luces de la edad oscura
La extensa duración de la Edad Media, tan heterogénea en realidad, y la consideración negativa que tuvieron de ella los humanistas del Renacimiento han hecho persistir hasta hoy la idea de un teórico retraso científico y técnico.
La Edad Media goza de una mala reputación endémica, hasta el punto de que, cuando queremos expresar que una costumbre o una tecnología es bárbara o exageradamente anticuada, a menudo la calificamos de medieval. Se diría que desde la era dorada de la filosofía griega y las grandes obras civiles romanas hasta los inventos de Leonardo y los descubrimientos de Copérnico no sucedió nada de nada. Diez siglos de ignorancia en los que se detuvo el reloj o, para ser más exactos, la clepsidra. Uno de los primeros en difundir esa visión tan extremadamente pesimista fue Francesco Petrarca. Lamentando el deplorable estado en que, según él, se hallaban las artes y las letras de su tiempo, el poeta clasificó así las eras históricas: “Hubo una edad más afortunada y probablemente volverá a haber otra de nuevo; en el medio, en nuestro tiempo, ves la confluencia de las desdichas y de la ignominia”. Esa era “del medio”, en la que él mismo se incluía, anticipaba, en su opinión, un futuro próximo mucho más halagüeño: “Este sopor de olvido no ha de durar eternamente. Disipadas las tinieblas, nuestros nietos podrán caminar de nuevo en el puro resplandor del pasado”, escribió. Así nació, probablemente, el concepto de Edad Media, esa época de “tinieblas” situada entre el “puro resplandor del pasado” y el espléndido porvenir que esperaba a la humanidad en cuanto rescatara los valores clásicos; es decir, el Renacimiento en ciernes. Esta visión cuajó rápidamente entre los nuevos intelectuales humanistas, no solo porque recalcaba su conexión con la tan admirada cultura grecorromana, sino porque subrayaba la brillantez de sus propias aportaciones. A esta simplificación histórica, que prevaleció prácticamente hasta el siglo xx, se le pueden oponer un sinfín de objeciones. Si tan desconectada estuvo la Edad Media del conocimiento clásico, ¿cómo llegaron los renacentistas a conocer y apreciar el pensamiento de Aristóteles o Cicerón? Si los logros arquitectónicos de griegos y romanos se perdieron y no hubo nuevos avances, ¿cómo se explican las catedrales románicas y góticas, o las mezquitas y palacios islámicos? ¿Qué misterioso proceso devolvió a Europa el uso de la moneda y permitió repoblar las ciudades? ¿Es justo y sensato envolver en un mismo paquete histórico la situación cultural del siglo vi y la del siglo xiii?
Es innegable el impacto que tuvieron en la transmisión del conocimiento y en el desarrollo tecnológico el desmembramiento del Imperio romano de Occidente y la paulatina decadencia del de Oriente. Sin embargo, la pérdida del legado de la Antigüedad no fue tan drástica. El comercio internacional no se interrumpió del todo, solamente menguó temporalmente. Desaparecieron muchos libros clásicos, pero otros muchos fueron transcritos, traducidos, cuidadosamente anotados y comentados. La Edad Media no nos dio un Platón o un Séneca, pero sí otras muchas mentes pensantes: Isidoro de Sevilla, Roger Bacon, Tomás de Aquino, Guillermo de Ockham. La clepsidra no solo continuó
El HUMANISMO TILDÓ DE TENEBROSA la ERA ANTERIOR, RESALTANDO ASÍ la BRILLANTEZ DE SUS APORTACIONES
midiendo el paso del tiempo, sino que acabó cediendo el sitio a los primeros relojes mecánicos. De la Edad Media datan los hospitales, las universidades y un sinfín de inventos cotidianos, algunos de los cuales seguimos usando hoy en día.
Monasterios y las siete artes
Los primeros siglos medievales fueron, ciertamente, silenciosos. Occidente aún debía recuperarse de una crisis descomunal, un indudable salto atrás en riqueza, población, eficiencia administrativa... La educación clásica, como no podía ser menos, padeció las consecuencias. Los niños romanos de ambos sexos aprendían a leer, escribir y hacer sus primeros cálculos en casa o en pequeñas escuelas primarias. A partir de los doce años, quienes podían permitírselo acudían al gramático y a partir de los quince, a una escuela de retórica, reservada, por supuesto, para los hijos de la clase senatorial, que antes de iniciar su carrera política debían pulir su oratoria. Muy pocos avanzaban hasta el escalón siguiente, la filosofía, y estos pocos, para
especializarse, debían viajar a Grecia a completar lo que llamaríamos un doctorado. Allí, en Grecia, persistieron la refundada Academia de los sucesores de Platón y otras escuelas, hasta que fueron abolidas de un plumazo por Justiniano en 529, acusadas de fomentar el paganismo. A medida que las antiguas escuelas romanas fueron desapareciendo, los padres adinerados empezaron a buscar una institución sustituta. La encontraron en los monasterios. La regla de san Benito, instituida en el siglo vi y propagada rápidamente por toda Europa, establecía que los monjes debían saber leer y escribir. Se crearon los primeros scriptoria para copiar y difundir obras religiosas, pero también profanas. Los niños que las familias decidían consagrar a la vida monástica aprendían en el propio convento. Y a estas improvisadas escuelas acabó acudiendo la nobleza para obtener educación para sus hijos, de modo que, a partir del siglo ix, muchos monasterios terminaron abriendo escuelas externas para niños que no aspiraban a convertirse en monjes o monjas, sino simplemente en aristócratas educados. La prioridad de la Iglesia, salvo contadas excepciones, no era transmitir conocimiento, sino fomentar la espiritualidad. Aun así, las artes liberales del trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) se consolidaron como el corpus académico por excelencia, y algunos abades especialmente liberales, como Casiodoro de Vivarium, mostraron bastante manga ancha a la hora de incluir en el currículum a los autores clásicos que conocían.
De Bizancio al islam
El declive de Bizancio fue mucho menos veloz y traumático que el de Roma. Se mantuvo la tradición neoplatónica, y algunos eruditos, como Simplicio o Juan Filópono, escribieron ya en el siglo vi comentarios sobre obras aristotélicas. Pero en ese siglo sucedió algo aún más interesante: los filósofos de la Academia de Atenas, expulsados por Justiniano debido a su paganismo, recibieron una invitación del rey persa Cosroes I para continuar su labor pedagógica en Jundishapur, el centro intelectual del Imperio sasánida. Allí, distintas obras sobre medicina, matemáticas, astronomía y filosofía se tradujeron al asirio. Los ome-
yas de Damasco, en el siglo vii, y los abasíes de Bagdad, en el viii, recurrieron para tareas administrativas a los persas cultos de ambas ciudades y, así, entraron en contacto con la herencia cultural griega. En el siglo xi, el monarca Al-mamun de Bagdad fundó la Casa de Sabiduría, un importante centro de traducción de textos griegos y asirios al árabe. Gracias a su labor se conservaron las obras de Galeno e Hipócrates, tres diálogos de Platón, varias obras de Aristóteles, Euclides y Ptolomeo e incluso una versión asiria del Nuevo Testamento. Hacia el año 1000, casi todo lo que conocemos hoy sobre medicina, filosofía natural y matemática griegas contaba ya con una versión en árabe. Partiendo de esta influencia surgieron científicos versátiles, capaces de escribir tanto sobre matemáticas como sobre música, medicina o astronomía. Por ejemplo, Al-kindi, que negó que los metales pudieran transformarse en oro; Al-biruni, que difundió en Occidente la regla de tres, procedente de la India; Al-battani, cuyos cálculos aún serían citados por Copérnico y Kepler más de setecientos años después de su muerte; o Ibn al-haytam, que sentó las bases de la teoría óptica predominante hasta el siglo xvii. El persa Avicena y el cordobés Averroes llegaron a ser tan influyentes que su obra se estudió en las primeras universidades cristianas. Sería un error, sin embargo, creer que el islam en bloque favoreció la actividad científica y filosófica. En realidad, existía
EN El MUNDO ISLÁMICO SURGIERON CIENTÍFICOS VERSÁTILES, CAPACES DE ESCRIBIR SOBRE MÚSICA, MEDICINA O ASTROLOGÍA
una tensión entre la curiosidad intelectual de unos pocos mecenas y la desconfianza de las autoridades religiosas hacia unos conocimientos que, en última instancia, procedían de una tradición pagana e infiel. Hubo oasis de tolerancia y efervescencia cultural, pero también arranques de intolerancia y fanatismo. Dos personajes históricos encarnan a la perfección las dos caras opuestas del islam medieval: el califa Alhakén II de Córdoba y el general Almanzor. Alhakén II (915-976) era un bibliófilo empedernido, cuya biblioteca, según algunas fuentes, llegó a contar con unos cuatrocientos mil volúmenes. Toda una tropa de eruditos, traductores, iluminadores y copistas trabajaban para él, así como agentes comerciales que le conseguían ejemplares en Damasco, Bagdad, Alejandría o El Cairo. Unos tres años