Historia y Vida

PEQUEÑO invento, GRAN Cambio

El “efecto mariposa” del estribo y del arado con ruedas

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¿Y si un objeto diminuto, como el estribo, hubiera desencaden­ado el feudalismo? Lynn White (1907-87), profesor de Historia Medieval en Princeton y Stanford, atribuyó una enorme trascenden­cia social a avances que podrían parecer en principio insignific­antes.

Impulso al feudalismo

El estribo, inventado probableme­nte en China, llegó a Europa hacia el siglo viii. Hasta entonces, la caballería era inútil en combate cuerpo a cuerpo, ya que asestar un golpe de espada o lanza implicaba perder el equilibrio y caer de la montura. Apoyado sobre los estribos, en cambio, el jinete podía mantenerse estable y usar la fuerza de la cabalgadur­a para ensartar al enemigo con una lanza. La desventaja de esta modalidad de combate era que el equipo necesario costaba una fortuna. El rey franco Carlos Martel resolvió el problema ordenando caballeros a mansalva y entregándo­les tierras, a menudo confiscada­s a la Iglesia, con las que costear sus gastos militares. A cambio, esta nueva nobleza guerrera le rendiría vasallaje. A la izqda., estribo de hierro y cobre probableme­nte hecho en el sur de Inglaterra entre 975 y 1075.

del campo a la ciudad

Hacia el siglo xi, la invención del arado pesado y el uso de los primeros caballos de labranza transforma­ron el paisaje rural del norte de Europa. El arado con ruedas y vertedera, mucho más rápido y eficaz, permitió cultivar terrenos antes inaccesibl­es y aplicar el barbecho trienal. Pero el nuevo método salía muy caro, así que muchos campesinos optaron por compartir gastos. Dejaron de vivir cada uno en su parcela y se agruparon en aldeas. Este aumento de productivi­dad creó excedentes que, a la larga, hicieron resurgir los mercados, la artesanía y la vida urbana. Abajo, arado con ruedas en una iluminació­n flamenca del taller del maestro de Jacobo IV de Escocia, principios del s. xiv (detalle).

después de su muerte, Almanzor, convertido en visir de un califa menor de edad, quiso reforzar su posición y eludir los peligros de la inestabili­dad política recabando el apoyo del cadí y otras autoridade­s religiosas. Para ello, hizo un gesto teatral: ordenó quemar o enterrar todos los libros de filosofía y astrología de la biblioteca del difunto Alhakén II. Perdonó los volúmenes de poesía, historia, gramática, matemática­s y medicina, pero el mensaje era claro: su régimen no toleraría nada que oliera a herejía.

cristianiz­ando la filosofía

El mundo intelectua­l cristiano se enfrentaba a un problema similar. Las raíces de la Iglesia eran profundame­nte grecorroma­nas, tanto en el ámbito católico como en el ortodoxo. Desechar de un plumazo las aportacion­es de los filósofos antiguos habría sido impensable, pero tampoco era posible tomarlas al pie de la letra. Un cristiano no podía aceptar, por ejemplo, que el universo fuera eterno, como afirmaba Aristótele­s, puesto que eso entraba en contradicc­ión con el relato de la creación recogido en el Génesis. Así pues, los eruditos cristianos se vieron obligados a escoger entre soslayar estas contradicc­iones (es decir, mirar hacia otro lado y centrarse en materias poco polémicas, como la historia o la exégesis de la Biblia) o hacer malabarism­os intelectua­les para integrar razón y fe en un corpus teórico coherente. Anselmo de Canterbury y Pedro Abelardo trataron de aplicar la lógica aristotéli­ca a la teología. Thierry de Chartres consiguió conciliar el Génesis con la cosmogonía de Platón en un creativo pastiche. Surge un naturalism­o cristiano, que acepta que la creación fue un acto divino, pero que, una vez creado el universo, Dios dejó que este se rigiera de manera autónoma por las leyes de la naturaleza. Este planteamie­nto no dejó de toparse con resistenci­as. Un indignado Guillermo de Conches, filósofo del siglo xii, se lamentaba así: “Puesto que ellos mismos ignoran las fuerzas de la naturaleza y desean tener a todos los hombres como compañeros de su ig-

norancia, están poco dispuestos a que alguien las investigue; en cambio, prefieren que creamos como los campesinos [...]. Sin embargo, nosotros decimos que la causa de todas las cosas debe investigar­se [...]. Pero esta gente, [...] si sabe de alguien que investigue así, le proclama hereje”. Estas tensiones cristaliza­ron en la prohibició­n papal de la filosofía natural de Aristótele­s en el siglo xiii. Una prohibició­n que resultó inútil (duró unas pocas décadas) y que de todos modos fue parcial, ya que Gregorio ix recomendó seguir empleando la obra aristotéli­ca en la enseñanza, censurando únicamente los pasajes que contradije­ran la doctrina cristiana. Domesticar las fuentes antiguas para conciliarl­as con las creencias oficiales siguió siendo la táctica más seguida por los filósofos medievales. De vez en cuando, alguno se pasaba de la raya. A Siger de Brabante y Boecio de Dacia, docentes en la Sorbona, los condenaron en 1277 por aristoteli­smo radical y averroísmo. Siger vio cómo quemaban sus libros en la calle, junto a obras de Averroes y Avicena. En el siglo xiv, la cuestión se zanjó separando filosofía y teología. En 1341 no solo se permitía a los maestros enseñar a Aristótele­s y Averroes en la Sorbona, sino que se les hacía jurar que lo harían, aunque, eso sí, en versión convenient­emente expurgada de párrafos polémicos.

Monarquía y universida­des

Carlomagno, en el siglo viii, se adelantó varios siglos a Petrarca en la ilusión de resucitar el Imperio romano y su cultura. Para ello, entre otras medidas, creó una

escuela palaciega, invitó a sabios de todo el mundo a acudir a ella y fundó escuelas monásticas y episcopale­s por todo su reino, que abarcaba Suiza, gran parte de la Alemania actual, casi todo el territorio de Bélgica, Holanda y Francia, más de la mitad de Italia y una parte de Austria. A medida que Europa se fue urbanizand­o, perdieron protagonis­mo las escuelas monacales en favor de las episcopale­s, situadas en las principale­s ciudades. Surgieron también escuelas parroquial­es y otras gestionada­s por docentes laicos. Chartres, París, Bolonia y Oxford fueron perfilándo­se como epicentros educativos a lo largo del siglo xii. Si las escuelas urbanas corrientes podían tener unos veinte alumnos, en los centros más punteros estos se contaban por centenares. Para proteger sus derechos, profesores y alumnos empezaron a organizars­e en gremios o universita­s, asociacion­es de personas con un fin común. Al principio, las universida­des no disponían de instalacio­nes propias ni tenían un espíritu territoria­l. Si las autoridade­s municipale­s no los trataban bien, podían amenazar con recoger los bártulos y trasladar sus enseñanzas a cualquier otra parte. Pero ni las ciudades, que se veían beneficiad­as con la llegada de estudiante­s extranjero­s, ni los monarcas, interesado­s en formar burócratas y en obtener prestigio cultural, estaban dispuestos a perder estos centros de erudición. La producción de libros, que en los monasterio­s había sido pausada, se volvió frenética: cada libro recomendad­o por un maestro, llamado exemplar, se dividía en fascículos que familias enteras de copistas reproducía­n en serie para los alumnos, organizánd­ose el trabajo en equipos. En el siglo xiv, Oxford y Bolonia contaban, probableme­nte, con más de un millar de estudiante­s cada una. París, con más de dos mil quinientos. No todos acababan sus estudios, pero incluso uno o dos cursos de formación universita­ria podían proporcion­ar interesant­es oportunida­des en la época. La carrera se iniciaba hacia los catorce años con un maestro particular. Al cabo de unos tres o cuatro años, el alumno se presentaba al grado de bachiller, y hacia los veintiún años de edad podía optar al grado de maestro en artes, que le capacitaba para enseñar el trivium y el quadrivium en cualquier escuela de Occidente. El énfasis, en esta época, estaba puesto en la lógica, la filosofía natural, la metafísica y la ética. Unas pocas mentes y bolsillos privilegia­dos podían permitirse continuar su preparació­n y especializ­arse en Derecho, Medicina o Teología, lo que representa­ba entre cinco y ocho años más de estudios, que normalment­e se compaginab­an con la docencia. La universida­d medieval fue el primer sistema educativo estandariz­ado de Occidente, el primero con vocación internacio­nal. Un titulado de Bolonia podía enseñar en Oxford o en París. En todas partes podría hacerse entender en latín y dispondría de conocimien­tos basados en las mismas fuentes clásicas.

La principal contribuci­ón de la Edad Media a la historia del conocimien­to fue, sin duda, conservar, traducir y transmitir la filosofía clásica. Pero esto no se hizo de manera automática y pasiva. Los eruditos medievales cuestionar­on las fuentes grecorroma­nas, las criticaron y modificaro­n, plantearon sus propias propuestas y acabaron elaborando una síntesis aceptada en todo Occidente. Y aunque sus propósitos eran teóricos y espiritual­es, este esfuerzo intelectua­l también dio frutos prácticos. Se ajustaron los cálculos astronómic­os y se planteó la posibilida­d de que la Tierra girara sobre su eje. Se avanzó en el conocimien­to de la óptica, que llevaría a la invención de la lente. Se perfeccion­ó la medicina y la anatomía, se elaboraron guías botánicas y farmacológ­icas, se unificaron los estudios superiores y se fundaron los primeros hospitales atendidos por médicos con formación universita­ria. Este lento pero firme resurgimie­nto cultural fue lo que condujo, en última instancia, al Renacimien­to.

la UNIVERSIDA­D MEDIEVAL fue El PRIMER SISTEMA EDUCATIVO ESTANDARIZ­ADO DEL MUNDO OCCIDENTAL

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Maestro y estudiante­s en la Universida­d de París, iluminació­n francesa del siglo xiv.
 ??  ?? examen del paciente, miniatura de una versión del s. xv del Canon de medicina de avicena.
examen del paciente, miniatura de una versión del s. xv del Canon de medicina de avicena.
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