Margarita de Parma
Margarita de Parma, la hija que el emperador Carlos V concibió con una fugaz amante flamenca, se convirtió en gobernadora de los convulsos Países Bajos por voluntad de Felipe II. Su alta capacidad diplomática, no obstante, se vio dificultada por la intran
Su pactismo contra la mano dura de Felipe II
Nadie puede negar la buena consideración que Carlos V y Felipe II demostraron tener hacia las mujeres de su familia. No solo delegaron el gobierno en la emperatriz Isabel (esposa de Carlos V) o en Juana de Austria (hermana de Felipe II), quienes ejercieron la regencia durante la ausencia de sus respectivos cónyuges del territorio peninsular. Margarita de Habsburgo (hermana de Felipe el Hermoso), María de Hungría (hermana del Emperador) o Isabel Clara Eugenia (hija de Felipe II) fueron designadas gobernadoras de los Países Bajos. Ése sería también el papel desempeñado por Margarita de Austria, hija natural de Carlos V, duquesa de Parma y Piacenza. Fue una mujer inteligente y preparada, cuyo gobierno pacificador y tolerante en tierras f lamencas, de haberse prolongado, podría haber cambiado el curso de la historia.
Nieta de un tapicero
Margarita había nacido en Oudenaarde (Bélgica) el 28 de diciembre de 1522. Su madre, Johanna Maria van der Gheynst, primogénita de un reputado tapicero de la ciudad, quedó huérfana, y entró al servicio del conde de Lalaing, gobernador de Oudenaarde. Johanna Maria conoció al Emperador en el invierno de 1521, cuando se celebró en la ciudad flamenca el capítulo de los caballeros de la orden del Toisón de Oro. Parece ser que el aún soltero Carlos de Habsburgo quedó fascinado por la belleza de la joven y, según aseguran la mayoría de los autores, por su espléndida voz. No tardaron en convertirse en amantes y, un año después, nació Margarita, a quien se puso tal nom- bre en homenaje a Margarita de Austria. A efectos prácticos, la tía paterna de Carlos había sido quien le había criado. El Emperador siempre se responsabilizó de su paternidad. Nada más nacer la pequeña, escribió a Johanna Maria: “Me hace tan feliz el nacimiento de este fruto común de nuestro amor que os tendré siempre como la favorita de mi corazón y otro tanto haré con nuestra hija, a la que amaré más de lo que ningún padre pueda amar a sus hijos”. No debía de ser un sentimiento compartido con la madre, ya que ésta apenas permaneció unos meses con ella. Así pues, tras asignar a Johanna Maria una modesta pensión y concertar su matrimonio con un jurista, Carlos V se hizo cargo de la pequeña. La puso al cuidado de André de Douvrin, copero de su hermano, Fernando de Austria, en el palacio de Coudenberg de Bruselas. En
SU PRIMER MARIDO ERA UN HOMBRE DISOLUTO Y VIOLENTO QUE HACÍA OSTENTACIÓN PÚBLICA DE SUS AMORÍOS
1529, tras reconocerla como hija y autorizarla a llevar el apellido Austria, la trasladó a Malinas, donde confió su educación a su tía Margarita de Austria. Johanna Maria no volvería a ver a la niña. En 1530, a la muerte de la gobernadora, Margarita pasó a estar bajo la custodia de la enérgica María de Hungría, viuda del rey Luis II de Hungría, que sustituyó a su tía en el control de los Países Bajos. La niña se educó, pues, bajo el ejemplo de dos mujeres excepcionalmente fuertes y dotadas de un importante bagaje cultural, que imprimirían un sello inconfundible a su carácter. Creció, además, en la refinadísima corte flamenca, avanzadilla del arte renacentista y solar del pensamiento humanista. Su tía-abuela había sido mecenas de los principales hombres de letras y artes de su tiempo y contó con la proximidad de un erudito de la talla de Erasmo de Rotterdam. Atesoró una enorme colección de pintura y objetos preciosos y, rodeada de música y literatura, supo crear un entorno armonioso, sin dejar de llevar con tino las riendas de la política. Su obra fue continuada por su sobrina María, y posiblemente la inf luencia de ambas consiguió que Margarita supiera mantener, a lo largo de su vida, el mismo perfecto equilibrio entre la autoridad política, la práctica del mecenazgo y el cultivo de la actividad intelectual. Contaba solo trece años cuando su padre, en 1535, decidió su matrimonio con Alejandro de’ Medici, duque de Florencia. La boda convenía al Emperador. Tras el saqueo de Roma por las tropas imperiales en 1527, las relaciones entre el papa Clemente VII (Giulio de’ Medici) y Carlos V se habían estabilizado, una vez restituido el gobierno de Florencia a los Medici en la persona de Alejandro, sobrino del Pontífice. Nada mejor, pues, para reforzar la alianza entre el Papado y el Imperio que una boda de Estado. Nadie pensó en el talante del novio ni, por supuesto, en lo que la boda podía representar para la jovencísima novia. Alejandro de’ Medici había sido calificado por sus contemporáneos de “ignorante, perverso y vicioso”. Era un hombre disoluto y violento que prácticamente la despreció, mientras hacía pública ostentación de sus amores con Tadea Malaspina, una cortesana que le había dado dos hijos. El matrimonio no llegó a consumarse, dada la juventud de la novia, pero también porque, al año de celebrarse la boda, Alejandro fue asesinado por su primo Lorenzaccio, cabeza visible de una conspiración encaminada a reinstaurar la república. No obstante, por temor a posibles algaradas, se enterró al duque secretamente en el cementerio de San Lorenzo. La noticia de su muerte no se dio a conocer hasta dos días más tarde, cuando Margarita ya se encontraba a buen recaudo, refugiada en la fortaleza de San Giovanni da Basso, una posesión del Emperador a las afueras de Florencia.
Un nuevo matrimonio
Viuda con apenas catorce años, Margarita regresó a los Países Bajos. Pero Carlos no estaba dispuesto a perder la alianza