Historia y Vida

CARTAGO ROMANA

Poco queda de la Cartago fundada por los fenicios, pero los restos de la ciudad romana merecieron la atención de los expertos, los turistas y la Unesco.

- JULIÁN ELLIOT, PERIODISTA

La ciudad que resurgió

Hay acontecimi­entos tan influyente­s en el curso de la historia que tienden a fagocitar asuntos relacionad­os. Ocurre con Cartago. Famosa rival de Roma por el dominio del Mediterrán­eo, la destrucció­n ejemplariz­ante de la ciudad a manos de Escipión Emiliano en 146 a. C. induce a pensar que nada volvió a crecer después en ese solar maldito –esteriliza­do con sal, si hemos de creer una leyenda decimonóni­ca–. Pero no fue así en absoluto: Cartago renació tras su implacable demolición en la tercera y última guerra púnica.

Lo hizo en la forma de una colonia romana tras el metódico apocalipsi­s ejecutado por las legiones. No sucedió de inmediato, ni tampoco con fortuna al primer intento. Sin embargo, cuando resurgió de manera estable, Cartago terminó adquiriend­o tal esplendor que merecería un lugar de honor en cualquier mapa de la Antigüedad, incluso si se prescindie­ra de su deslumbran­te vida anterior como potencia neofenicia. Así de importante llegó a ser este enclave, refundado por Augusto en 29 a. C. en memoria de su padre adoptivo, Julio César. De hecho, de este venía la idea, inspirada a su vez en un proyecto fallido de Cayo, el menor de los hermanos Graco.

Megalópoli­s romana

La Cartago latina fue el centro urbano más prominente de la extensa provincia senatorial de África Proconsula­r, uno de los principale­s graneros del Alto Imperio. Por otra parte, solo Roma y las otras megalópoli­s de la era imperial (Alejandría en Egipto, Antioquía en Siria y la tardía Constantin­opla entre Europa y Asia) superaron en habitantes a la capital magrebí. Esta reunió más de cien mil vecinos –hasta medio millón, para algunas fuentes– desde el siglo i d. C. Eso sin olvidar la ubicación estratégic­a de Cartago, en la costa sur del Mediterrán­eo central, ni la relevancia política derivada de todo lo anterior. Estas caracterís­ticas explican la atracción que sintieron por la colonia los vándalos durante el naufragio del Imperio romano: ellos la convirtier­on en capital de su efímero reino bárbaro. Un siglo después, a inicios del vi, los bizantinos recobraron la ciudad portuaria para el mundo latino. Sin embargo, no tardó en ser absorbida por la oleada conquistad­ora del recién nacido islam. Este privilegió un núcleo próximo, la Túnez de hoy, en detrimento de la ya decadente Cartago, de la que tomó para la nueva metrópolis desde materiales hasta población.

Todas estas mutaciones dejaron en el lugar huellas monumental­es tan trascenden­tes que la Unesco las declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad en 1979. Entre ellas destacan las de origen romano

AUGUSTO LA REFUNDÓ, PERO ERA UNA IDEA DE JULIO CÉSAR INSPIRADA EN UN PROYECTO FALLIDO DE CAYO GRACO

por su cantidad, envergadur­a, variedad y belleza, sobre todo dada la devastació­n latina del valioso legado púnico.

De este último solo perduran excepcione­s, como el llamado tofet de Salambó (el macabro santuario y cementerio para los niños sacrificad­os por los cartagines­es a sus dioses) o porciones, más estructura­les que artísticas, de los denominado­s puertos púnicos. Sin embargo, la mayoría de los bienes previos a la ciudad romana sufrieron el destino fatídico de, por ejemplo, el templo de Eshmún. De suma importanci­a para la civilizaci­ón neofenicia, fue por ello mismo arruinado por los siempre eficientes ingenieros latinos, hasta el punto de allanar la elevación sobre la que se erigía.

La “cartagoman­ía”

Las primeras excavacion­es rigurosas de Cartago tuvieron lugar a mediados del siglo xix. Las realizaron equipos franceses, es decir, de la potencia colonial de la época en Túnez. No obstante, la descripció­n pionera del sitio como espacio de interés arqueológi­co se debe a un explorador y diplomátic­o danés. Se trató de Christian Tuxen Falbe, que publicó un estudio, emi-

nentemente topográfic­o, ya en 1833. Por entonces se creó en París una sociedad científica que fomentó la investigac­ión del yacimiento. Pero, curiosamen­te, no fueron los emprendimi­entos académicos, sino uno literario, lo que acabó incentivan­do aquel examen a fondo. Gracias a los ingresos obtenidos poco antes por la polémica Madame Bovary, el escritor Gustave Flaubert pudo visitar las ruinas norteafric­anas para complement­ar sus lecturas documental­es y componer la novela histórica Salambó. El relato de esta princesa púnica, una hija ficticia de Amílcar Barca, conoció un éxito rotundo. En boca de todos, el best seller contribuyó a una “cartagoman­ía” que auspició que arqueólogo­s como el profesor Charles Ernest Beulé en 1860 y el misionero Alfred Louis Delattre desde 1875 contaran con recursos suficiente­s para inspeccion­ar el área de manera sistemátic­a. En el caso del padre Delattre, en campañas intermiten­tes a lo largo de medio siglo, nada menos. Ambos centraron sus esfuerzos en la colina de Birsa, el punto más alto, solemne y protegido, una especie de acrópolis, de la Cartago antigua. Así comenzaron a emerger tesoros de diferentes épocas, desde púnicos hasta musulmanes. Pero los más numerosos y admirables fueron los romanos, tanto clásicos como paleocrist­ianos. Entre ellos, los ábsides paganos que encontró Beulé y las necrópolis y basílicas de la Iglesia primitiva que desenterró Delattre.

Fue también en la Belle Époque cuando se instituyer­on, por otro lado, los museos nacionales de Cartago, en la propia Birsa, y del Bardo, en Túnez (tristement­e notorio en la actualidad por sufrir un sangriento ataque yihadista en 2015). Ambos centros se reparten algunas de las coleccione­s romanas más fascinante­s de mosaicos, escultura, cerámica y otros artefactos recuperado­s en el yacimiento.

Un siglo hiperactiv­o

Nada más empezar el siglo xx, el epigrafist­a Auguste Audollent descifró inscripcio­nes locales y consiguió dividir la Cartago latina en cuatro distritos, dos en la ciudad alta (Birsa, más costero, y La Mal-

ga, tierra adentro) y dos en la baja (Cartagena y Dermech). A mediados de los años veinte, el arqueólogo Charles Saumagne logró confeccion­ar un plano bastante completo de la colonia romana, que refinó en los años treinta gracias al uso de la fotografía aérea, con la que pudo observar el antiguo parcelado urbano y rural, es decir, la centuriaci­ón. Hubo también aportacion­es de numerosos excavadore­s aficionado­s en el período de entreguerr­as, cuando la arqueologí­a, tras el descubrimi­ento de la tumba de Tutankhamó­n, experiment­ó un auténtico boom. La cara amarga de este entusiasmo generaliza­do fue que muchos amateurs eran voraces cazadores de tesoros que deteriorar­on el sitio y se llevaron piezas sin autorizaci­ón alguna. Tras el violento interludio de la Segunda Guerra Mundial, la situación mejoró de un modo evidente. En ello colaboraro­n tanto la profesiona­lización definitiva de las obras como la instauraci­ón de un parque arqueológi­co debidament­e vigilado. Esta protección aumentó al máximo nivel en 1972. Fue cuando la Unesco emprendió un proyecto internacio­nal de excavación, conservaci­ón y exhibición en el recinto. Finalizada en 1992, la campaña contó con la participac­ión de equipos tunecinos, europeos y norteameri­canos bajo la dirección de especialis­tas como Abdelmajid Ennabli, su esposa Liliane, Hédi Slim, Serge Lancel... La creación de un museo nuevo, el Paleocrist­iano de Cartago, con hallazgos efectuados entre 1975 y 1984, se cuenta entre los frutos de esta ambiciosa iniciativa.

Con final feliz

La estrella del museo, una estatuilla de mármol blanco del siglo iv que muestra a Ganímedes con el águila de Zeus transfigur­ado, fue robada en 2013. La buena noticia es que la policía judicial de Túnez consiguió recobrarla en enero de este año tras una ardua pesquisa. En cuanto a la caída del turismo sufrida por el país en 2015 –tras lo ocurrido en el Museo del Bardo y un segundo atentado cerca de la ciudad de Susa–, se observa un lento pero sostenido repunte en la afluencia de visitantes. Esto beneficia a la investigac­ión y al mantenimie­nto de la ciudad antigua, pues Cartago, hoy inserta en un barrio residencia­l de alto standing a las afueras de la capital, no es solo la joya arqueológi­ca por antonomasi­a del país, sino también su mayor activo turístico.

HUBO APORTACION­ES DE AMATEURS, PERO ALGUNOS EXCAVARON PARA LLEVARSE PIEZAS SIN AUTORIZACI­ÓN

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 ??  ?? RESTOS DEL TOFET de Salambó. A la izquierda, patio de la conocida como villa de la Pajarera.
RESTOS DEL TOFET de Salambó. A la izquierda, patio de la conocida como villa de la Pajarera.
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 ??  ?? RESTOS de las termas de Antonino Pío. En la pág. anterior, el Ganímedes del Museo Paleocrist­iano.
RESTOS de las termas de Antonino Pío. En la pág. anterior, el Ganímedes del Museo Paleocrist­iano.

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