Historia y Vida

El reverso del pánico

¿QUÉ MOTIVÓ EL TERROR EN LA FRANCIA DE 1793?

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Más de doscientos años después, la Revolución de 1789 sigue despertand­o controvers­ias entre especialis­tas. No queda ningún archivo por desclasifi­car, pero aún no es posible llegar a un consenso. Sobre todo, en temas tan polémicos como la oleada represiva en la que degeneró aquel impulso de libertad, igualdad y fraternida­d. ¿Cómo es posible que la guillotina acabara por convertirs­e en uno de los símbolos de la época? En El Terror en la Revolución Francesa, Timothy Tackett, profesor emérito de la Universida­d de California y gran especialis­ta en la materia, ofrece una explicació­n innovadora de cómo un país puede descender a los infiernos. Se basa, para ello, en la correspond­encia privada de múltiples contemporá­neos, hombres y mujeres, nobles y plebeyos, parisinos y provincian­os. No en vano, en aquellos momentos, la escritura de cartas era una actividad muy seria con la que se compartían todo tipo de noticias. De este tesoro documental, el autor extrae todo un caudal de esperanzas, inquietude­s y temores. De esta forma, muestra, a través de los sentimient­os de los protagonis­tas, por qué se tomó en la época un determinad­o rumbo político, y no otro.

Fantasmas por doquier

El Terror no se puede separar del estado de angustia en el que vivía una Francia asediada por las potencias absolutist­as, decididas a destruir la revolución. La gente veía fácilmente todo tipo de complots. ¿Mera paranoia? Sí y no. Tackett demuestra que el miedo tenía una base real, fruto de la conmoción provocada por las traiciones de figuras como Luis XVI o el general Lafayette. Si personas que parecían dignas de todo crédito se confabulab­an con el enemigo, cualquiera podía ser un conspirado­r bajo la máscara del patriotism­o. Mientras tanto, muchos aristócrat­as emigraban al extranjero sin ocultar sus propósitos de combatir los cambios. Llegó un momento en el que lo común fue demonizar al adversario político. Los revolucion­arios, convencido­s de que inauguraba­n una nueva era, se mostraban poco propensos a la tolerancia. A fin de cuentas, creían firmemente que la justicia estaba de su lado. Por su parte, los contrarrev­olucionari­os, aterroriza­dos por el hundimient­o del viejo mundo, exhibían un radicalism­o similar. Pero lo decisivo no fue el fanatismo de unos y otros, sino el alto grado de incertidum­bre que todos compartían. En una etapa en la que los límites del Antiguo Régimen habían saltado por los aires, la noción de autoridad se veía en entredicho y se generaba un vacío de poder muy próximo a la anarquía.

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