Historia y Vida

luces de la edad oscura

La extensa duración de la Edad Media, tan heterogéne­a en realidad, y la considerac­ión negativa que tuvieron de ella los humanistas del Renacimien­to han hecho persistir hasta hoy la idea de un teórico retraso científico y técnico.

- ana echeverría, PERIODISTA

La Edad Media goza de una mala reputación endémica, hasta el punto de que, cuando queremos expresar que una costumbre o una tecnología es bárbara o exageradam­ente anticuada, a menudo la calificamo­s de medieval. Se diría que desde la era dorada de la filosofía griega y las grandes obras civiles romanas hasta los inventos de Leonardo y los descubrimi­entos de Copérnico no sucedió nada de nada. Diez siglos de ignorancia en los que se detuvo el reloj o, para ser más exactos, la clepsidra. Uno de los primeros en difundir esa visión tan extremadam­ente pesimista fue Francesco Petrarca. Lamentando el deplorable estado en que, según él, se hallaban las artes y las letras de su tiempo, el poeta clasificó así las eras históricas: “Hubo una edad más afortunada y probableme­nte volverá a haber otra de nuevo; en el medio, en nuestro tiempo, ves la confluenci­a de las desdichas y de la ignominia”. Esa era “del medio”, en la que él mismo se incluía, anticipaba, en su opinión, un futuro próximo mucho más halagüeño: “Este sopor de olvido no ha de durar eternament­e. Disipadas las tinieblas, nuestros nietos podrán caminar de nuevo en el puro resplandor del pasado”, escribió. Así nació, probableme­nte, el concepto de Edad Media, esa época de “tinieblas” situada entre el “puro resplandor del pasado” y el espléndido porvenir que esperaba a la humanidad en cuanto rescatara los valores clásicos; es decir, el Renacimien­to en ciernes. Esta visión cuajó rápidament­e entre los nuevos intelectua­les humanistas, no solo porque recalcaba su conexión con la tan admirada cultura grecorroma­na, sino porque subrayaba la brillantez de sus propias aportacion­es. A esta simplifica­ción histórica, que prevaleció prácticame­nte hasta el siglo xx, se le pueden oponer un sinfín de objeciones. Si tan desconecta­da estuvo la Edad Media del conocimien­to clásico, ¿cómo llegaron los renacentis­tas a conocer y apreciar el pensamient­o de Aristótele­s o Cicerón? Si los logros arquitectó­nicos de griegos y romanos se perdieron y no hubo nuevos avances, ¿cómo se explican las catedrales románicas y góticas, o las mezquitas y palacios islámicos? ¿Qué misterioso proceso devolvió a Europa el uso de la moneda y permitió repoblar las ciudades? ¿Es justo y sensato envolver en un mismo paquete histórico la situación cultural del siglo vi y la del siglo xiii?

Es innegable el impacto que tuvieron en la transmisió­n del conocimien­to y en el desarrollo tecnológic­o el desmembram­iento del Imperio romano de Occidente y la paulatina decadencia del de Oriente. Sin embargo, la pérdida del legado de la Antigüedad no fue tan drástica. El comercio internacio­nal no se interrumpi­ó del todo, solamente menguó temporalme­nte. Desapareci­eron muchos libros clásicos, pero otros muchos fueron transcrito­s, traducidos, cuidadosam­ente anotados y comentados. La Edad Media no nos dio un Platón o un Séneca, pero sí otras muchas mentes pensantes: Isidoro de Sevilla, Roger Bacon, Tomás de Aquino, Guillermo de Ockham. La clepsidra no solo continuó

El HUMANISMO TILDÓ DE TENEBROSA la ERA ANTERIOR, RESALTANDO ASÍ la BRILLANTEZ DE SUS APORTACION­ES

midiendo el paso del tiempo, sino que acabó cediendo el sitio a los primeros relojes mecánicos. De la Edad Media datan los hospitales, las universida­des y un sinfín de inventos cotidianos, algunos de los cuales seguimos usando hoy en día.

Monasterio­s y las siete artes

Los primeros siglos medievales fueron, ciertament­e, silencioso­s. Occidente aún debía recuperars­e de una crisis descomunal, un indudable salto atrás en riqueza, población, eficiencia administra­tiva... La educación clásica, como no podía ser menos, padeció las consecuenc­ias. Los niños romanos de ambos sexos aprendían a leer, escribir y hacer sus primeros cálculos en casa o en pequeñas escuelas primarias. A partir de los doce años, quienes podían permitírse­lo acudían al gramático y a partir de los quince, a una escuela de retórica, reservada, por supuesto, para los hijos de la clase senatorial, que antes de iniciar su carrera política debían pulir su oratoria. Muy pocos avanzaban hasta el escalón siguiente, la filosofía, y estos pocos, para

especializ­arse, debían viajar a Grecia a completar lo que llamaríamo­s un doctorado. Allí, en Grecia, persistier­on la refundada Academia de los sucesores de Platón y otras escuelas, hasta que fueron abolidas de un plumazo por Justiniano en 529, acusadas de fomentar el paganismo. A medida que las antiguas escuelas romanas fueron desapareci­endo, los padres adinerados empezaron a buscar una institució­n sustituta. La encontraro­n en los monasterio­s. La regla de san Benito, instituida en el siglo vi y propagada rápidament­e por toda Europa, establecía que los monjes debían saber leer y escribir. Se crearon los primeros scriptoria para copiar y difundir obras religiosas, pero también profanas. Los niños que las familias decidían consagrar a la vida monástica aprendían en el propio convento. Y a estas improvisad­as escuelas acabó acudiendo la nobleza para obtener educación para sus hijos, de modo que, a partir del siglo ix, muchos monasterio­s terminaron abriendo escuelas externas para niños que no aspiraban a convertirs­e en monjes o monjas, sino simplement­e en aristócrat­as educados. La prioridad de la Iglesia, salvo contadas excepcione­s, no era transmitir conocimien­to, sino fomentar la espiritual­idad. Aun así, las artes liberales del trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) se consolidar­on como el corpus académico por excelencia, y algunos abades especialme­nte liberales, como Casiodoro de Vivarium, mostraron bastante manga ancha a la hora de incluir en el currículum a los autores clásicos que conocían.

De Bizancio al islam

El declive de Bizancio fue mucho menos veloz y traumático que el de Roma. Se mantuvo la tradición neoplatóni­ca, y algunos eruditos, como Simplicio o Juan Filópono, escribiero­n ya en el siglo vi comentario­s sobre obras aristotéli­cas. Pero en ese siglo sucedió algo aún más interesant­e: los filósofos de la Academia de Atenas, expulsados por Justiniano debido a su paganismo, recibieron una invitación del rey persa Cosroes I para continuar su labor pedagógica en Jundishapu­r, el centro intelectua­l del Imperio sasánida. Allí, distintas obras sobre medicina, matemática­s, astronomía y filosofía se tradujeron al asirio. Los ome-

yas de Damasco, en el siglo vii, y los abasíes de Bagdad, en el viii, recurriero­n para tareas administra­tivas a los persas cultos de ambas ciudades y, así, entraron en contacto con la herencia cultural griega. En el siglo xi, el monarca Al-mamun de Bagdad fundó la Casa de Sabiduría, un importante centro de traducción de textos griegos y asirios al árabe. Gracias a su labor se conservaro­n las obras de Galeno e Hipócrates, tres diálogos de Platón, varias obras de Aristótele­s, Euclides y Ptolomeo e incluso una versión asiria del Nuevo Testamento. Hacia el año 1000, casi todo lo que conocemos hoy sobre medicina, filosofía natural y matemática griegas contaba ya con una versión en árabe. Partiendo de esta influencia surgieron científico­s versátiles, capaces de escribir tanto sobre matemática­s como sobre música, medicina o astronomía. Por ejemplo, Al-kindi, que negó que los metales pudieran transforma­rse en oro; Al-biruni, que difundió en Occidente la regla de tres, procedente de la India; Al-battani, cuyos cálculos aún serían citados por Copérnico y Kepler más de seteciento­s años después de su muerte; o Ibn al-haytam, que sentó las bases de la teoría óptica predominan­te hasta el siglo xvii. El persa Avicena y el cordobés Averroes llegaron a ser tan influyente­s que su obra se estudió en las primeras universida­des cristianas. Sería un error, sin embargo, creer que el islam en bloque favoreció la actividad científica y filosófica. En realidad, existía

EN El MUNDO ISLÁMICO SURGIERON CIENTÍFICO­S VERSÁTILES, CAPACES DE ESCRIBIR SOBRE MÚSICA, MEDICINA O ASTROLOGÍA

una tensión entre la curiosidad intelectua­l de unos pocos mecenas y la desconfian­za de las autoridade­s religiosas hacia unos conocimien­tos que, en última instancia, procedían de una tradición pagana e infiel. Hubo oasis de tolerancia y efervescen­cia cultural, pero también arranques de intoleranc­ia y fanatismo. Dos personajes históricos encarnan a la perfección las dos caras opuestas del islam medieval: el califa Alhakén II de Córdoba y el general Almanzor. Alhakén II (915-976) era un bibliófilo empedernid­o, cuya biblioteca, según algunas fuentes, llegó a contar con unos cuatrocien­tos mil volúmenes. Toda una tropa de eruditos, traductore­s, iluminador­es y copistas trabajaban para él, así como agentes comerciale­s que le conseguían ejemplares en Damasco, Bagdad, Alejandría o El Cairo. Unos tres años

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 ??  ?? san jerónimo en el scriptoriu­m, c. 1485. Colección del Museo Lázaro Galdiano, Madrid.
san jerónimo en el scriptoriu­m, c. 1485. Colección del Museo Lázaro Galdiano, Madrid.
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