Eugenio de Saboya
Entre los siglos XVII y XVIII, el Imperio austríaco confió en el talento de Eugenio de Saboya para mantenerse a salvo de los otomanos. El Príncipe demostró su brillante audacia en innumerables choques.
Uno de los mayores errores de Luis XIV fue descartar a este príncipe francés para formar parte de su ejército. Al servicio del Imperio austríaco, Eugenio se convirtió en la pesadilla del Rey Sol durante las guerras por la hegemonía europea. Los turcos tampoco se libraron de su brillante audacia. J. Cisa, escritor.
En 1683, en el transcurso de una audiencia, Luis XIV de Francia negó al jovencísimo Eugenio de Saboya la posibilidad de incorporarse a sus ejércitos. Probablemente por el hecho de que su madre había caído en desgracia en palacio. Quizá también por su corta estatura y por ser poco apuesto, características incompatibles con el porte que consideraba que debían tener sus oficiales. Sea como fuere, el Rey Sol estaba cometiendo uno de los mayores errores de su largo reinado. Estaba rechazando al que se convertiría en el militar más brillante de su tiem- po, el hombre que, al servicio de los Habsburgo, sería artífice de la derrota definitiva de los turcos en Europa y de la gran expansión del Imperio austríaco. El príncipe Eugenio había nacido casi dos decenios antes en París y fue criado en la corte francesa, en el seno de una familia de la alta nobleza. Su padre, Eugenio Mauricio de Saboya-Carignano, conde de Soissons, pertenecía a una rama lateral de los duques de Saboya y era biznieto de Felipe II de España y tataranieto de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis. Su madre, Olimpia Mancini, tenía orígenes más modestos, pero
era sobrina del cardenal Mazarino, uno de los hombres más poderosos de Francia tras suceder a Richelieu como primer ministro a la muerte de éste. Olimpia fue también, se dice, amante de Luis XIV. Pese a su situación privilegiada, la infancia de Eugenio no sería especialmente feliz. De constitución frágil, presentaba un aspecto físico poco agraciado: era bajo y desgarbado, su gran nariz y sus dientes salidos afeaban su rostro y, debido a una escoliosis, andaba ligeramente torcido, todo lo cual, al parecer, provocaba las burlas de los niños de su entorno. El padre de Eugenio murió cuando él tenía 10 años, y se rumoreó que su madre lo había envenenado. Poco tiempo después, estalló en París un gran escándalo que involucró a diversos miembros de la nobleza acusados de utilizar venenos para eliminar a cónyuges, parientes o enemigos. Y, aunque no se llegó a probar que Olimpia hubiera asesinado a su marido, el hecho de que la creadora de los venenos la incluyera en la lista de sus clientes la obligó a exiliarse para evitar ser procesada. Los hijos quedaron al cuidado de su abuela paterna, María de Borbón-Soissons, mujer extremadamente rígida que les procuró una infancia dura y carente de afectos. Tratándose del quinto vástago de la familia, se había decidido destinar a Euge-
SE DECIDIÓ DESTINARLO A LA IGLESIA, PERO ÉL PREFIRIÓ SEGUIR LOS PASOS DE SU PADRE Y HACERSE MILITAR
nio a la carrera eclesiástica, pero al chico no le interesaba. Prefirió seguir los pasos de su padre, que había sido general del ejército galo, y hacerse militar. Con 19 años, tras haber solicitado el mando de un batallón de Luis XIV infructuosamente, decidió ofrecer sus servicios a Leopoldo I de Habsburgo, emperador del Sacro Imper io Romano Germánico. Éste no le dio un regimiento de inmediato, como él hubiera deseado, pero le permitió alistarse en las tropas imperiales, por entonces necesitadas de todos los efectivos posibles. Se hallaban ocupadas en la defensa de Viena, amenazada por un poderoso ejército turco que lideraba Kara Mustafá.
Foguearse en Viena
Era la segunda vez que los turcos asediaban la ciudad. Al fallido sitio de 1529, primer intento del Imperio otomano de conquistarla y fin de la expansión turca en Europa central, habían seguido 150 años de tensiones e incursiones, alternadas con épocas de relativa tranquilidad. La situación había empeorado para Austria en los decenios previos debido al impulso que los nuevos grandes visires habían dado a la recuperación del poder otomano. Tras la conquista turca de diversos territorios en Europa oriental, Leopoldo I de Habsburgo tuvo que firmar, en 1664, una tregua de veinte años que estaba a punto de culminar. El gran visir Kara Mustafá inició su campaña con la intención de consolidar las posiciones adquiridas, pero su ambición y la confianza de contar con recursos casi ilimi-
tados (entre ellos, un ejército de 200.000 hombres) le empujaron a la conquista de Viena. El asedio de Mustafá a la capital austríaca duró varios meses, pero, cuando ésta se encontraba al borde del colapso, llegaron fuerzas de socorro polacas, alemanas y de otras nacionalidades. Dirigidas por el rey de Polonia, Juan Sobieski, se enfrentaron y vencieron a los turcos en la batalla de Kahlenberg. Eugenio luchó en ella como voluntario. La participación del príncipe de Saboya en el sitio de Viena fue fundamental pa- ra su futura car rera militar. Le dio la oportunidad de combatir junto a grandes comandantes, como Carlos de Lorena y Luis Guillermo de Baden, al tiempo que podía demostrar, por primera vez, sus magníficas dotes de combatiente. Fue también trascendental porque allí se empezó a forjar su fidelidad inquebrantable a la casa de Habsburgo. Tras la victoria de Viena, punto de inf lexión en la lucha de Austria contra los turcos, se sucedieron otros éxitos de los regimientos imperiales en los que Euge- nio se distinguió por su coraje y su sagacidad. El talento del joven Saboya no pasó desapercibido al Emperador, que ese mismo año decidió nombrarlo coronel de su regimiento de dragones. A partir de ese momento, la carrera militar del Príncipe fue imparable.
El oficial al frente
En el asedio y conquista de Belgrado a los turcos en 1688, Eugenio luchó a las órdenes del príncipe elector de Baviera y resultó herido en una pierna. Fue la pri-
mera de las numerosas heridas que sufriría en combate. A diferencia de otros oficiales, Eugenio marchaba siempre al frente de sus hombres en las batallas, animándolos y elevando extraordinariamente su motivación. Esto lo hacía muy popular entre los soldados y contribuía en gran medida al éxito de sus empresas, pero, indudablemente, lo exponía más a sufrir percances. Dos años después, siendo ya comandante general de caballería, Eugenio fue enviado al norte de Italia para socorrer a su primo Víctor Amadeo II de Saboya, cuyos territorios habían sido invadidos por Luis XIV en el marco de la guerra de la Gran Alianza. Sería la primera vez, pero no la última, que Eugenio se enfrentase al monarca francés, aquel que, de haber querido, lo habría tenido a su servicio. Tras un lustro en que se alternaron victorias y derrotas, el debilitado Víctor Amadeo terminó firmando un tratado de paz con su antigua aliada, Francia, que era contrario a los intereses del Imperio. Eugenio, que estaba desar rollando una aguda visión política y diplomática, había previsto este desenlace y, para evitarlo, había solicitado más tropas y medios al Emperador, pero sin éxito. Mientras las tropas austríacas combatían contra las francesas, Turquía se había ido recuperando de sus pérdidas. Tras reconquistar Belgrado, los otomanos habían penetrado en territorio húngaro. En Viena saltaron todas las alarmas, y a mediados de 1697 se dispuso un ejército al mando del príncipe elector de Sajonia, Federico Augusto I, para hacer frente a las huestes turcas. Eugenio fue enviado a ayudar a Federico Augusto como mariscal de campo, pero éste fue elegido poco después monarca de Polonia y debió partir a su nuevo reino. Esta circunstancia inesperada hizo que el mando de las tropas quedara exclusivamente en manos de Eugenio. Era la primera vez que esto sucedía, y le esperaba una tarea nada fácil: con poco más de 50.000 hombres mal armados debía enfrentarse a un ejército de 100.000 soldados bien pertrechados
y equipados con abundante artillería, motivo por el que el Emperador había pedido a Eugenio que se limitara a llevar a cabo una campaña defensiva. Los turcos trataban de atraer a los austríacos a una batalla a campo abierto, pero Eugenio, consciente de que en un enfrentamiento de este tipo tenía pocas o nulas posibilidades de salir victorioso, lo había evitado. Entonces, gracias a la información facilitada por un oficial otomano capturado en una escaramuza, Eugenio supo que las fuerzas enemigas se dirigían hacia la fortaleza de Szeged y tenían previsto cruzar el Tisa, af luente del Danubio, en Zenta. Eugenio decidió atacar por sorpresa, tendiendo una em- boscada a los turcos justo cuando estuvieran atravesando el río. Y así lo hizo: los austríacos aparecieron en escena en el momento en que la caballería y una parte de la infantería otomanas ya se encontraban en la otra orilla y el resto esperando para cruzar, o cruzando a través de un puente. Eugenio rodeó al enemigo y atacó, sembrando una gran confusión entre los turcos, que se amontonaron en el puente intentando huir al otro lado del Tisa. El resultado fue de más de 20.000 soldados turcos masacrados y otros 10.000 ahogados. Los que ya estaban en la orilla oriental se dieron a la fuga desordenadamente, dejando atrás artillería, grandes cantidades de provisiones y un valioso tesoro. Los austríacos tuvieron unas pérdidas de apenas 500 hombres. Zenta es el ejemplo perfecto de cómo actuaba Eugenio, que era un extraordinario estratega. Mediante la anticipación, la velocidad, la movilidad y la utilización inteligente de las características del territorio, logró vencer en diversas batallas a ejércitos que contaban con medios muy superiores a los suyos. La noticia de aquella victor ia recor rió Europa, y el prestigio del príncipe de Saboya llegó a
SE GANÓ LA CONFIANZA DE TRES EMPERADORES CONSECUTIVOS, QUE LE OTORGARON CADA VEZ MAYOR PAPEL POLÍTICO
lo más alto. El Emperador, agradecido, lo recompensó con tierras en Hungría, que le reportarían unas notables rentas. A partir de ese momento, Eugenio se convirtió en una figura indispensable para la defensa del Imperio y en el hombre de confianza de Leopoldo I.
El valedor del Imperio
La tranquilidad que siguió a la derrota de los turcos no duraría mucho. A finales de 1700 murió sin descendencia Carlos II de España y, casi de inmediato, estalló la guerra de Sucesión española, que enfrentó a Austria con Francia y que se extendió prácticamente por todo el continente. Eugenio fue nombrado presidente del Consejo de Guerra Imperial, cargo que aprovechó para llevar adelante importantes reformas que mejoraran la eficacia del ejército austríaco. En particular, generalizó las promociones basadas en el mérito y priorizó la logística, tratando de que sus soldados estuvieran siempre bien alimentados y adecuadamente equipados, aspectos que hasta entonces se habían considerado secundarios. En el transcurso de la guerra de Sucesión española, Eugenio participó en numerosas batallas con diferente suerte. En varias ocasiones combatió junto a otro de los grandes militares de la época, John Churchill, primer duque de Marlborough y comandante del ejército de Inglaterra (aliada de Austria hasta la última etapa de la contienda, en que decidió quedar al margen). La amistad y la admiración entre ambos comandantes fueron constantes desde su primer encuentro. A la muerte del emperador Leopoldo I en 1705, su hijo y sucesor, José I, renovó su plena confianza en Eugenio, que cada vez adquiría más importancia en el ámbito político. Tras la victoria austríaca en Lombardía fue nombrado gobernador del ducado de Milán, pero no dejó de liderar las campañas militares. La desaparición inesperada de José I sin hijos seis años después de su ascenso al trono dio un giro radical a la guerra de Sucesión, puesto que el archiduque Carlos, pretendiente a la Corona española, se convertía de pronto en el nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El ahora Carlos VI contó también sin dudarlo con los servicios de Eugenio y, conociendo su talento político y diplomático, le confió la representación de Austria en las conferencias de Utrecht y de Rastadt, que pusieron fin a la guerra. Una de las consecuencias de los tratados de paz fue que los Países Bajos españoles pasaron a manos de Austria. Eugenio fue nombrado gobernador de los mismos, cargo que ejerció desde Viena hasta 1724.
Eterno enemigo
Dejando aparte una breve intervención en el valle del Rin en el marco de la guerra de Sucesión de Polonia, cuando ya era septuagenario, la carrera militar de Eugenio finalizó como había empezado: luchando contra los turcos. Éstos, apro-
vechando que el Imperio austríaco estaba debilitado por la guerra de Sucesión española, atacaron en 1714 a la República de Venecia para conquistar sus posesiones del Peloponeso. Venecia pidió ayuda a su aliada, Austria, pero la situación financiera de ésta era tan desastrosa que el Emperador dudaba sobre si debía intervenir. Solo la generosa aportación del papa Clemente XI hizo que se decidiera a entrar de nuevo en guerra. En el verano de 1716, 200.000 turcos marchaban hacia el Danubio. Eugenio debía hacerles frente con 70.000 soldados. Se encontraron en Petervaradino. Pese a la diferencia numérica, las tropas austríacas, profesionales y disciplinadas, inf ligieron una severa derrota a los turcos. El Príncipe era consciente de que, para pensar en una paz duradera, era necesario reconquistar Belgrado, ciudad de enorme importancia estratégica, y quiso capitalizar su éxito en la batalla emprendiendo, al año siguiente, el sitio de la ciudad. Al poco tiempo apareció un ejército otomano de socorro con más de 200.000 hombres que, contrariamente a lo que había pensado Eugenio, no atacó al austríaco, sino que se atrincheró a su alrededor, poniendo en práctica una táctica de desgaste. Los austríacos, en clara inferioridad numérica, habían pasado de sitiadores a sitiados, y en su campo empeza-
ban a faltar los víveres, mientras que el fuerte calor y la humedad reinantes favorecían la proliferación de enfermedades. Eugenio decidió pasar a la ofensiva. Como era habitual en él, su plan consistía en embestir al enemigo por sorpresa y, para que ésta fuera mayor, optó por llevar a cabo un ataque nocturno, algo muy inusual en aquella época. Tal como había previsto, los turcos, desconcertados, no lograron mantener el orden de combate. Por la mañana la batalla había terminado, con fuertes pérdidas humanas y materiales en el bando otomano. Eugenio ofreció una rendición honorable a los defensores de Belgrado, que aceptaron, y permitió la salida de sus habitantes. Tras la victoria, se encargó también de las negociaciones que condujeron a la paz de Passarowitz, por la cual los Habsburgo confirmaban sus posiciones en el Banato, Belgrado, Serbia y Bosnia, ade- más de Transilvania y Hungría. Su imperio alcanzaba su máxima expansión y alejaba definitivamente la amenaza turca. Además, el príncipe de Saboya obtuvo un tratado comercial muy ventajoso para los mercaderes austríacos.
El hombre misterioso
A esas alturas era un hombre inmensamente rico. Entre botines de guerra, recompensas y rentas obtenidas por los
PARA MUCHAS FAMILIAS DE LA NOBLEZA Y HASTA DE LA REALEZA EUROPEA EUGENIO HABRÍA SIDO UN EXCELENTE PARTIDO
cargos ocupados, Eugenio había amasado una enorme fortuna. Poseía un bello palacio en el centro de Viena, ampliado por el que se convertiría en su arquitecto favor ito, Johann Lucas von Hildebrandt. La arquitectura era una de las pasiones del Príncipe, materializada en los diversos edificios que se hizo erigir en Austria y Hungría. De entre ellos destaca el Belvedere de Viena, palacio de verano construido también por Hildebrandt y considerado, con sus jardines, una de las joyas universales del Barroco. Fue también un gran amante de la pintura y el arte en general, así como de la filosofía y la literatura. En el poco tiempo que le quedaba entre campaña y campaña, trataba de rodearse de intelectua- les como Leibniz o Montesquieu, y se hizo con una completísima biblioteca. Poco se sabe de su vida personal. Por un lado, casi no tuvo relación con su familia: vio muy pocas veces a su madre después de que ésta se exiliase a Bruselas, así como a sus cuatro hermanos y tres hermanas, que murieron relativamente jóvenes, en combate o por enfermedad. Por otro lado, es inusual que alguien de su posición social y económica no llegara a casarse. Para muchas familias de la nobleza e incluso de la realeza europea habría sido un excelente partido. También parece razonable pensar que alguien que acumuló un patrimonio tan considerable deseara que éste tuviera continuidad, legándolo a sus descendientes. Por todo ello y por el hecho de que tampoco se le conocieron amantes de ninguna clase, se ha especulado mucho sobre su posible homosexualidad. Pero lo cierto es que, si fue homosexual, mantuvo sus relaciones con la más absoluta discreción. Eugenio de Saboya murió de pulmonía en su palacio de Viena a los 72 años, y fue enterrado con todos los honores en la ca- tedral de San Esteban. Como no dejó disposiciones testamentarias, su heredera fue su sobrina Victoria, hija de su hermano Luis Tomás y única super viviente de la casa de Saboya-Soissons. Victoria, a la que Eugenio ni siquiera conocía, se convirtió, a los 52 años de edad, en una mujer extraordinariamente rica, y se casó poco después con el príncipe José Federico de Sachsen-Hildburghausen, veinte años más joven que ella. La pareja, que terminó separándose, gastó la mayor parte de la fortuna heredada, y la Princesa tuvo que poner a la venta sus propiedades y colecciones. Varios de los palacios y castillos fueron comprados por María Teresa de Habsburgo, la hija del emperador Carlos VI, que también adquirió la colección de 15.000 libros, incorporándola a la Biblioteca Imperial de Viena. La colección de cuadros, en cambio, fue vendida a Carlos Manuel, duque de Saboya, y llevada a Turín. La ignorancia y la desidia de Victoria hicieron que se perdiera el archivo personal del Príncipe, con su correspondencia y documentos de distinto signo, que habrían permitido conocer mucho mejor la cara íntima del personaje. El patrimonio de Eugenio se esfumó en poco tiempo, pero su herencia sigue viva, no solo en los maravillosos palacios y jardines y en la biblioteca y la pinacoteca que poseyó, sino en la propia existencia de Austria y de Hungría, cuya historia en los tres últimos siglos habría sido, sin el Príncipe, completamente distinta.