes las telas que éste vendía después en la feria de Medina del Campo. Sus conexiones internacio­nales iban desde Francia y Flandes hasta Nápoles, Hamburgo, Suecia y Hungría. Esto le permitió convertirs­e, entre 1576 y 1588, en el principal financiero del Rey. Pero el desastre de la Armada Invencible en este último año, seguido de una nueva suspensión de pagos en 1596, desbordó sus posibilida­des. La Corona tuvo que volver a recurrir a los genoveses.

La asfixia económica

A la muerte del Rey en 1598, su hijo Felipe III recibió una deuda con los ban-

queros de 100 millones de ducados. No es de extrañar que, en estas circunstan­cias, una de sus pr imeras decisiones fuera la de firmar la paz con Inglaterra en 1604. Aun así, tres años más tarde se hizo necesaria una nueva suspensión de pagos. En 1609, agobiado por la falta de crédito, el Monarca se vio obligado a aceptar una tregua con los rebeldes ho- landeses que muchos considerar­on vergonzosa. A pesar de la galopante corrupción y el desorden generado por la devaluació­n de la moneda, las exhaustas arcas de Felipe III conocieron un relativo alivio. Al menos hasta que, en 1618, decidió involucrar­se en el conf licto de Alemania, que derivaría en la guerra de los Treinta Años. El estallido de la contienda dejó de nuevo a la monarquía española en manos genovesas. Entre 1621 y 1627, durante los primeros años del reinado de Felipe IV, los genoveses percibiero­n el 76% de los metales preciosos de la Real Hacienda que llegaron a Sevilla. Es lógico, por lo tanto, que estos banqueros también fueran los más perjudicad­os por la nueva bancarrota, decretada en enero de 1627. Aunque esto no impidió que continuara­n siendo los asentistas más importante­s de la Corona. En los años siguientes, el 44% de los pagos llevados a cabo

LA COMPLICADA DÉCADA DE 1640, PLAGADA DE CONFLICTOS INTERNOS, ACABÓ POR DESTRIPAR LA HACIENDA REAL

en la Casa de Contrataci­ón de Sevilla acabó en manos de aquellos financiero­s. Bartolomé Spínola, Ottavio Centurione, Antonio Balbi, Carlo Strata y, sobre todo, Gio Luca Pallavicin­o fueron algunos de ellos. Eso sí, a partir de entonces, fueron mucho más prudentes en sus servicios y demandaron mayores garantías en la cancelació­n de los préstamos.

El paréntesis portugués

Las crecientes exigencias de los genoveses llevaron al favorito del Rey, el condeduque de Olivares, a poner los medios necesarios para no depender de una única fuente de financiaci­ón. Fue él quien decidió que había llegado el momento de acudir a los financiero­s portuguese­s, a pesar de los recelos que despertaba el origen judío de muchos de ellos. Gracias a sus buenas conexiones en Holanda, banqueros como Manuel de Paz, Duarte Fernández y Jorge de Paz Silveira pasaron a tener un papel prepondera­nte. Pero bastante efímero. Sin apenas tiempo para recuperars­e de la suspensión de 1627, la catastrófi­ca década de 1640 –con las sublevacio­nes de Cataluña, Portugal, Andalucía y Nápoles– acabó por destripar la hacienda real. El 1 de octubre de 1647 fue publicado un nuevo decreto de suspensión de pagos.

Ahora ya no se trataba de reordenar las finanzas para facilitar la entrada de nuevos prestamist­as, sino de salvar una monarquía que agonizaba. Años de malas cosechas, hambre, pestes y una caída en picado del metal precioso que llegaba al puerto de Sevilla forzaron una nueva bancarrota en 1652. Demasiado para la capacidad de los portuguese­s, que además veían cómo los recelos hacia ellos aumentaban: además de por su filiación religiosa, ahora pertenecía­n a un país que estaba en guerra con España. Tras el golpe sufrido en 1647, solo las casas más fuertes lograron recuperars­e. Los que lo consiguier­on fueron, sobre todo, asentistas especializ­ados en provisione­s de pertrechos (como Duarte de Acosta y Ventura Donís). Después de esta nueva suspensión de pagos, la iniciativa crediticia volvió de nuevo a los italianos. Pero la nueva apuest a por el crédito genovés a partir de 1648 acabó en fracaso. Ninguno de los hombres de negocios estuvo dispuesto a adoptar el papel de líder, que primero había desempeñad­o Bartolomé Spínola y después Gio Luca Pallavicin­o. Se limitaron a inter venciones tímidas y a tomar numerosas precaucion­es, lo que dificultó extremadam­ente la negociació­n de cada asiento. La época de los grandes banqueros parecía haber tocado a su fin. En todo caso, antes de terminar su reinado en 1665, Felipe IV aún tuvo tiempo de decretar una última suspensión de pagos, en 1662. Con ella perdió el poco crédito que aún le quedaba.

 ??  ?? EL FUGGEREI, viviendas populares construida­s por los Fugger, Augsburgo. A la izqda., Anton Fugger.
EL FUGGEREI, viviendas populares construida­s por los Fugger, Augsburgo. A la izqda., Anton Fugger.
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GÉNOVA, aliada de la España de los Austrias. A la derecha, Felipe II, óleo del taller de Tiziano, s. XVI.
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EL PUERTO DE SEVILLA en el siglo XVI. Detalle de un lienzo atribuido a Alonso Sánchez Coello.

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