¡Visado denegado!
¿Qué hacemos con los inmigrantes? esa pregunta sintetiza el recurrente y a menudo bronco debate mantenido en ee. UU. en los últimos cien años.
No hace falta leer el timeline de Twitter del presidente estadounidense Donald Trump para adivinar que quiere ser recordado por la reducción drástica de la inmigración ilegal, la deportación masiva de millones de “sin papeles”, la restricción de la llegada de los musulmanes de determinados países y la revocación o dilución de los acuerdos para acoger refugiados. A principios del pasado mes de febrero, el portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, admitió que su “jefe” estaba dispuesto a impulsar una seria reforma migratoria en el Senado. Mientras se negocia ese gran documento, que tendrá que admitir inevitablemente que no se puede expulsar del territorio americano a más de once millones de inmigrantes irregulares (hay quien incrementa esa cifra) sin provocar un cataclismo social, Trump está firmando frenéticamente órdenes ejecutivas para reducir las llegadas y multiplicar las causas de deportación automática. Abona un terreno desfavorable para los extranjeros a corto plazo, porque sabe que, a largo plazo, tendrá que concederles, como mínimo, la residencia o el permiso de trabajo a muchos de los que llevan años o décadas en suelo americano y que ya son padres o incluso abuelos de estadounidenses. La hostilidad contra la inmigración en general ha escandalizado a buena parte de la población que no votó a Trump y que ve a su país como una nación generosa, orgullosamente diversa y acogedora, una nación que, además, sabe cómo atraer el mejor talento mundial a sus startups, empresas y laboratorios. No es extraño que las grandes firmas de Silicon Valley hayan puesto el grito en el cielo ante las evidentes trabas que pueden sufrir sus contrataciones internacionales.
En esta soberbia polémica encontramos los cinco elementos que han definido las leyes y los grandes debates migratorios de los últimos cien años en la todavía primera potencia mundial.
¿No éramos tierra de acogida?
La concepción de Estados Unidos como un faro de libertad, inmigración y solidaridad está, indudablemente, basada en hechos reales. Al fin y al cabo, Estados Unidos recibió a 24 millones de extranjeros desde 1871 hasta 1914 y abrió sus puertas a las víctimas del horror totalitario durante todo el siglo xx. Desde finales de los años cuarenta y finales de los cincuenta, acogió a más de cuatrocientos mil perseguidos por el comunismo. Entre 1951 y 1960, dos millones y medio de europeos orientales y occidentales pudieron establecerse en la primera potencia mundial y dejaron atrás el hambre y las heridas de la posguerra. En las décadas de los sesenta y setenta, Washington permitió la llegada de setecientos mil cubanos que huían del régimen de Fidel Castro y de cuatrocientos mil refugiados procedentes de Camboya y Vietnam, aterrorizados por la brutalidad de los jemeres rojos y el conflicto con China. Por eso no puede entenderse la existencia hoy de más de once millones de inmigrantes ilegales en suelo americano sin la complicidad de parte de las administraciones, los jueces y millones de vecinos en los últimos decenios.
¿Se puede contener el tsunami?
El segundo elemento es, justamente, la frustración ante la ineficacia de los mecanismos que existen contra la inmigración ilegal. Esta sensación de impotencia empezó a asomarse en los grandes debates parlamentarios en Estados Unidos a principios de los setenta y se concretó durante los 15 años siguientes. En aquella década se pusieron en marcha las primeras políticas que intentaban limitar la llegada de indocumentados, en 1981 el Congreso determinó que habían sido ineficaces y en 1986 se promulgó una amplia reforma migratoria que incorporaba una batería específica de medidas que multiplicaron las deportaciones.
No fue suficiente. Llegó una nueva ley en 1990 y, como aperitivo de lo que hoy vemos con Trump, Bill Clinton aprobó en 1996 otra gran reforma que exigía la construcción de una triple valla de 22 km en la frontera con México, expandía los delitos que provocaban una deportación automática, reducía las instancias judiciales a las que podían apelar los “sin papeles”, introducía nuevas sanciones contra la inmigración ilegal y restringía el acceso de los indocumentados a los servicios públicos. En 2002 y 2005 se aprobaron nuevas leyes al calor del pánico que sembraron los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono. En este caso, las autoridades exigieron que todos los ciudadanos tuvieran que identificarse en determinados edificios e infraestructuras. También decretaron el endurecimiento de los controles de entrada en las fronteras (abrieron
así la puerta a la construcción de nuevas barreras y muros físicos), la restricción de las políticas de asilo y la limitación de garantías procesales de los indocumentados como el habeas corpus.
La fijación contra los musulmanes aumentó la proporción de inmigrantes ilegales latinoamericanos –mexicanos especialmente– sobre el total. Eso es lo que ha llevado a Trump a creer que basta un muro en la frontera con México para frenar en seco la llegada de los irregulares.
¿El enemigo en casa?
El tercer elemento es el miedo a inmigrantes que pueden trabajar para “el enemigo”. La primera potencia mundial vetó en 1903 la entrada de militantes de extrema izquierda, restringió la de los comunistas en la década de los cincuenta y estableció una cuota específica a los inmigrantes de Europa del Este hasta 1978 (al final, se impuso a la región en su conjunto, y no por países). Temían que los “radicales” intentasen convertir Estados Unidos en una dictadura comunista o, más adelante, trabajasen a sueldo de Moscú para provocar su derrota en la guerra fría. En 1996, algunas de las medidas de la reforma migratoria de Bill Clinton intentaron restringir la llegada de terroristas extranjeros. Esas medidas se vieron corregidas y aumentadas después del 11S.
En estas circunstancias, no parece tan extraño que la Casa Blanca de Trump asuma que la inmigración de los musulmanes radicales y de los ciudadanos de determinados países donde Estados Unidos libra su guerra contra el yihadismo es una amenaza nacional.
¿Son iguales todos los inmigrantes?
El cuarto elemento de este gran debate, muy relacionado con el anterior, es la discriminación entre inmigrantes para favorecer determinados orígenes, capacidades, culturas o estilos de vida. Quizá el ejemplo más obvio e influyente sea el de imponer cuotas de entrada utilizando como criterio principal la nación de origen, que fue el régimen que predominó desde 1921 hasta 1965 en Estados Unidos. Normas posteriores han hecho que este marco no haya desaparecido del todo, y a ellas se acogen los abogados de la Casa Blanca para reducir a cero la entrada de inmigrantes de siete países islámicos. La primera vez que se impidió la llegada de los ciudadanos de una nación en concreto fue en 1882, cuando se consideró que los chinos estaban “invadiendo” California tras la fiebre del oro. En cuanto a las discriminaciones por razón de capacidad, cultura y estilos de vida, aquí entramos en un pequeño museo de los horrores que incluye la prohibición de la entrada o el cobro de tasas especiales a las prostitutas y los convictos (1875), los “lunáticos”, “idiotas” y personas que pudieran convertirse en una “carga” para el Estado (1885), los polígamos (1903),
en 1882 se impidió la entrada a los chinos porque estaban ‘invadiendo’ california Tras la fiebre del oro
los tuberculosos y niños sin la compañía de sus padres (1907) y los analfabetos, discapacitados mentales, alcohólicos, “vagos” y “maleantes” (1917).
Por supuesto, al igual que les ocurre en la actualidad a los profesionales extranjeros que Silicon Valley intenta atraer, los trabajadores que el país necesita han gozado desde los años cuarenta y los cincuenta de programas especiales de incentivos y facilidades, tanto si eran poco cualificados (los braceros latinoamericanos en 1943, por ejemplo) como si lo eran extremadamente (entre otros, los científicos europeos, sobre todo desde 1952).
Reforma sí, pero ¿cómo?
Existe la convicción de que hace falta una reforma migratoria que consiga reducir la inmigración ilegal mientras reconoce a millones de indocumentados el derecho a quedarse. La gran pregunta sería qué tipo de reforma. Si desde 1986 hasta el año 2000 se promulgaron tres reformas migratorias de calado que intentaron restringir con dureza la inmigración ilegal, el Migration Policy Institute ha calculado que, entre 1986 y 2009, el Congreso concedió la residencia a casi cuatro millones de inmigrantes ilegales. En 2013 estuvo a punto de aprobarse otra gran reforma migratoria que hubiera supuesto nuevas restricciones para los irregulares, al tiempo que regularizaba la situación de muchos otros.
La Casa Blanca de Donald Trump ha sugerido que quiere una reforma migratoria más dura que la que fracasó entonces. Mientras llega ese momento, va a demostrar hasta qué punto es capaz de hacerles la vida imposible a los irregulares que viven en Estados Unidos, a todos los que intenten colarse en sus fronteras y, muy especialmente, a los que provengan de México o de países que considere indeseables.