La ratonera prodigiosa
UN ASEDIO FEROZ Y LA EXCELSA SINFONÍA QUE INSPIRÓ
Aunque todo el frente oriental de la Segunda Guerra Mundial se significó por sus salvajadas, el invierno de 1941-42 fue especialmente atroz en Leningrado. La actual San Petersburgo tomó conciencia cabal de ello en la primavera, cuando “la nieve empezó a derretirse, dejando al descubierto los cadáveres”. Un clarinetista recuerda cómo emergieron “piernas amputadas a las que les faltaban trozos de carne”, así como “cuerpos con los pechos cortados”. El móvil tras estas y otras macabras mutilaciones lo explica una oboísta a la que una vecina acudió desesperada en busca de refugio: “Su marido estaba intentando matarla para comérsela”. En efecto, la ciudad soviética más intelectual y refinada, la antigua capital de los zares, había sobrevivido en parte gracias al canibalismo. Se debió a un contexto no menos horripilante. Hitler había ordenado que Leningrado desapareciera de la faz de la tierra. Así, tuvo cabida de septiembre de 1941 a enero de 1944 un cerco cuya artillería se ensañó con los lugares más concurridos, desde paradas de tranvía a teatros y cafés. De esos 900 días demenciales, lo peor ocurrió aquel primer invierno, antes de abrirse vías que relajaran el bloqueo. En apenas tres meses perecieron 250.000 personas a causa del hambre, los bombardeos y las temperaturas de -28 ºC. Paradójica y desquiciadamente, Stalin continuó entretanto con sus cruentas purgas de disidentes reales e imaginarios.
Decir callando
Fue justamente para evitarlas que un compositor local, Dmitri Shostakóvich, comenzó a crear en pleno asedio una sinfonía para congraciarse con el régimen. Esta, la séptima del autor, bautizada Leningrado, no solo le salvó la vida cuando peligraba por sus obras anteriores. También se convirtió en un canto, aclamado al instante y aún hoy sobrecogedor, a la heroica resistencia de sus compatriotas, oficialmente frente a la invasión alemana y oficiosamente frente al terror estalinista. Historiador por formación y periodista de profesión, el inglés Brian Moynahan, largamente corresponsal en Rusia, trenza con múltiples anécdotas y testimonios esta crónica al alimón del sitio y la sinfonía, que culmina en el estreno de la obra en condiciones infrahumanas dentro de la capital cercada. Destaca la objetividad del ensayo pese a su dramatismo, patente, por ejemplo, en un retrato de Shostakóvich cargado de claroscuros.