La máscara de la tragedia
El teatro suele representarse con dos máscaras unidas. Una, sonriente, evoca la comedia; otra, entristecida, la tragedia. Versalles fue un buen ejemplo de esta dualidad: mientras Molière hacía las delicias de la corte con sus comedias, Jean Racine (163999) la conmovía con sus tragedias. Convertirse en dramaturgo estrella de Versalles no le resultó fácil. De formación jansenista, hubo de enfrentarse a la facción más conservadora de la corte, que le consideraba susceptible de caer en la herejía. Fue la reverencia generalizada hacia la Corona, encarnada en la persona de Luis XIV, la que, finalmente, le abrió las puertas de palacio. En 1662, una grave enfermedad puso en peligro la vida del monarca. Recobrada la salud, Racine le ofreció una obra alegórica de su recuperación titulada La fama de las Musas. No solo se vio recompensado con el aplauso cortesano, sino que recibió de la Corona una pensión vitalicia. Plenamente consagrado, Racine se convirtió, junto con Molière, en factótum de la escena en Versalles. Las tragedias de uno y las comedias del otro se sucedían, y solo daban tregua para que el eterno rival de Racine, Pierre Corneille, estrenara alguna de sus obras. Pero la colaboración entre los dos primeros no duró demasiado. La interpretación por parte de la compañía de teatro de Molière de una tragedia de Racine irritó hasta tal punto a su autor que jamás volvieron a mantener trato alguno.
A producir historia
La muerte de Molière en 1673 le dejó el camino libre. Encumbrado a lo más alto, fue nombrado miembro de la Academia Francesa. Poco después, Luis XIV le otorgó el cargo de historiógrafo de la Corona, lo que le llevó a renunciar al teatro para consagrarse a sus funciones de cronista. Las reglas en Versalles habían cambiado. Por influencia de madame de Maintenon, la sobriedad se había impuesto, y el ambiente era el idóneo para representar una y otra vez las tragedias de Racine. Ocupado en sus labores historiográficas, solo retomó la labor de dramaturgo para satisfacer a la ya esposa secreta del rey, cuando le pidió que escribiera dos tragedias bíblicas, Esther y Atalía, para que fueran representadas por las alumnas de la Maison royale de Saint-cyr.