EL REY GUERRERO
carlos Xii de suecia heredó un imperio que tuvo que defender de la codicia de sus vecinos. ninguna misión podía ser mejor para él, enamorado de la vida marcial. Pero la Gran Guerra del norte requería mucho más que táctica y arrojo.
Para unos es el admirable resumen de la gloria guerrera; para otros, un loco desatado que llevó a la ruina a su reino. Delgado y alto para su época, con 1,75 m, en los retratos en que aparece como rey guerrero se aprecia su frente despejada y coronada por un cabello levantado, su nariz aguileña, sus gruesos labios y su gesto decidido, casi siempre espada en mano. Ni rastro de la viruela de juventud que marcó de cicatrices su rostro. Las fuentes indican que era muy devoto, tolerante, reservado y poco conversador. Por lo demás, casi nunca bebía alcohol, y su único amor conocido fue la milicia.
Al arte de la guerra dedicó toda su vida adulta, y en ella destacó como un gran conductor de hombres, un excelso jinete y un consumado espadachín. En la acción no vacilaba, y siempre intentaba ser ofensivo, aun en situaciones desesperadas. Esa intrepidez, sumada a una marcada obstinación, le llevó a conseguir algunas de las victorias tácticas más increíbles de la Edad Moderna. También a sufrir algunas dolorosas derrotas provocadas por su impaciencia y falta de miras estratégicas. A su muerte, su leyenda idealizada creció durante el Siglo de las Luces, hasta que otras figuras, como Federico el Grande o Napoleón, eclipsaron su novelesca vida en la historia.
Soñando con el Magno
Carlos nació durante el verano de 1682 en el desaparecido castillo Tre Kronor. Con solo seis años fue separado de sus ayas e instruido por tutores masculinos en ciertas materias y lenguas. Entregado a la lectura de Quinto Curcio, se fijó en la vida de Alejandro Magno y pronto fabuló ser como él, un guerrero conquistador. Acompañaba a su padre, el rey Carlos XI, en ceremonias, paradas militares y cacerías, en las que destacaba por su arrojo. A los 11 años perdió a su muy querida madre Ulrica. Y solo contaba 14 cuando su progenitor murió. Eso le dejaba, como único varón superviviente, un reino poderoso y respetado por todos, con territorios a ambos lados del Báltico y un gran legado marcial que deseaba ejercitar, aunque no podría hacerlo hasta cumplir la mayoría de edad, tal como había quedado reflejado en el testamento de su antecesor. Hasta que llegara esa fecha, el joven Carlos tendría que soportar de mala gana la regencia de su abuela Eleonora, asistida por cinco consejeros. Muy pronto empezó a convencer a los miembros del Consejo y a personajes influyentes de su absoluta capacidad para reinar. El 24 de diciembre de 1697, a lomos de un caballo alazán, entró en Estocolmo con el cetro en la mano y la corona sueca ya sobre su cabeza. Aclamado por su pueblo, se dirigió a la consagración que debía oficiar el arzobispo de Upsala. Una vez ungido, saltándose de nuevo todas las tradiciones, se autocoronó ante el aplauso generalizado como Carlos XII. Este gesto anticipaba su obstinación y firmeza de carácter, aunque en sus primeros pasos como monarca los embajadores extranjeros le vieran como un joven frágil y sin excesivo genio. El error de apreciación rápidamente se extendió por las
cortes vecinas, deseosas como estaban de restar territorios al Imperio sueco. Lo extraño era que una nación con limitados recursos y escasa población, apenas un millón y medio de habitantes, tuviera a principios del siglo xviii una estructura política tan dominante en aquellas latitudes. El primer paso lo había dado Suecia en 1561, cuando un conjunto de sus tropas desembarcó en Reval, Estonia. Al saltar al otro lado del Báltico, inició una expansión más allá de Escandinavia que no se detuvo hasta cien años después, cuando firmó las paces con Polonia, Dinamarca y Rusia. En ese tiempo, gracias a un sobresaliente desarrollo militar y a líderes tan capaces como el rey Gustavo Adolfo, Suecia se convirtió en la primera potencia europea del norte.
Las causas que se han analizado para explicar esta primacía sueca son varias. La primera tendría que ver con la seguridad
las alianzas crecían como las apetencias de daneses, polacos o rusos por hacerse con territorio sueco
nacional. En vista de las amenazas que podían plantear en un futuro Rusia o Dinamarca, Suecia inició una política de creación de provincias tapón que alejaran el fantasma de una invasión extranjera. Eso, según otros, se pudo realizar precisamente por la debilidad de esos vecinos, con problemas internos o sucesorios. Ante estas teorías, crece con fuerza la de la implantación de una fuerte economía estatal que pretendía crear un monopolio comercial en el Báltico, aprovechando que Rusia casi no tenía contacto con ese mar y que el estado de la orden Teutónica, antaño potencia naval desde sus dominios prusianos, había desaparecido. La última idea se relaciona con las ansias de riqueza y poder territorial –más tierras de labranza– de la nobleza sueca. Todas estas posibles causas pudieron relacionarse durante esa centuria para dar impulso, de una u otra forma, al pueblo sueco.
Las alianzas en el norte europeo crecían como las apetencias de daneses, polacos, sajones o rusos por hacerse con grandes territorios en poder sueco. Las ansias de revancha en esos reinos eran considerables. A la juventud del nuevo rey enemigo se unía la aparente fragilidad interna, con hambruna e insubordinación popular. Indirectamente, Suecia espoleó ese escenario internacional al enviar unas tropas al duque de Holstein –que era cuñado de Carlos–, pues el suyo era un territorio que Dinamarca deseaba desde hacía tiempo. Parecía una oportunidad de oro para atacar a los suecos, y sus adversarios no quisieron desaprovecharla. En septiembre de 1699 se firmó en Dresde un tratado secreto entre Dinamarca, Rusia y Sajonia que planeaba iniciar las hostilidades al año siguiente. Las primeras en moverse fueron las tropas del rey polaco Augusto II, elector de Sajonia, que conquistaron Dünamünde e intentaron tomar el importante puerto de Riga en febrero de 1700.
Desembarco fulminante
La mecha estaba encendida, y Suecia estaría más preparada de lo que pensaban sus rivales. Su ejército tenía una gran reputación, adquirida en las numerosas guerras que había emprendido durante su expansión. Al inicio de las hostilidades contaba con 30.000 efectivos de infantería y 11.000 de caballería, más otros 25.000 mercenarios extranjeros en sus guarniciones de ultramar. En conjunto,
los daneses se ven sorprendidos por el audaz sitio sueco a su capital, y vuelven para pedir la paz
estas tropas estaban profesionalizadas y muy entrenadas, y solían ser muy ofensivas en el campo de batalla. El siguiente aliado en probar suerte fue Dinamarca, que invadió el ducado de Holstein-gottorp, en el mes de marzo, y sitió Tönning. Carlos debía reaccionar, y planeó una expedición punitiva. El 16 de junio partió con su armada de 43 navíos desde Estocolmo, no sin antes, en una excelente jugada diplomática, asegurarse la presencia de las armadas británica y holandesa ayudándole en esas aguas. Lo que Carlos no sabía era que nunca más regresaría a su capital. Al llegar a las costas danesas planteó rápidamente a su Estado Mayor un desembarco, algo que no estaba proyectado. Unos ochocientos hombres se acercaron en chalupas a Humlebaek, a unos once kilómetros al norte de Copenhague, mientras las armadas de sus aliados disparaban salvas como apoyo. Carlos, impaciente por llegar a la playa, se lanza al agua espada en mano. Los mosquetes enemigos disparan sin cesar desde un pequeño atrincheramiento, y un teniente cercano a él muere alcanzado. El peligro le estimula, y su determinación parece absoluta en su primera prueba de fuego real. Al tomar la posición enemiga, se arrodilla y da gracias a Dios por su primer triunfo. A continuación, se dirige hacia Copenhague y levanta ante ella varios reductos. En su mente está proceder a un sitio, y para ello ordena que lleguen refuerzos desde Escania. Los daneses, con su rey Federico IV a la cabeza, se ven sorprendidos ante este audaz movimiento sueco. Enfangados en Holstein, tienen que volver con rapidez para salvar su capital y pedir la paz. El 18 de agosto se firma en Travendal el acuerdo por el que Dinamarca abandona la alianza ofensiva, restaura la soberanía del ducado y deja de participar en las hostilidades, además de pagar una fuerte indemnización. Carlos había vencido a uno de sus enemigos en menos de seis semanas. Su idea de desembarcar y sitiar directamente la capital danesa fue un golpe fulminante que nadie esperaba. Las noticias de este insospechado suceso llegaron a oídos de Augusto, que sitiaba sin éxito Riga. Temeroso de una reacción similar, pensaba ya en la retirada cuando la invasión rusa de Ingria le hizo quedarse donde estaba. Este nuevo enemigo de los suecos era, en potencia, el más formidable. Su zar, Pedro I, era un renovador. Deseaba por todos los medios modernizar su país y conseguir una salida al Báltico, vital para sus intereses comerciales.
Aquel mismo agosto, tras acabar sus conflictos con los turcos, pudo al fin movilizar un gigantesco ejército con el que conquistar la ciudad costera de Narva, enclave sueco desde finales del siglo xvi.
Contra todo pronóstico
Un mes después, el ejército ruso –entre 35.000 y 38.000 soldados, junto a otras decenas de miles de auxiliares– comenzaba a construir sus líneas de asedio, de contravalación para impedir la salida de los sitiados y de circunvalación para impedir los socorros externos. El peligro para Carlos era considerable, pues si los suyos perdían Narva, dejarían toda la costa estonia al alcance de Pedro. Utilizando otra vez su probada armada, sin rivales en esa parte del Báltico, Carlos desembarcó en Pärnu a mediados de octubre, tras superar una gran tormenta en la travesía. Facilitaba las cosas que los sajones hubiesen fracasado finalmente ante Riga, dejando a los rusos como único objetivo militar en esos momentos. La desunión estratégica de los tres aliados también ayudaba a los suecos. Al combatirlos a cada uno por separado, estos tenían más opciones de vencerlos. El ejército sueco en esa campaña era pequeño, unos 10.500 hombres, pero su calidad era muy superior a la de sus enemigos. Al llegar ante Narva a finales de noviembre, los de Carlos vieron las enormes obras defensivas construidas por sus adversarios. Parapetados detrás, los rusos superaban ampliamente los números suecos. Parecía una temeridad abordar ese campo atrincherado, pero justo ese era el tipo de empresa que motivaba al joven rey. El desafío le acercaba a sus héroes del pasado. El 30 de ese mes, una tormenta de nieve azotaba a la ciudad, y la visibilidad era escasa. Formados en dos columnas de infantería y con parte de su caballería, los suecos atacaron resueltamente la línea de circunvalación rusa hacia las dos de la tarde. El día anterior, un confiado Pedro había dejado el campo fortificado en compañía de algunos de sus favoritos, por lo que el mando de sus tropas lo ostentaba el mercenario Eugène de Croy, que no hablaba ruso. Carlos XII no dudó. Amparado en ese tiempo infernal, asaltó por dos puntos diferentes la línea exterior rusa. La propia longitud de las defensas imposibilitaba que los rusos estuvieran muy concentrados, y, una vez perforada la línea, el caos fue completo. Las unidades de Pedro no se coordinaban entre ellas, mientras otras huían despavoridas. Las tropas suecas aprovecharon esta situación y fueron rindiendo a miles de rusos en diferentes bolsas de resistencia. Como había hecho hasta entonces, Carlos XII se
en narva, su caballo murió de un disparo, y, sin inmutarse, carlos montó en otro y continuó
expuso bastante en la batalla, y durante la acción su caballo fue muerto por un disparo. Sin inmutarse, montó con presteza en otro y continuó con entusiasmo dirigiendo a sus tropas. Al caer la noche, la escena era tremenda. Los rusos habían perdido de 8.000 a 9.000 hombres, entre muertos y heridos. A la mañana siguiente, los prisio-
neros conseguidos eran tantos que Carlos decidió quedarse únicamente con los oficiales y dejar marchar al resto. El magnánimo gesto revelaba un defecto posterior: la excesiva confianza en sus fuerzas. A pesar del triunfo, el mayor de Suecia en muchos años de glorias, los suecos habían tenido 1.900 bajas, un 18% de su fuerza combatiente. Ese detalle, junto a la terrible meteorología, desaconsejaba a los suecos proseguir las operaciones militares en el interior de Rusia. En cualquier caso, Carlos no creía que los rusos fueran un enemigo a temer, visto lo ocurrido. Los suecos habían aprovechado su excelente entrenamiento y maniobrabilidad ante un enemigo superior solo en número. La batalla de Narva fue una gran victoria en inferioridad, e hizo que el nombre de Carlos XII se conociera en todas las cortes europeas. Ahora nadie pensaba que fuera pusilánime o endeble. El joven, de solo 18 años, se había convertido en un héroe alejandrino al superar a sus tres rivales en apenas unos meses de campaña. El problema para él era que Rusia no pediría la paz y los polaco-sajones seguían sin estar derrotados.
Hacia su destino
Tras pasar el invierno en Narva, con la llegada de la primavera se encaminó hacia territorio polaco. En los siguientes seis años de campañas lograría una victoria tras otra. Su reputación como guerrero crecía sin parar, y el ejército sueco parecía invencible. Nada les detenía. Tras el Tratado de Altranstädt, donde Augusto renunciaba a sus pretensiones polacas y rompía su alianza con el zar, solo quedaba el gigante ruso en la lucha. En 1708, Carlos XII acometió la primera invasión de Rusia por una potencia extranjera. El rosario de triunfos continuaba en Holowcyzn y Veprik, aunque cada vez costaban más. Los rusos habían aprendido mucho desde el desastre de Narva, y las reformas militares de Pedro se empezaban a dejar sentir.
El duelo decisivo tuvo lugar en la población ucraniana de Poltava en 1709. Un Carlos XII transportado en camilla, por estar herido en un pie, no pudo quebrar la fortaleza rusa. Tres días después, su ejército fue atrapado y rendido casi por completo junto al río Dniéper. Sin embargo, él pudo escapar con dificultad. En una barca a remos se internó en territorio otomano, bajo el beneplácito del sultán, junto a unos pocos cientos de sus hombres.
Esta primera derrota marcó su destino. Confinado en aquellas remotas tierras, sin su ejército a mano, estaba muy alejado de su órbita de influencia y de la propia guerra. Los acontecimientos empezaban a desnivelarse a favor de Rusia, aunque Pedro
ahora nadie pensaba en las cortes de europa que el joven rey carlos xii fuera pusilánime o endeble
tuvo el susto del río Prut ante los turcos, donde cerca estuvo de perder lo ganado. Pasado eso, Carlos XII seguía melancólico y quieto en un campamento cercano a la localidad moldava de Bender. Y es allí donde sufre un ataque otomano el 1 de febrero de 1713. Antes bienvenido, ahora, tras una paz entre el sultán y el zar, es huésped indeseado. Su instinto adormecido vuelve a despertar, y salva la vida milagrosamente contra una gran cantidad de enemigos que le hacen prisionero, tras momentos de increíble lucha a la desesperada. Permanece vigilado en Constantinopla hasta que le dejan regresar a casa. A caballo y en carruajes llega hasta Pomerania en menos de ¡dos semanas!, y no tarda mucho en escuchar el ruido del cañón. La ciudad sueca de Stralsund permanecía bajo asedio de los aliados, y Carlos intentó socorrerla con sus pocas fuerzas. En la batalla de Stresow pretendió un imposible; de nuevo, fue repelido su ataque y tuvo que huir en camilla tras ser herido en la acción. En el contexto general, Suecia estaba claramente a la defensiva y con territorio patrio invadido por los daneses, que, tras las noticias llegadas desde Poltava, habían vuelto a participar en los ataques. La guerra pintaba mal para la otrora potencia sueca.
Con el rey guerrero caminando por su tierra tras quince años de ausencia, se abría la posibilidad de detener la conflagración. Pero él solo barajaba seguir peleando, como indicó tiempo atrás al iniciarse las hostilidades: “Mis enemigos comienzan la guerra; yo la terminaré”. En 1716 escogió Noruega como nuevo objetivo y llegó a Cristianía (la actual Oslo), solo para retirarse tiempo después, al tener su ruta de comunicaciones muy extendida y vulnerable. Dos años más tarde estaba sitiando la fortaleza noruega de Fredriksten, en la actual Halden. El 11 de diciembre, por la noche, se hallaba supervisando los trabajos en las trincheras cuando fue alcanzado por metralla enemiga, en el lado derecho de la cabeza. Murió al instante, y, con él, las escasas esperanzas suecas de ganar la guerra. En 1721 se firmó en la ciudad de Nystad el tratado que ponía fin a la Gran Guerra del Norte. Suecia, en estos 21 años de beligerancia, había perdido el 10% de su población y cedía su posición hegemónica en el Báltico a la Rusia de Pedro I el Grande, supremo ganador de todo el conflicto. El gigante ruso despertaba en el este, y su influencia en la política europea sería fundamental en los siglos sucesivos.