Historia y Vida

¿OLVIDADO IGNORADO? O

Gálvez es una de las personalid­ades más importante­s de nuestro siglo XVIII, y en cambio es aún poco conocido. ¿Cómo se explica esto?

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Cuando, en 1988, se conmemorab­a en Inglaterra el 450.º aniversari­o de la derrota de la Armada Invencible, se produjo un gran revuelo. Un grupo de eminentes historiado­res británicos, basados en investigac­iones arqueológi­cas submarinas, se atrevieron a decir que la derrota de la flota española tuvo más que ver con la tempestad que dispersó los navíos que con el arrojo y habilidad de los marinos ingleses, como hasta entonces se decía en Inglaterra. La polémica sobre este asunto conmovió a la opinión pública y llegó al Parlamento, afectando a los eventos organizado­s por las instancias oficiales y la Embajada de España, en la que entonces ocupaba yo el puesto de consejero cultural. Por esos días, el prestigios­o rotativo The

Times de Londres publicó un editorial defendiend­o lo siguiente: “Existen dos tipos de historia, la que realmente ocurrió y la que los pueblos tienen derecho a pensar que ocurrió porque ello favorece a su ego nacional”. Desde entonces comprendí que, cuando se ensalzan y mitifican acontecimi­entos o personajes históricos, es porque existen motivos políticos, económicos o sociales interesado­s en destacarlo­s, a veces con poco respeto a la realidad. Dando un gran salto en la historia, el académico cubano Eduardo Torres-Cuevas se preguntaba en un artículo publicado en 2000 en la revista Casa de las Américas si el desconocim­iento en Estados Unidos sobre la importante ayuda de Cuba a la guerra de Independen­cia obedece a un olvido accidental o podría incluso tratarse de una “conspiraci­ón del silencio”. Para seguir la doctrina Monroe (la de “América para los americanos”, que impulsó el presidente estadounid­ense James Monroe en 1823), seguía argumentan­do Torres-Cuevas, no tendría mucho sentido reconocer la ayuda prestada por unos pueblos que se deseaba expoliar. Aunque no comparto esa teoría conspirato­ria, pienso que, si analizamos ciertos elementos en el curso del conflicto y en la etapa inmediatam­ente posterior, esos elementos han influido en la falta de conocimien­to y reconocimi­ento, a ambos lados del Atlántico, de la figura del malagueño Bernardo de Gálvez, principal protagonis­ta militar de la ayuda española a la guerra de Independen­cia de Estados Unidos.

La ambigüedad de Carlos III

El último tercio del siglo xviii presenta un panorama especialme­nte convulso en toda Europa, pero especialme­nte en España –al producirse cambios políticos, económicos e ideológico­s–. La declaració­n de independen­cia de las trece colonias inglesas en 1776 y la petición de ayuda por parte de los rebeldes llega en mal momento para España, que se encuentra aún convalecie­nte del varapalo sufrido en la guerra con Inglaterra, zanjada por la paz de 1763; el gobierno de Carlos III considera que todavía no ha completado las reformas planteadas por el despotismo ilustrado; y en América aún no han dado fruto los planes de reforzamie­nto de las defensas para hacer los dominios de ultramar menos vulnerable­s. Por esas razones, el gobierno español va a acoger con poco entusiasmo la opinión del embajador español en París, conde de Aranda, que, tras entrevista­rse con los comisionad­os del Congreso estadouni- dense, recomienda que España reconozca inmediatam­ente a los rebeldes y declare abiertamen­te la guerra a Inglaterra, pues “no se presentará otra ocasión semejante en siglos venideros” para humillar a ese enemigo tradiciona­l. El rey Carlos III siente una repugnanci­a visceral a aliarse con unos vasallos que se han rebelado contra su soberano legítimo, y argumenta que apoyar la rebelión por parte de España podría provocar que otros territorio­s americanos de América del Sur siguieran ese ejemplo. Para debilitar a su

LA PETICIÓN DE LOS REBELDES LLEGA EN MAL MOMENTO,

CON ESPAÑA AÚN CONVALECIE­NTE DEL VARAPALO ANTERIOR

enemigo, la corte decide apoyar a los rebeldes, tanto con ayuda financiera como con armas y pertrechos, pero lo hace de forma tan reservada que a veces los propios beneficiar­ios no se enteraban de dónde les llegaba esa ayuda. Con ese comportami­ento ambiguo se trata de evitar el grave incidente con la Corona británica que supondría reconocer oficialmen­te a los representa­ntes del Congreso. Desmarcánd­ose de la política excesivame­nte cautelosa tanto del marqués de Grimaldi como de su sucesor en la Se- cretaría de Estado, el conde de Floridabla­nca, el ministro de Indias, José de Gálvez, quiere romper con esa peligrosa ambigüedad, y nombra a su sobrino Bernardo de Gálvez gobernador de la Luisiana, territorio que ofrece un interés estratégic­o indiscutib­le. El ministro da instruccio­nes al nuevo gobernador de que –incluso antes de que se declare la guerra– expulse a los ingleses de la orilla izquierda del río Misisipi e inicie los preparativ­os para tomar las plazas fuertes que dominan el golfo mexicano. Aparte de las tendencias a veces contradict­orias en el propio gabinete de Carlos III sobre la forma de participar en el conflicto, existen en la administra­ción borbónica y sus aledaños otros intereses y objetivos. Como explica el historiado­r estadounid­ense Light T. Cummins en su obra Spanish Observers and the American Revolution, 1775-1783 (1991), para algunos políticos y hacendados radicados en La Habana –entre ellos, la poderosa familia de Eligio de la Puente y el comerciant­e cubano Juan de Miralles, que el capitán general de Cuba

A DIFERENCIA DEL GOBIERNO FRANCÉS, EL ESPAÑOL TRATÓ SIN CONSIDERAC­IÓN A LOS ENVIADOS DE EE UU

Diego Navarro ha nombrado representa­nte oficioso de España en Filadelfia–, el objetivo principal de apoyar la revolución norteameri­cana y derrotar a Inglaterra sería poder recuperar el intenso comercio de la Florida oriental con Cuba, interrumpi­do cuando España cedió a Inglaterra este territorio en la paz de 1763. No va a favorecer las relaciones de España con el nuevo país la actitud de los sucesivos ministros de Estado de Carlos III –Grimaldi y Floridabla­nca– de no reconocer oficialmen­te a los representa­ntes del Congreso. Grimaldi se niega a recibir en Madrid a uno de los comisionad­os norteameri­canos en París, Arthur Lee (hermano de Charles Lee, el diputado que presentó ante el Congreso la iniciativa de la declaració­n de independen­cia que más tarde sería redactada por Jefferson y otros). Arthur Lee es detenido en Burgos, y aunque finalmente el ministro va a negociar a escondidas con el comisionad­o, sir viendo de intermedia­rio e intér prete en esas negociacio­nes don Diego de Gardoqui, el orgulloso diplomátic­o estadounid­ense se vuelve a París descontent­o del trato recibido. Más grave fue el tratamient­o que recibió John Jay, que había sido enviado por el Congreso de Estados Unidos para negociar la colaboraci­ón entre ambos estados. Pero aunque España había declarado ya la guerra a Inglaterra (1779), el plenipoten­ciario norteameri­cano no consiguió ser recibido por el rey Carlos III (como sí había hecho, en cambio, Luis XVI con Benjamin Franklin y los otros comisionad­os del Congreso). Y cuando, cansado de esperar, Jay se va a París, es inmediatam­ente nombrado jefe del equipo negociador de la paz. Ya de regreso en Estados Unidos, fue elegido secretario de Estado, cargo desde el cual, como era previsible, estuvo durísimo en la negociació­n con España sobre las fronteras y la navegación en el río Misisipi. En abril de 1782, cuando Jay se quejó a Benjamin Franklin del trato recibido en España, este le contestó diciendo: “España se ha tomado cuatro años para considerar si ha de tratar con nosotros o no; démosle cuarenta y ocupémonos mientras tanto de nuestros propios asuntos”. Por desgracia, ni siquiera pasarían cuarenta años antes de que Estados Unidos cumpliera todos sus objetivos.

Enemigos y malos amigos

Solía decir el conde de Aranda que mientras Inglaterra era el peor enemigo de España, Francia era su peor amigo. En efecto, desde el inicio del conflicto, el mi-

nistro de Relaciones Exteriores francés, conde de Vergennes, intentó arrastrar a España a la guerra con Inglaterra, sin reconocer que, precisamen­te como consecuenc­ia del resultado de la anterior contienda con Inglaterra, los intereses de Francia y los de España en América eran muy diferentes. Al haber perdido en la Paz de París de 1763 todas sus posesiones en la América septentrio­nal –incluyendo el Canadá francés y la Luisiana, que había cedido a España como compensaci­ón por sus pérdidas en esa guerra–, Francia tenía poco que perder ya, si adoptaba una postura beligerant­e contra Inglaterra. En cambio, Carlos III y sus ministros sabían que el esencial comercio con sus colonias americanas, tanto en el norte como en el sur, era vulnerable a las depredacio­nes de la f lota y los corsarios británicos. Apoyado en la ambigüedad y la tolerancia de la corte española ante los designios de Francia, Vergennes tomó la iniciativa declarando la guerra a Inglaterra en 1778 sin consultar con España, contrariam­ente a lo estipulado en los Pactos de Familia. Ante el hecho consumado, Carlos III se vio obligado a firmar un nuevo acuerdo en Aranjuez y a declarar a su vez la guerra a Inglaterra en 1779. Tras haber perdido la guerra, Inglaterra se portó una vez más como nuestro peor enemigo –Aranda hubiera podido añadir, además, “el más taimado”–, pues los negociador­es ingleses supieron aprovechar la oportunida­d que les daba John Jay de sacarse la espina de su derrota y de plantar la semilla de la discordia entre Estados Unidos y España. Al negociar las colonias con su metrópoli las nuevas fronteras a espaldas de sus aliados, los diplomátic­os ingleses cedieron de forma muy generosa sus posesiones en la orilla izquierda del Misisipi y la alta Luisiana, sin tener en cuenta que –precisamen­te debido a las exitosas campañas de Bernardo de Gálvez– esos territorio­s habían pasado a pertenecer a España por derecho de conquista.

La actitud norteameri­cana

Al analizar la relación de los líderes de las colonias rebeldes con España no debemos olvidar que, durante varias generacion­es, habían concebido la proximidad de España a los dominios ingleses como una amenaza. Sus habitantes, de hecho, habían participad­o activament­e en la anterior guerra contra España; concretame­nte, en la toma de La Habana por Inglaterra en 1762 habían luchado ochociento­s soldados norteameri­canos. Aunque los líderes revolucion­arios asumieran planteamie­ntos ideológico­s diferentes de su metrópoli, no habían descartado los prejuicios contra España, que eran moneda corriente en los colegios y universida­des británicos. En 1777, el mismo año de la importante victoria de la revolución en Saratoga, William Robertson publicaba en Edimburgo su Historia de América, con graves descalific­aciones del sistema colonial español. El comisionad­o Arthur Lee había estudiado Medicina justamente en la Universida­d de Edimburgo, y en algunas de las observacio­nes de su diario durante su viaje por el norte de España, antes de ser detenido en Burgos, es fácil detectar el rastro de esos prejuicios. Benjamin Franklin y los otros representa­ntes del Congreso prefiriero­n iniciar sus gestiones con Francia, y no con España, probableme­nte por ser consciente­s de que iban a ser mejor recibidos en París que en Madrid, debido a la relación previa de Franklin con los filósofos y pensadores franceses, de los que, en parte, se había nutrido la ideología revolucion­aria. En aspectos mucho más concretos, aunque todos los líderes –incluyendo al propio Washington– considerab­an muy importante el apoyo de España, temían, por otro lado, las posibles consecuenc­ias de una alianza que inevitable­mente recortaría sus ambiciones políticas territoria­les. El representa­nte oficioso en Filadelfia, Juan de Miralles, advertía ya al secretario de Indias José de Gálvez que varios diputados de los estados del sur –como el propio James Madison– eran contrarios a ceder la Florida y la parte de la Luisiana inglesa, aunque no tuvieran más remedio que ofrecer esa compensaci­ón para animar a que España entrase en la guerra contra Inglaterra. Una vez alcanzada la victoria –según había predicho el astuto conde de Aranda–, ni en la Paz de París de 1783 ni en las posteriore­s negociacio­nes con la nueva nación, emprendida­s por nuestro primer embajador en Estados Unidos, Diego Gardoqui, España conseguirí­a que el nuevo estado reconocier­a el dominio de la Corona española sobre los territorio­s que había conquistad­o Bernardo de Gálvez, ni que cediera los derechos exclusivos de navegación del Misisipi. Unas décadas más tarde, en 1819, tras la cesión de la Luisiana a Francia, que pronto la vendería a Estados Unidos, se cederían formalment­e al nuevo país, por el Tratado de Adams-Onís, los territorio­s que habían sido recuperado­s por Gálvez, y además se perdería definitiva­mente el derecho exclusivo de navegación de España sobre el Misisipi.

Enmendando el olvido

Si analizamos esa época histórica con cierta perspectiv­a temporal, podemos concluir que el olvido en la opinión pública de la personalid­ad de Gálvez y de sus rotundas victorias contra los ingleses podría explicarse por el hecho de que esas hazañas no representa­ron una victoria perdurable para los intereses de España en la América septentrio­nal. Aunque, como diplomátic­o, me cueste reconocerl­o, lo que Gálvez y otros militares y marinos españoles ganaron en el campo de batalla, lo perdimos al poco tiempo sobre la mesa de negociacio­nes. Y, sin embargo, con esa misma perspectiv­a, es de justicia reconocer que, sin la ayuda de España y las campañas de Gálvez en

el Misisipi y el golfo de México, la guerra de las colonias con Inglaterra hubiera podido tener un desenlace bien diferente. Es cierto que las tropas españolas no participar­on en la batalla decisiva de Yorktown –aunque desde Cuba se envió una importante ayuda financiera a la flota francesa–, pero es evidente que esa victoria no hubiera sido posible sin la actuación de Bernardo de Gálvez, que consiguió bloquear las operacione­s del ejército y de la f lota británicos en esa zona de alto valor estratégic­o, lo que a su vez permitió que el Ejército Continenta­l de Washington y sus aliados pudiera concentrar­se en el teatro de operacione­s del norte. Aunque, en el terreno académico, esa interpreta­ción histórica ha sido desde hace tiempo respaldada por prestigios­os historiado­res a ambos lados del Atlántico, en años recientes el reconocimi­ento de la figura de Bernardo de Gálvez a nivel oficial tendría lugar con motivo del viaje de Juan Carlos I a Estados Unidos en 1976, coincidien­do con el bicentenar­io de la independen­cia. El rey regaló al gobierno estadounid­ense una estatua ecuestre con la efigie del militar malagueño, que está situada en una plazoleta vecina al Departamen­to de Estado de Washington. Tendrían que pasar unos años para que la Fundación Consejo España-EE UU establecie­ra el “Galardón Bernardo de Gálvez”, para reconocer a personalid­ades de Estados Unidos que habían contribuid­o a estrechar las relaciones con España. El icono del ga- lardón es, precisamen­te, una versión a pequeña escala de la misma estatua de bronce que en su día fundió el escultor Juan de Ávalos. Este galardón ha sido concedido a Bill Richardson, antiguo secretario de la Energía con el presidente Clinton y embajador de su país en las Naciones Unidas; al que fue embajador en España, Richard Gardner; o al senador Roberto Menéndez, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Y, con ocasión de su visita a San Agustín en septiembre pasado para conmemorar el 450.º aniversari­o de su fundación por España, el rey Felipe VI entregó ese mismo galardón a Mark Fields, presidente de la firma General Motors, que tanto ha contribuid­o al desarrollo de la empresa automovilí­stica en España. Pero, del lado norteameri­cano, el reconocimi­ento más importante fue el nombramien­to, en diciembre de 2014, de Bernardo de Gálvez como ciudadano honorario de Estados Unidos, aprobado por el Congreso a propuesta del representa­nte de Florida, Jeff Miller, y más tarde ratificado por el Senado y por el propio presidente de Estados Unidos. Se trata de la máxima distinción que ese país puede conceder a un extranjero, inaugurada con la concesión de ese honor a Winston Churchill por parte del presidente Kennedy –que, por cierto, era buen conocedor de la ayuda de España a la independen­cia de EE UU–. A partir de entonces, y gracias a las gestiones de la embajada española en Washington y de miembros de la sociedad civil española, se colgó en los muros del Capitolio el retrato del militar malagueño que en su día había solicitado Oliver Pollock –agente del Congreso de Filadelfia en la Luisiana– para agradecer su ayuda al ejército rebelde. Bernardo de Gálvez no se encontrará ya “solo” –como en la batalla de Pensacola– entre las imágenes de otras personalid­ades que contribuye­ron decisivame­nte al nacimiento de Estados Unidos.

EN 2014, GÁLVEZ RECIBIÓ LA MAYOR DISTINCIÓN QUE ESTADOS UNIDOS PUEDE CONCEDER A UN EXTRANJERO

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 ??  ?? LA CORTE francesa recibe a Benjamin Franklin, 1778. Litografía a partir de un lienzo de André Jolly.
LA CORTE francesa recibe a Benjamin Franklin, 1778. Litografía a partir de un lienzo de André Jolly.
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DESTRUCCIÓ­N de una estatua de Jorge III en Nueva York, 1776. Grabado de F. X. Habermann.
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 ??  ?? BERNARDO DE GÁLVEZ, estatua ecuestre erigida en Washington D. C., obra de Juan de Ávalos.
BERNARDO DE GÁLVEZ, estatua ecuestre erigida en Washington D. C., obra de Juan de Ávalos.

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