El arte de la comedia
Las grandes fiestas que Luis XIV ofreció a la corte en Versalles fueron el caldo de cultivo ideal para que las personalidades más ilustres de la corte desplegaran su buen hacer. El músico Jean-baptiste Lully y el comediógrafo favorito del monarca, Jean Baptiste-poquelin, Molière (1622-73), fueron los encargados de organizar la primera de esas fiestas, titulada Les Plaisirs de l’île Enchantée (“los placeres de la isla encantada”) y celebrada del 7 y al 13 de mayo de 1664. Por entonces, el dramaturgo ya era un antiguo conocido de la corte, no tanto por ser hijo del tapicero real de Luis XIII como por el éxito obtenido por su compañía de teatro, L’illustre Théâtre. La compañía había conseguido la protección de Felipe de Orleans, el hermano menor de Luis XIV, hasta quien había llegado recomendado por Armando de Borbón, príncipe de Conti. Era un caso más del complejo juego de recomendaciones que se precisaba para entrar en el estrecho y elitista círculo de la corte. Pero Molière justificó sobradamente tal privilegio con
el suyo era un caso más del complejo juego de recomendaciones para entrar en la corte
su talento cuando, en 1659, estrenó Las preciosas ridículas ante Luis XIV. Favorecido con el aprecio del monarca, Molière se instaló en palacio junto con el resto de miembros de su compañía y, en 1664, fue nombrado responsable de las diversiones de una corte que aplaudía entusiasmada sus comedias, sin darse por aludida ante la crítica irónica que se vertía desde el escenario sobre su comportamiento.
El riesgo de decir la verdad
Solo el revuelo a raíz del estreno del Tartufo (1664), donde se denunciaba la hipocresía de un sector de la Iglesia católica, pareció empañar la carrera triunfal del comediógrafo. La amenaza del arzobispo de París de excomulgar a quien presenciara o representara la obra desafió seriamente su papel en la corte. Sin embargo, pasados los primeros tiempos, pareció que el escándalo, paradójicamente, aumentaba su popularidad, y en 1665 Luis XIV otorgó al grupo de Molière el título de Compañía Real. La corte pudo así seguir aplaudiendo sus ácidas comedias y disfrutar de sus novedosas escenografías en obras como El misántropo, El médico a palos o El avaro. Tal fue la devoción del monarca y su entorno por el autor que, a su muerte, dado que, como comediante, no podía ser enterrado en tierra sagrada, Luis XIV expidió un permiso especial que permitió al genial dramaturgo recibir cristiana sepultura.