Pedro y Mohamed
Las diferencias religiosas no impidieron a Mohamed V de Granada y Pedro I de Castilla entablar una sólida alianza. De su amistad surgirían dos palacios.
Pedro I de Castilla y el rey nazarí Mohamed V entablaron una sólida alianza en el siglo xiv. A la vez, se embarcaron en un proyecto artístico paralelo: sendos palacios en el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada. A. Echeverría, periodista.
En la primavera de 2014, el equipo de producción de la serie
Juego de tronos buscaba localizaciones para su quinta temporada. Necesitaba recrear la corte del reino ficticio de Dorne, abiertamente inspirado en Al-Ándalus. Dos monumentos compitieron durante meses para acoger el rodaje: la Alhambra de Granada y el Real Alcázar de Sevilla. Este último se llevó el gato al agua por razones puramente pragmáticas. En este caso no había rigor histórico que respetar, pero la elección, de todos modos, debió de ser difícil. A pesar de sus diferencias en intención y dimensiones, ambos recintos son primos hermanos, y no por casualidad. Entre el palacio Mudéjar de Sevilla y el palacio de los Leones de la Alhambra hay un vínculo estrecho. Tan estrecho y peculiar como el que unió a los dos monarcas que los mandaron edificar: Pedro I de Castilla (1334-69) y Mohamed V de Granada (1338-91), respectivamente. El Alcázar de Sevilla, arrebatado a los almohades en el siglo xiii, se convirtió inmediatamente en un símbolo de la Reconquista. Tal vez para demostrar quiénes eran los nuevos amos de la ciudad, Alfonso X, tatarabuelo de Pedro I, encasquetó al palacio tres salas de estilo gótico. En cambio, el programa arquitectónico y propagandístico de su descendiente era muy distinto: un edificio de estilo mudéjar, de inf luencia claramente musulmana. Era el palacio de un monarca que aceptaba el vasallaje de Granada y que aspiraba a gobernar a súbditos de todas las confesiones. El rey gra- nadino envió al castellano muchos de sus mejores artesanos, que embellecieron los Reales Alcázares con motivos islámicos, trabajando codo con codo junto a toledanos y sevillanos. Como contrapartida, el castellano mandó a pintores de Toledo a la Alhambra, donde Mohamed construía su propia obra maestra, todavía más impresionante, si cabe. La huella del naturalismo gótico se aprecia en el patio de los Leones y en la llamada sala de la Justicia, decorada por estos artistas cristianos.
Vidas paralelas
Pedro y Mohamed tenían mucho en común. Para empezar, eran de edad y aficiones parecidas, lo que sin duda contribuyó a que se entendieran bien. Ambos subieron al trono en plena adolescencia, con dieciséis años, y tuvieron que hacer malabarismos para mantenerse en él. Las intrigas familiares fueron su talón de Aquiles. Los dos pagaron las consecuencias de tener un padre bígamo, una madrastra ambiciosa y un hermanastro dispuesto a todo por arrebatarles el reino. El musulmán logró superar todas estas dificultades, no sin ayuda, y reinar hasta una edad bastante avanzada, parece ser que con la estima y aprobación de la mayoría de sus súbditos. El cristiano perdió la cabeza, literalmente, a los treinta y cuatro años, y con ella la reputación. La historia, escrita por quienes lo derrocaron, lo recordaría como “el Cruel”. Obviamente, por más paralelismos que hubiera en sus vidas, a estos dos reyes también los separaba un abismo religioso y cultural. Al menos, en teoría. La práctica era muy distinta. Sería un error imaginarse la península ibérica en la Edad Media como una continua reyerta religio- sa, al modo de las fiestas tradicionales de “moros y cristianos”. Los equilibrios de poder variaban constantemente, y las alianzas interreligiosas eran frecuentes. Existía el ideal de la “reconquista”, sí, tanto como la épica de la “guerra santa”, pero no siempre interesaba llevarlos a cabo. Cuando convenía, se apelaba a los grandes discursos religiosos. Cuando no, se pactaba con el bando considerado infiel, sin demasiados escrúpulos de fe. Cuando la tensión se relajaba, crecía la influencia mutua. Por ejemplo, en la Granada del siglo xiv, los musulmanes celebraban la Navidad y San Juan, además de sus propias fiestas. En las fechas señaladas no faltaban la música ni el vino, a pesar de estar prohibidos por el islam. Las mujeres, que gozaban de mayor libertad que en el resto del mundo islámico, lucían joyas y adornos. Hasta empezaba a relajarse el uso del velo en ocasiones informales. Por su parte, los cristianos del siglo xiv se entretenían con juglares
EN LA GRANADA DEL SIGLO XIV, LOS MUSULMANES
CELEBRABAN SUS FIESTAS, Y TAMBIÉN LA NAVIDAD
musulmanes y acogían toda clase de innovaciones literarias, médicas, agrícolas o gastronómicas, como el azúcar refinado. A los aristócratas musulmanes que combatían temporalmente en las filas cristianas se les romanizaba el nombre y se les trataba de “don”, como al resto de caballeros: don Farax, don Reduan...
Asuntos internos
Pedro I no duda en echar el freno a la Reconquista. Tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse, así que, nada más sentarse en el trono, firma un tratado de paz con los benimerines, que dominan el Magreb, y con los nazaríes, que reinan en Granada, último reducto musulmán en la península. De este modo puede centrarse en sus problemas domésticos, que no son pocos: hambre, una epidemia de peste y una ristra de hermanos y primos decididos a conspirar en su contra. Pedro es el único hijo legítimo de Alfonso XI, fruto de su matrimonio con María de Portugal. Su padre, sin embargo, crió una familia paralela con su amante Leonor de Guzmán, que le dio diez hijos. A su muerte, una de las primeras medidas de Pedro, o tal vez de su entorno, fue asesinar a Leonor, pero los hijos de esta seguirán haciendo peligrar su posición. Uno de los mayores, Enrique de Trastámara, no parará hasta verlo muerto y reemplazarlo en el trono de Castilla. Los demás oscilarán entre la sumisión y la traición, según sople el viento. Todo el reinado de Pedro I estará marcado por un pulso a muerte con la nobleza. Por un lado, las arcas públicas están vacías y los campos, yermos. Además de cebarse con los pobres, la peste ha empobrecido a los poderosos: los muertos no pagan impuestos. A los nobles les estorban los tributos reales y quieren aumentar los señoriales, para compensar sus propias pérdidas. Por otra parte, la corte no es de fiar. El joven monarca, sin hijos, cae enfermo a los pocos meses de reinado. Ni cortos ni perezosos, los aristócratas más allegados se alinean en torno a distintos candidatos a la sucesión. Para el desencanto general, Pedro I se recupera. Lo que nunca más recobrará es la fe en sus cortesanos. Preferirá rodearse de burgueses, pequeños nobles y otros grupos ninguneados hasta entonces, como la comunidad judía. Es el primer capítulo de una larga lucha entre dos sistemas políticos: el feudalismo, en declive, y la monarquía moderna, basada en el centralismo y en el apoyo de las clases urbanas.
La política exterior le juega al monarca su primera mala pasada en 1353, al cabo de tres años de llegar al poder. Castilla es en esos momentos una potencia militar muy codiciada. Tanto Inglaterra como Francia, enfrentadas en la guerra de los Cien Años, le han echado el ojo a la armada castellana, que podría inclinar la balanza bélica a su favor. Ambos países hacen ofer tas matrimoniales al joven soberano de Castilla, quien aprovecha la ocasión para poner un precio muy alto a su regia mano. Finalmente, acepta a la candidata de Francia, Blanca de Borbón, con una dote de 300.000 f lorines, que los franceses se comprometen a pagar a plazos. Una vez consumado el matrimonio, no tarda en descubrirse el pastel: el primer pago de la dote no ha llegado, ni se espera que llegue jamás. Muerto de rabia, el rey manda encarcelar a la novia y nunca más vuelve a verla. La historia de la infortunada Blanca sirve de pretexto para una primera rebelión nobiliaria, con apoyo del papa Inocencio VI, que amenaza con excomulgar al rey por abandonar a su esposa, casarse con otra mujer y confiar en un judío como tesorero mayor. Además de los pecados carnales de Pedro, al pontífice le irritan los económicos: el rey ha puesto algunas pegas al cobro de ciertos diezmos eclesiásticos. Incluso su madre, María de Portugal, le da la espalda. Por entonces fallece el sultán Yusuf I, y su hijo Mohamed ocupa su lugar. Sin dudarlo un segundo, Granada renueva su pacto de vasallaje con Castilla. A ninguna de las dos partes le conviene un conflicto.
Con faldas y a lo loco
En el siglo xiv, Granada es el último oasis para los seguidores de Mahoma en la península. Las montañas de Sierra Nevada la hacen casi inexpugnable. Paradójica- mente, la Reconquista ha traído prosperidad al reino. Musulmanes de distintos orígenes se refugiaron allí en la centuria anterior, huyendo de las huestes cristianas. Mientras el resto de Europa pierde hasta un tercio de su población a causa de la pandemia de peste, en Granada la superpoblación migratoria es una carta favorable: aún queda mano de obra suficiente para cultivar los campos. La prosperidad de los granadinos se contempla con envidia desde el norte de África, pero su situación política es precaria. Para mantener su independencia, sus reyes coquetean con unos reinos y otros, en función de los distintos equilibrios de poder. Como musulmanes, los monarcas nazaríes deben mantener buenas relaciones formales con el sultán de Fez, el de El Cairo o el de Tremecén (actual Argelia), pero corren el riesgo de ser conquistados por cualquiera de ellos. Solamente un aliado cristiano puede man-
MOHAMED SUFRE UNA CONJURA POR PARTE DE SU HERMANASTRO, Y PEDRO TIENE SU PROPIA REVUELTA FAMILIAR
tener a estos potenciales invasores a raya, y viceversa: si los cristianos reemprenden la Reconquista, se impone un acercamiento hacia los hermanos de fe. Con el tiempo, Mohamed V se revelará como un consumado funambulista, todo un tahúr en el juego de tronos del siglo xiv, pero su reinado empieza con mal pie. Tras cinco años de tranquilidad, Maryam, la segunda esposa de su difunto padre, incita a su propio hijo mayor, Ismail, a destronar a su hermanastro. El golpe de Estado es de película: cien conjurados escalan la muralla en plena noche, entran en casa del visir, al que asesinan en su cama, y proclaman rey a Ismail. Les falla parte del plan: el sultán anda de picos pardos cerca del Generalife con alguna de sus favoritas. Alertado a tiempo, se viste con las ropas de su amante y huye disfrazado de mujer a Guadix, cuyos habitantes le juran lealtad. Pedro I, que en ese momento está sofocando la revuelta de sus hermanos, no puede socorrer por el momento al sultán destro- nado, que acaba por refugiarse en Fez, en el actual Marruecos. Allí, Abu Salim, sultán de los benimerines, lo trata con honores de invitado, pero en el fondo lo considera un rehén. Ha hecho un pacto con el usurpador granadino: mantendrá a Mohamed alejado de Granada, siempre que Ismail II retenga allí a ciertos parientes capaces de disputarle a él el trono marroquí. El reinado de Ismail II dura menos que un suspiro. Lo destrona su ambicioso cuñado, Abu Said, que reinará como Mohamed VI y pasará a la historia como el rey Bermejo. Entretanto, Pedro I se ha embarcado en una guerra contra Pedro IV de Aragón, que apoya con más o menos disimulo a su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. El Bermejo da un paso en falso: en vez de renovar la alianza de Granada con Castilla, pacta con su enemigo, Aragón. En paralelo, aparece un emisario pontificio dispuesto a mediar entre Aragón y Castilla, con el objeto de que los reinos cristianos renueven su antigua cruzada contra el islam. Pedro no tiene intención alguna de convertirse en el nuevo héroe de la Reconquista, pero sabe que Aragón y Granada se han aliado y no puede combatir en dos frentes. Toma una rápida decisión: paz con Aragón, guerra contra Granada. Mohamed V es su pretexto ideal. Se erige en defensor del rey desterrado, amenaza al sultán de Marruecos para que deje marchar a su huéspedrehén e invita a este a Sevilla. Este es, probablemente, el momento mágico en que Pedro I idea su nuevo palacio en el Alcázar, que se empezará a construir tres años más tarde al estilo nazarí, y el momento en que Mohamed V se familiariza con el arte gótico. Es difícil saber hasta qué punto fueron íntimos, además de aliados políticos, pero, si hubo entre ellos la amistad sincera que se intuye en ciertos detalles de sus empresas arquitectónicas, si existió auténtica lealtad más allá de la pura conveniencia, sin duda ese sentimiento se forjó durante aquel verano de 1361.
Ni yihad ni Reconquista
Cuando emprenden la campaña militar para reconquistar Granada, lo hacen por separado y por frentes distintos, aunque las fuentes cristianas hablan de un pacto inicial para repartirse las conquistas. ¿Hubo algún desacuerdo? Probablemente no, pero cada uno tenía un público diferente al que contentar. Pedro I queda divinamente ante el papa combatiendo contra Granada, pero el pontífice no vería con buenos ojos que le entregara el reino voluntariamente a otro musulmán, por muy sultán legítimo que fuera. Es mejor que parezca que Mohamed V ataca por otro flanco y por su cuenta, aprovechando la debilidad del usurpador. Por otra parte, Mohamed V necesita ganarse de nuevo la confianza y
el respeto de sus súbditos. Debe mostrar independencia y fuerza, no le conviene ser visto como el títere de un rey cristiano. Mientras tanto, también el rey de Aragón finge. Aparenta respetar su alianza con el rey Bermejo, pero permite que uno de sus nobles, según él por iniciativa propia, ayude a Castilla. De este modo puede jugar a dos bandas, mientras espera el resultado de la contienda. A la desesperada, el Bermejo se reúne con Pedro I cerca de Sevilla para ofrecerle vasallaje, convencido de que este aceptará un acuerdo. Se equivoca. Pedro I lo asesina y envía su cabeza a su amigo Mohamed V, que recupera el trono el 16 de marzo de 1362. Casi inmediatamente, estalla de nuevo la guerra entre Castilla y Aragón. En agra- decimiento por su ayuda, Mohamed V cede a Pedro I seiscientos jinetes. La amistad entre Granada y Castilla perdurará durante todo el reinado de Mohamed, imperturbable ante los vaivenes de la política europea y mediterránea. Pedro IV de Aragón intenta meterse al sultán en el bolsillo, sin éxito. Pero muy pronto cuenta con mejores aliados. Enrique de Trastámara, exiliado durante unos años en Francia, contrata a las Compañías Blancas, una tropa de mercenarios de la que el rey francés está deseoso de librarse. Su eficacia en tiempos de guerra es indiscutible, pero en época de paz no hacen más que saquear aldeas y causar problemas. Con esta tropa, encabezada por Bertrand du Guesclin, y el apoyo de Aragón, Enrique de Trastámara llega a Burgos, donde se corona a sí mismo rey de Castilla el 5 de abril de 1366. El nuevo rey tarda solo un mes en llegar a Toledo y poco más en instalarse en Sevilla, donde Pedro I acaba de terminar su nuevo palacio. Pedro I huye a Portugal y embarca el tesoro real en una galera, que es asaltada por los partidarios de Enrique: 1.650 kilos de oro que pasan a financiar la campaña militar del nuevo monarca. Sin dinero ni partidarios, el destronado Pedro pacta con Inglaterra y logra el apoyo de Eduardo de Woodstock, apodado el Príncipe Negro. El inglés, todo un personaje de novela caballeresca, se declara horrorizado de que un bastardo usurpe el trono de Castilla, pero su apoyo no es precisamente gratuito. Pedro I le promete 550.000 florines, y
DESTRONADO, PEDRO PACTA CON INGLATERRA, PERO EL APOYO DEL PRÍNCIPE NEGRO NO ES PRECISAMENTE GRATIS
otros 200.000 al rey de Navarra, por franquear el paso a sus tropas. Mientras, Mohamed V vive un momento de pánico. Viendo caer a su aliado, busca el apoyo de los sultanes del Magreb, ofrece un acuerdo a Enrique de Trastámara e incluso negocia con Aragón un pacto que no llegará a ratificar. Entretanto, Pedro I regresa, triunfal, al trono y ambos retoman su tradicional amistad. El granadino incluso envía en ayuda del castellano a su consejero Ibn al-Jatib. A sus aliados magrebíes, el sultán les dice que apoya al rey de Castilla con el fin de “aprovechar tan excelente ocasión para hacer la Guerra Santa y llevar la desolación a la tierra de los cristianos”. La verdad, probablemente, es otra: una vez más, Mohamed V teme perder la independencia a manos de otros reinos islámicos y prefiere mantener aliados de ambas religiones. Enrique no se rinde. Se rearma y regresa a Castilla. La guerra civil continúa, cada vez más cruenta. Pedro I no puede pagar las soldadas prometidas a sus aliados ingleses y estos lo dejan plantado. Finalmente, las tropas trastamaristas lo acorralan en el castillo de Montiel. El rey sale a negociar con Enrique y entra, desarmado, en la tienda del comandante Du Guesclin. Allí, según las crónicas, su propio hermano lo apuñala y después lo decapita, para exhibir su cabeza clavada en una lanza.
¿Justiciero o cruel?
Una de las grandes diferencias entre Mohamed V y Pedro I es la actitud de sus biógrafos. Ibn al-Jatib, el cronista del granadino, solo tiene palabras elogiosas para su rey y benefactor. Pedro López de Ayala, el del castellano, que se pasó al bando de Enrique de Trastámara y obtuvo de él cargos muy importantes, escribe pensando en adular a su nuevo señor. Su retrato de los defectos de Pedro I le granjearía al monarca el apodo de “el Cruel”, en vez del sobrenombre “el Justiciero” que le daban sus partidarios. Ciertamente, Pedro I fue colérico e implacable con sus enemigos. No dudó en asesinar a decenas de adversarios políticos, en una época en la que lo común era hacer prisioneros y cobrar rescates. Pero su oponente Enrique fue responsable de terribles masacres de judíos de todas las edades, por las que el cronista prefiere pasar de puntillas. La propaganda trastamarista acusó a Pedro de infiel e impío por su alianza con Granada y su política de protección a los hebreos. Inocencio VI lo excomulgó, Urbano V se alió con sus enemigos. Su derrota dio alas a la intolerancia religiosa y oxígeno al agonizante sistema feudal, puesto que su sucesor, Enrique, para recompensar a los aristócratas que lo apoyaron, reforzó los privilegios señoriales. Granada perduraría un siglo más.