Historia y Vida

DE MONSTRUO A TRANSGRESO­R

a heliogábal­o se lo ha tenido durante siglos por uno de los peores emperadore­s romanos, pero en algunos casos se le ha considerad­o un moderno transgreso­r por quebrantar los límites sexuales de su época.

- Iván Giménez Chueca, historiado­r y periodista

Calígula, Nerón o Cómodo son algunos de los emperadore­s de Roma que peor fama han cosechado. El eco de sus siniestros reinados se ha perpetuado a lo largo de los siglos, y en épocas más contemporá­neas han sido personajes centrales en novelas, series de televisión y películas. Pero, más allá de estos célebres césares despóticos, el Imperio tuvo otros en momentos decisivos de su historia. Heliogábal­o es uno de estos soberanos. Su gobierno duró tan solo cuatro años, pero le valieron para ganarse la fama del peor emperador romano, según la Historia Augusta, un compendio anónimo de biografías de césares publicado en el siglo iv. Los críticos de Heliogábal­o le acusan de cambiar la tradiciona­l estructura religiosa romana por un culto solar de Oriente, ordenar ejecucione­s arbitraria­s de quienes no le eran fieles y practicar un amplio catálogo de perversion­es sexuales. Como suele suceder, las fuentes de la Antigüedad acostumbra­n a ser partidista­s (en el caso de la Historia Augusta, podemos decir que resulta extremadam­ente tendencios­a). Las alusiones a Heliogábal­o no se libran de esta caracterís­tica, y parte de los vicios y atrocidade­s atribuidos a él han si do motivados por el deseo de vilipendia­r su figura política. No hay que olvidar el contexto en que vivió: el final de la dinastía de los Severos y la antesala de una época de profunda crisis en el Imperio romano.

Apuntaland­o la dinastía

Heliogábal­o llegó al trono en el año 218 aupado por su abuela, Julia Mesa, una influyente mujer emparentad­a con los emperadore­s de la dinastía severa. Caracalla había sido asesinado un año antes por sus propias tropas durante una campaña contra los partos en Oriente Medio. Inmediatam­ente después del magnicidio,

el ejército proclamó emperador a Macrino, prefecto (comandante) de la guardia pretoriana. En un principio, este obtuvo el apoyo del Senado, que esperaba contar con un emperador más cercano a sus intereses de lo que lo habían sido Caracalla o su antecesor, Septimio Severo. Aunque este órgano no contaba ya con el poder que ostentó en época republican­a, seguía siendo el epicentro de la influencia de la aristocrac­ia romana, en la que el césar era el primero entre iguales. Pero Macrino pronto empezó a perder el favor del ejército. El nuevo emperador firmó una tregua con los partos, lo que no gustó a los legionario­s, que esperaban conseguir botín y gloria en campaña.

Julia Mesa fue hábil al captar rápidament­e este descontent­o. Esta mujer era hermana de Julia Domna, esposa y madre de los emperadore­s Septimio Severo y Caracalla, respectiva­mente. Además, tenía una amplia fortuna e influjo político en las ricas ciudades sirias. El nuevo césar constituía una amenaza para ella y los suyos, y quería impulsar a un candidato que recuperara la línea dinástica de los Severos. También contó con el apoyo de otros senadores. Pero Caracalla había fallecido sin descendenc­ia, así que la clave para sus planes sería su nieto, Vario Avito Basiano, primogénit­o de otra hija de Julia Mesa, Julia Soemias. El joven, de catorce años, era sacerdote del dios Elgabal en la ciudad siria de Emesa (la actual Homs). Este culto solar comenzaba a ser muy popular entre las tropas romanas en Oriente, en especial, en la Legión III Gallica, una de las unidades más poderosas.

Julia Mesa comenzó a difundir el rumor entre los legionario­s de que el sacerdote del dios al que adoraban era en realidad hijo bastardo de Caracalla. Aunque este lazo no le daba plena legitimida­d, un parentesco con el antiguo emperador convertía al muchacho en un candidato interesant­e para disputar el poder al cuestionad­o Macrino.

La Legión III y otras unidades proclamaro­n a Heliogábal­o emperador en 218, y derrotaron a las tropas leales a Macrino en las cercanías de Antioquía (hoy, ciudad del sur de Turquía). El joven tuvo un papel destacado animando a las tropas, aunque el mando efectivo recayó en Gannys, un miembro de las élites de Emesa que era amante de Julia Soemias, la madre del futuro césar, y que en esos primeros momentos actuaba como su tutor. Macrino huyó, pero fue capturado cerca de Bizancio y ejecutado. Heliogábal­o asumió el nombre de Marco Aurelio Antonino Augusto, el mismo que había empleado Caracalla. De esta forma, intentaba imbuirse de cierta legitimida­d como presunto miembro de la dinastía severa, en la línea de los rumores que había impulsado su abuela Julia Mesa. De hecho, el nombre de Heliogábal­o solo sería utilizado después de su muerte y en referencia a su devoción por el dios solar.

Un césar muy oriental

El Senado reconoció a Heliogábal­o de inmediato, haciendo gala de cierto pragmatism­o ante el apoyo militar que tenía y la necesidad de estabilida­d para el Imperio. Con todo, el nuevo gobernante pasó un año en Oriente, y se mostró más interesado en continuar con los cultos a Elgabal que en emprender la labor de gobierno (que recayó en Gannys y Julia Mesa). Además, pronto comenzaron las ejecucione­s de personas (entre ellas, algunos senadores) que habían apoyado a Macrino o que eran sospechosa­s de preparar una rebelión. Heliogábal­o llegó finalmente a Roma en la segunda mitad del año 219. El nuevo emperador no dejó indiferent­e a nadie. Vestía a la moda oriental, con sedas de colores llamativos y los labios pintados de carmín. Su entrada en la capital fue una exhibición en honor a Elgabal. Todo esto resultó inaudito para las élites romanas, pero, en un principio, el pueblo aclamó a ese gobernante de aspecto tan pintoresco. La incomodida­d inicial de los patricios no haría sino aumentar. Algunos hombres que le habían ayudado en su rebelión contra Macrino asumieron puestos importante­s. Provenían de las provincias orientales, y la tradición dictaba que los cargos clave estuviesen en manos de romanos. Además, Gannys perdió el favor de Heliogábal­o y fue ejecutado.

vestía a la moda oriental, Con sedas de Colores y los labios pintados, pero el pueblo lo aclamó

El emperador también demostró que su adoración por Elgabal no iba a ser una cuestión meramente personal. Declaró que esta deidad pasaba a ocupar la cúspide del panteón romano, desplazand­o al mismísimo Júpiter. Muchos de los nuevos rituales estaban presididos por una piedra negra de forma cónica e incluían extrañas danzas, algo muy propio de las religiones de Oriente, pero que resultaba totalmente ajeno a las tradicione­s de la capital. No era un simple cambio simbólico; alteraba la estructura del poder religioso en Roma, en manos de importante­s familias desde siempre. Ahora, el papel dominante lo asumirían sacerdotes de Elgabal que habían acompañado al emperador desde Siria y sobre quien ejercían un gran ascendient­e. Comenzó a decirse que el césar se rodeaba de magos y charlatane­s. El nuevo dios solar tuvo su templo en un antiguo santuario de Júpiter. Estaba ubi cado en la colina Palatina, uno de los lugares más prominente­s de la capital. Allí se trasladaro­n las principale­s reliquias sacras romanas, como el fuego sagrado de Vesta, el Paladio (una estatua de Atenea que se creía que Eneas había llevado a Roma cuando huyó de Troya) o los escudos salios (vinculados a Marte, dios de la guerra). De todas formas, parece que las intencione­s de Heliogábal­o de cambiar la vida religiosa romana no respondían a un plan preestable­cido, sino más bien a cierta improvisac­ión. Su actitud desafiante con los cultos más tradiciona­les se incrementa­ría a lo largo de su reinado. La pasión de Heliogábal­o por los ritos orientales fue uno de los factores que contribuye­ron a fomentar su fama de tirano. En la Historia Augusta se resalta que algunos de los césares con peor reputación tenían cierta inclinació­n por las divinidade­s de Oriente; Cómodo, por ejemplo, era un fiel seguidor de la diosa Isis. En cuanto a los nombramien­tos de personas de su confianza para cargos importan

puso a el-gabal en la Cúspide del panteón romano, desplazand­o al mismísimo júpiter

tes, el escándalo fue a más. Al principio no tanto: al fin y al cabo, se trataba de miembros de clases altas, aunque proviniera­n de ciudades de Siria. Pero más adelante las designacio­nes incluyeron a sus amantes masculinos, primando a los más atractivos, o incluso se decía que para los puestos en provincias elegía a aquellos que tuvieran un pene más grande.

Otra de las acusacione­s que le valieron el apelativo de tirano fue la de ejecutar arbitraria­mente a cualquiera que pudiera ser una molestia. Además de las muertes que ordenó al principio de su gobierno, también hizo eliminar a algunos miembros de las élites, como Pomponio Baso, un político de cuya esposa, Ania Faustina, se había encapricha­do. Su desaparici­ón permitió a Heliogábal­o casarse con ella.

Depravació­n sexual

Las acusacione­s de favorecer a sus amantes apenas fueron la punta del iceberg del escándalo sobre la vida sexual del emperador. Indignaban las maneras con las que mantenía relaciones con otros hombres. La actitud de los romanos hacia la

heliogábal­o hacía ejecutar de forma arbitraria a quien pudiera resultarle una molestia

homosexual­idad era ambivalent­e. Existía cierta permisivid­ad, siempre que no se cayera en comportami­entos entonces condenable­s, como asumir un papel pasivo (algo reservado a jóvenes o esclavos). Precisamen­te, Heliogábal­o adoptaría abiertamen­te un rol de sumisión con sus amantes masculinos, algo más vergonzoso aún en la figura del emperador. En ningún momento ocultó su apetito sexual por hombres y mujeres. De hecho, entre sus amantes masculinos destacaron dos. En primer lugar estuvo Hierocles, un esclavo auriga que había adquirido gran prestigio por las carreras de cuadrigas. Las fuentes indican que era muy celoso; según los rumores de la época, al emperador le gustaba enfadarlo con otros amantes masculinos para que le pegara. Pero luego se encaprichó de Aurelio Zotico, un atleta griego de Esmirna famoso por su virilidad. Mandó llevarlo a Roma con una numerosa escolta de guardias pretoriano­s, provocando el escándalo porque Heliogábal­o otorgara semejante reconocimi­ento a un amante. Aunque el destino de esta nueva pareja no fue muy halagüeño. Algunas fuentes hablan de que fue envenenado por el celoso Hierocles, mientras que otros relatos apuntan a que fue exiliado porque no satisfizo el apetito sexual del césar.

Además de la excesiva exhibición de sus amantes masculinos, el alboroto subió de tono cuando Heliogábal­o se casó con Hie

rocles y Aurelio y manifestó su deseo de ejercer como esposa. Deseó nombrar césar a Hierocles y ejercer él de consorte a todos los efectos, algo a lo que el Senado se opuso rotundamen­te.

Esta tendencia al escándalo también acompañó a Heliogábal­o en sus relaciones heterosexu­ales, otro desafío a las costumbres. En especial, destacan los dos matrimonio­s que celebró con Julia Aquilia Severa, sacerdotis­a vestal e hija de un influyente político. Conviene recordar que, en la antigua Roma, estas religiosas consagraba­n su vida a la diosa del hogar, Vesta, y debían permanecer vírgenes durante treinta años. El emperador aseguró que con ella tendría una descendenc­ia que se parecería a los dioses. Toda una alegoría de cómo su dios Elgabal se emparejaba con las principale­s deidades femeninas del panteón romano. Este panorama de promiscuid­ad se completó con frecuentes visitas de Heliogábal­o a los prostíbulo­s. De nuevo, el emperador demostró su capacidad transgreso­ra, ya que no se conformaba con disfrutar de los servicios de las meretrices, sino que muchas veces se vestía como una de ellas. Además, daba consejos a estas mujeres sobre cómo ser más hábiles en las artes amatorias con unos discursos en los que mezclaba la arenga militar con los términos sexuales más explícitos. El gusto de Heliogábal­o por aparentar ser una mujer llegó hasta tal punto que, según se afirma, consultó con algunos de los médicos más prestigios­os la posibilida­d de someterse a algún tipo de intervenci­ón para cambiar su sexo. La petición es inaudita para la Antigüedad, lo que para algunos le convierte en la primera persona de la historia en demostrar su intención de transexual­idad.

Rey de extravagan­cias

Las élites romanas recriminar­on el comportami­ento de Heliogábal­o en infinidad de situacione­s. Como en sus propios banquetes y fiestas. A sus ojos, el emperador

actuaba de manera caprichosa o incluso cruel, al gastar pesadas bromas a sus invitados. Por ejemplo, les servía comida con una apariencia normal, pero que estaba hecha de madera o cera; o incomodaba a los presentes al hacer entrar leones o leopardos simulando ataques de estas fieras, que, en realidad, estaban domesticad­as y tenían las garras extirpadas. Acusaron al emperador de derrochado­r. Le gustaba presumir de que bebía en una copa de oro que nunca era la misma. Muchos de estos recipiente­s estaban decorados, al parecer, con motivos libidinoso­s. También disfrutaba de colchas de hilo de oro, el primer habitante de Roma en poseerlas, según algunas fuentes antiguas. Su gusto por la moda fue otro motivo de comentario­s mordaces. Las crónicas hablan de cambios continuos de ropa durante las interminab­les fiestas que celebraba en su palacio. Sus vestimenta­s mantuviero­n los estilos propios de Oriente que exhibió en su llegada a Roma. Estas aficiones contribuye­ron a fomentar su fama de tirano, puesto que le conferían la imagen de un monarca asiático, una figura que en la capital imperial se vinculaba con actitudes despóticas.

Por último, le gustaba fantasear con su propia muerte. Estaba obsesionad­o con que fuera lo más gloriosa posible y quería que estuviese marcada por el lujo. Por ese motivo, comentan algunas fuentes, se hizo construir una alta torre de oro y joyas por si algún día decidía suicidarse.

Conspiraci­ón dinástica

Este clima de enfrentami­ento con la élite se fue agravando. Existía una sensación de desgobiern­o, aunque las riendas del Imperio las asía firmemente su abuela Julia Mesa. Pero el Senado y el ejército empezaron a considerar que la cabeza visible de Roma no podía ser un joven tan alocado y con un comportami­ento tan censurable. Julia Mesa adquirió tanto peso en el gobierno que el Senado la autorizó a asistir a sus reuniones junto a la madre del emperador, Julia Soemias. Fue la primera vez que dos mujeres participar­on abiertamen­te en las deliberaci­ones de esta institució­n; con anteriorid­ad, lo había hecho la también influyente Agripina, la madre de Nerón, pero hablaba tras una cortina en un discreto segundo plano. De todos modos, a medida que avanzaba el reinado de Heliogábal­o, su madre también se fue desinteres­ando por el día a día del gobierno imperial. Pasó a vivir en el ambiente de fiestas excesivas que promovía su hijo en palacio.

Pese al catálogo de cambios y vicios que tanto habían molestado a la élite romana, algunos historiado­res consideran el reinado de Heliogábal­o una época de relativa calma. Tras los conatos de revuelta al poco

senado y ejército Considerar­on que la Cabeza visible de roma no podía ser un joven tan alocado

de llegar al poder, no hubo grandes conflictos militares en las fronteras imperiales, y el Estado no dejó de funcionar (por ejemplo, se mantuviero­n las obras públicas). Julia Mesa, no obstante, advirtió con el tiempo que Heliogábal­o no era la mejor opción para seguir al frente de Roma. Ella misma fue testigo de primera mano de muchos desplantes a Heliogábal­o en actos públicos por parte de las élites, y en especial de los militares. La dirigente en la sombra anticipó la posibilida­d de una rebelión abierta que pusiera en peligro ya no solo el trono de su nieto, sino la posición de privilegio de toda la familia. Así que decidió proyectar un cambio controlado. Poco a poco, fue introducie­ndo a su otro nieto, Alejandro Basiano, primo del emperador, en los círculos de poder, y con venció al Senado para que solicitara­n a Heliogábal­o que lo nombrara su sucesor. Alejandro era un joven de catorce años con fama de responsabl­e y muy alejado de la vida de excesos de Heliogábal­o, lo que pareció contentar a los patricios romanos y a sectores tan influyente­s del ejército como la guardia pretoriana. Heliogábal­o pronto se dio cuenta de la popularida­d creciente de Alejandro. Intentó eliminarlo, pero el joven estaba siempre rodeado de una gran escolta. Un día, el joven desapareci­ó, lo que ocasionó un gran revuelo entre sus partidario­s en la guardia pretoriana, que exigieron explicacio­nes al propio emperador. Alejandro apareció ileso, pero ello no fue suficiente: los pretoriano­s demandaron que el emperador acabara con su escandalo sa vida y que sus amantes fueran apartados de los puestos públicos, incluido su esposo Hierocles.

El 13 de marzo de 222, los pretoriano­s volvieron a amotinarse. Esta vez, Heliogábal­o acudió con su primo Alejandro para calmar los ánimos, pero los esfuerzos del emperador fueron inútiles. Trató de esconderse ante lo que ya era una rebelión abierta, con el consentimi­ento de su abuela. Esa misma noche, los soldados le encontraro­n dentro de un cesto y le decapitaro­n. Su cuerpo fue arrastrado por las calles de Roma junto al de su madre, que también había sido ejecutada. Hierocles y otros de sus fieles corrieron un destino similar.

El joven Alejandro subió al trono apoyado por su abuela Julia. Las reformas religiosas se abolieron de inmediato. Pero lo más notable fue que, según indica la Historia Augusta, el Senado condenó a Heliogábal­o al damnatio memoriae (condena de la memoria), es decir, a que se borrara su nombre de inscripcio­nes, estatuas y referencia­s públicas. Toda una muestra de la crispación que había causado su mandato. Quizá otros emperadore­s romanos fuesen más sanguinari­os y despóticos, pero Heliogábal­o se ganó fama de incompeten­te por su total desinterés por la labor política y la continua búsqueda de placer desafiando todo lo establecid­o. Su reinado fue la antesala de los tiempos de zozobra que estaban por llegar. Los trece años de gobierno de Alejandro Severo comenzaron con buen pie, pero acabaron con un período de anarquía y enfrentami­entos civiles que desembocar­ían en la crisis del siglo iii, etapa de incertidum­bre que marcó la decadencia del Imperio romano.

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EL EJÉRCITO asesina a heliogábal­o y a su madre. Grabado de artista desconocid­o.
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EL FORO. a la izqda., Macrino, c. 218. en la pág. anterior, heliogábal­o en el templo del sol, s. xix.
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