Cartas desde Versalles
Si alguien merece el título de cronista de la corte, esa es Marie de Rabutin-chantal (1626-96), más conocida como madame de Sévigné. Miembro de una familia de financieros borgoñones, se vinculó a la pequeña aristocracia local al casarse con el marqués Henri de Sévigné. Tras enviudar se instaló en París, donde frecuentó los salones literarios de la capital, especialmente el del todopoderoso superintendente de Finanzas, Nicolas Fouquet, que la introdujo en la corte. Desde entonces, fue un personaje omnipresente en el universo del Rey Sol. Frívola para unos, culta e inteligente para otros, madame de Sévigné vivió el día a día de una corte envuelta en un barniz de refinado decoro, pero que escondía un hervidero de intrigas y escándalos. Ningún detalle pasó desapercibido a su mirada; ningún comportamiento se libró de sus ácidos o incluso crueles comentarios. Tal vez por ello, no hubo fiesta o ceremonia cortesana a la que no se la invitara, en la esperanza del anfitrión de librarse de su mordaz pluma.
todo Versalles sabía que lo que pasara en la corte acabaría diseccionado en una de sus cartas a su hija
La corte en pleno, incluida la familia real, sabía que el relato de lo que aconteciera iba a ser diseccionado en alguna de las más de un millar de cartas que, entre 1671 y 1696, envió a su hija, la condesa de Grignan, que residía en la Provenza.
Retratos afilados
La prolija correspondencia cruzada entre madre e hija fue publicada entre 1734 y 1737 por iniciativa de Pauline de Simiane, nieta de la marquesa. Por ella desfilan fiestas cortesanas, bulos y rumores, chascarrillos, juicios sobre sus amistades... Madame de Sévigné no se ahorró comentarios ni sobre el monarca. En 1664 escribió a su hija: “No puedo dejar de explicaros una anécdota que os divertirá. Desde hace un tiempo el rey se empeña en escribir versos [...]. Sus profesores han conseguido que escriba algún pequeño madrigal tan malo que ni siquiera él se siente satisfecho. La otra mañana llamó al mariscal Gramont y le dijo: ‘Mariscal, le ruego que se lea este poema y me dé su opinión sin miedo a resultar impertinente’. Después de leerlo, el Mariscal dijo al Rey: ‘Sire, Vuestra Majestad tiene ciertamente un juicio acertado sobre todas las cosas. Ciertamente, es el madrigal más ridículo que he leído nunca’ [...]. El rey sonrió y le dijo: ‘Os agradezco vuestra sinceridad. Lo he escrito yo’ [...]. Quienes contemplaron la escena consideraron que aquella pequeña trampa era la mayor traición que pudiera hacerse a un viejo cortesano. He llegado a la conclusión que, después de lo sucedido, el Rey comprenderá lo lejos que está siempre de conocer la verdad”.