¿UN REY PÉSIMO? La fama de Juan I de Inglaterra
Juan sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León, arrastra una pésima fama, divulgada en especial por las populares historias de Robin Hood. ¿Está justificada su mala reputación?
Fue su padre, Enrique II, primer rey de Inglaterra de la casa Plantagenet, quien le apodó “Sin Tierra” cuando Juan tenía dos años. Toda una profecía para un niño que, aunque heredaría finalmente las posesiones que conformaban el llamado Imperio angevino (territorio acumulado por Enrique a golpe de guerras y por su matrimonio con Leonor de Aquitania, la mujer más rica de su tiempo), sería incapaz de conservarlas. Porque si Juan, al ser coronado rey en 1199, gobernaba tanto en Inglaterra como en grandes áreas de Francia, cuando murió, en 1216, había perdido Normandía, Anjou y la parte norte de Aquitania, además del control de Londres y Westminster y del sur de Inglaterra. Tuvo que ser enterrado en Worcester, una modesta localidad cercana a Oxford, el lugar donde nació en 1167.
Juan fue el menor de los ocho vástagos de Enrique II y Leonor de Aquitania, la pareja más influyente en la Europa de mediados del siglo xii. Cuando nació, Enrique gobernaba en un territorio que se extendía desde el sur de Francia hasta la frontera entre Inglaterra y Escocia. Su padre fue rey de Inglaterra, duque de Normandía y de Aquitania, conde de Anjou, de Maine y de Nantes y Señor de Irlanda. Enrique también controló, en distintos períodos, Gales, Escocia y Bretaña. Su poder solamente tenía parangón con el del emperador Federico I Barbarroja, en el este de Europa.
La crueldad verbal de Enrique II y de su corte está documentada, por lo que el apodo que asignó a su hijo, Jean sans Terre (los Plantagenet hablaban en francés), no sorprendió a nadie. Por otro lado, el mote sobrevino en el contexto del Tratado de Montmirail, con el que Enrique sellaba un largo conflicto con el entonces rey de Francia, Luis VII. Firmado en 1169, Montmirail establecía que Enrique iba a dividir las posesiones francesas de los Plantagenet entre sus tres hijos mayores: Enrique, Ricardo y Godofredo.
En medio de estas decisiones familiares, estratégicas y diplomáticas, la figura de Juan, que tenía dos años, no se tuvo en cuenta. Enrique y Leonor conocían por experiencia propia –su hijo mayor, Guillermo, falleció con esa misma edad– las pocas posibilidades de sobrevivir que tenía un niño en aquella época. Por ello, Juan estuvo al margen de aquel primer reparto de la herencia familiar, ganando a cambio un apodo que, sin duda, lo marcaría a nivel personal. En especial, como reflexiona el historiador Mike Ibeji, “en una familia tan obsesionada por sus derechos y sus posesiones”, donde ser el último de cuatro varones no era una posición envidiable.
Una educación exquisita
Aquella posición no implicó, sin embargo, que sus padres desdeñaran su formación. Muy al contrario. Como explica Stephen Church, autor de una extensa biografía de Juan I, en cuanto tuvo la edad, el más pequeño de los Plantagenet fue enviado a estudiar a un monasterio, lejos de sus padres. El lugar escogido era una institución excepcional: la abadía de Fontevraud, en Anjou. Fundada en 1101, la orden de Fontevraud era mixta y, además, estaba dirigida por una abadesa. La vinculación con los Plantagenet era muy estrecha: Isabel de Anjou, tía de Enrique II, fue su segunda abadesa, entre 1149 y 1155. Enrique, Leonor y su hijo Ricardo escogieron ser enterrados en Fontevraud.
Allí fue enviado Juan, junto a su hermana Juana –un año mayor que él–, para recibir la mejor educación posible. Entre otras materias, aprendió a leer y escribir en latín y en francés. También sabía jugar al ajedrez y le interesaban la filosofía, la teología y las ciencias naturales: está documentado que poseyó una copia de la Historia natural de Plinio.
Los historiadores destacan que, a diferencia de sus hermanos, Juan no fue instruido precozmente en las artes caba-
llerescas. Sus padres optaron por proporcionarle una formación muy similar a la de sus hermanas, lo que le convirtió en un joven muy culto, pero menos versado en la forma de vida de los caballeros. Esta educación diferente, más protegida (algunos historiadores la describen directamente como “consentida”), pudo haber influido en su trayectoria. De todos sus hermanos, Juan fue el menos marcial y el que menos éxito tuvo a la hora de lidiar con otros hombres.
Entre los estudiosos de la figura de Juan sin Tierra existe el consenso de que, incluso para su época, su crueldad era extrema. Sus acciones –quizá como resultado de esta educación menos castrense– no se regían con arreglo a los códigos de caballería de la época. Mientras que los caballeros preferían capturar al enemigo en vez de matarlo o resolver sus cuitas en justas, Juan optaría por liquidar a sus oponentes con métodos exentos de nobleza alguna. Su favorito era encerrarlos en mazmorras y dejarles morir de hambre. En una ocasión, condenó a veintidós caballeros a la inanición en el castillo de Corfe, en Dorset. Una sentencia que también aplicó a la esposa y al hijo de uno de sus más leales servidores, William de Briouze, que cayó en desgracia a finales de su reinado y al que Juan castigó de esta perversa forma.
Una familia en guerra
Pese a tener tres hermanos mayores y un sobrino también con derecho al trono, Juan llegó a rey. Esta era una aspiración compartida por los cuatro hijos varones de Enrique II que provocó enfrentamientos constantes en una familia dividida, dominada por la ambición y los celos y recordada por su temperamento colérico. El propio Ricardo aseguró que los Plantagenet “procedían del Diablo y acabarían yéndose al Diablo”. Fue él quien, con solo
SU EDUCACIÓN LE CONVIRTIÓ EN UN JOVEN MUY CULTO, PERO POCO VERSADO EN LA FORMA DE VIDA CABALLERESCA
diecisiete años e instigado por su madre, se rebeló contra su padre por primera vez. ¿El motivo? No quiso aceptar la designación de su hermano mayor, Enrique, como heredero. La rebelión fue abortada por Enrique II, quien condenó a su esposa por su connivencia a un arresto domiciliario que duraría dieciséis años. Juan era un niño cuando sucedieron estos hechos, y es casi seguro que ya llevaba un tiempo a cargo de las monjas en Fontevraud. Leonor de Aquitania siempre favoreció a su hijo Ricardo, que ha pasado a la historia como un rey aguerrido y caballeroso (su apodo, “Corazón de León”, lo dice todo). Su esposo, por el contrario, se inclinó primero por Enrique y después por Juan, al que empezó a tener en cuenta tras la muerte del primero, por disentería, en 1183. Juan tenía entonces dieciséis años y, en uno de sus famosos arranques de impulsividad, su padre le ordenó enfrentarse a Ricardo y reclamar el ducado de Aquitania. Obedeció Juan, fracasando en la primera de las muchas batallas que perdería a lo largo de su vida.
Tras aquel primer fiasco, los planes de Enrique respecto a su hijo menor cambiaron. Irlanda era ahora el objetivo. En abril de 1185, con una tropa de trescientos soldados y una importante suma de dinero en las alforjas, lo destinó a la isla en calidad de “Señor” de la misma. La misión de Juan era arrebatar el control del territorio a Hugo de Lacy, un caballero que siempre había sido leal a Enrique II, pero del cual el rey desconfiaba en ese momento. El periplo de Juan en Irlanda fue un nuevo desastre: a su ya notoria crueldad con sus oponentes se unieron su ineptitud política y sus gustos extravagantes (le apasionaban las joyas), que hicieron que se quedara sin fondos para las tropas. Tras ocho meses de periplo y sin lograr los apoyos para ejercer de “Señor de Irlanda”, volvió a Inglaterra, derrotado. Sin embargo, la fe de Enrique II en su hijo menor continuaba inquebrantable; en especial después de la muerte de su otro hijo, Godofredo, en un torneo en París. Para el patriarca de los Plantagenet, Juan era la mejor arma para mantener bajo control a su hijo Ricardo y, con ello, a su carismática esposa. Sin embargo, la estrategia del padre fracasó: en 1189, Ricardo, temeroso de no ser nombrado heredero, volvió a rebelarse. Se alió con el rey Felipe Augusto de Francia y ambos declararon la guerra a Enrique II. Juan se unió a ellos, lo que disgustó sobremanera a su padre. Enfermo y abandonado por casi toda su familia, el monarca falleció el 6 de julio, en la fortaleza real de Chinon, a los 56 años.
A la sombra del hermano
Ricardo I Corazón de León fue coronado en la abadía de Westminster en septiembre de ese mismo año. El nuevo monarca otorgó a Juan el título de conde de Mortain, lo ratificó como Señor de Irlanda y lo prometió con Isabel, heredera del condado de Gloucester. Asimismo, le otorgó una vasta extensión de tierras en Inglaterra. Entre ellas, las del condado de Nottingham, marco de las historias de Robin Hood, el arquero que robaba a los ricos para ayudar a los pobres. Los antagonistas de Hood y sus proscritos eran el sheriff de Notthingham y el codicioso “príncipe Juan”, el cual, aprovechando la ausencia de su hermano por las cruzadas, quería hacerse con el trono. La fábula de Robin Hood ha contribuido a la mala reputación de Juan sin Tierra. De todos modos, como señala Stephen Church, el verdadero Juan no tuvo “nada que ver” con el legendario personaje. Para empezar, el historiador apunta que ninguno de los hijos de Enrique y Leonor fueron llamados “príncipes” a lo largo de
EN IRLANDA, A SU NOTORIA CRUELDAD SE UNIERON SU INEPTITUD POLÍTICA Y SUS EXTRAVAGANCIAS
su vida. “Durante su infancia, Juan fue ‘el hijo del rey’ u, ocasionalmente, ‘Juan sin Tierra’, pero no ‘príncipe Juan’. Este modo de referirse a los hijos de los monarcas se implementaría en Inglaterra más tarde”, aclara. La relación entre Robin Hood y Juan sin Tierra, señala, es una invención posterior. Aparece por primera vez en 1521, en la Historia de Gran Bretaña de John Mayor. En 1601 se popularizaría gracias a la pieza del dramaturgo Anthony Munday The Downfall and The Death of Robert Earl of Huntington, parte del repertorio teatral isabelino.
Una invención, sin embargo, basada en hechos reales, como que Ricardo, al marchar a la tercera cruzada un año después de ser coronado rey, prohibió a su único hermano vivo poner un pie en Inglaterra durante su ausencia. No obstante, su madre, que se había quedado a cargo del reino, le convenció de levantar la prohibición. Un error de la por lo general sagaz Leonor de Aquitania que estuvo a punto de costarle el trono a su hijo favorito. Y es que Juan, ante la noticia de que Ricardo iba a reconocer como heredero a Arturo, hijo de su hermano mayor Godofredo, intentó derrocar al rey ausente en dos ocasiones, aliándose con el siempre dispuesto Felipe Augusto de Francia. El
AL SABER QUE RICARDO IBA A RECONOCER COMO HEREDERO A OTRO, JUAN INTENTÓ DERROCAR A SU HERMANO DOS VECES
primer intento de golpe lo impidió la propia Leonor, mientras que el segundo lo abortó la vuelta de Ricardo en 1194, que había sido hecho prisionero del archiduque Leopoldo de Austria.
Con el retorno del rey, Juan fue desterrado y desposeído de sus tierras. Sin embargo, unos meses después, su hermano lo perdonó. “Solo eres un crío, que tiene consejeros malévolos”, aseguran que le dijo. Se produjo un intervalo de relativa calma hasta que, en 1199, Ricardo, epítome del rey guerrero y ausente, murió a causa de una herida de ballesta en una nueva batalla contra Felipe Augusto. “En su lecho de muerte nombró sucesor a Juan, pese a que, por la ley de primogenitura, su sobrino Arturo debería haberlo sucedido. De este modo, y pese a su rivalidad, Ricardo y Juan conspiraron para mantener la Corona en la familia inmediata”, escribe Mike Ibeji. Juan I fue coronado en la abadía de Westminster el 27 de mayo de 1199. Tenía 32 años.
Juan I sin Tierra
El nuevo rey provocó el primer conflicto de su reinado al disolver su matrimonio con Isabel de Gloucester para, a continua-
ción, secuestrar a la jovencísima Isabel de Angulema, de doce años, prometida de Hugo de Lusignan, y esposarse con ella. Este acto fue un agravio para la poderosa casa de Lusignan y desembocó en una nueva guerra entre Juan y Felipe Augusto, que se saldó con la pérdida de Normandía en 1204. El conflicto no acabó aquí: en 1206, Anjou, Maine y partes de Poitou también pasaron a manos del rey francés. Estas pérdidas territoriales supusieron un gran revés para Juan y le obligaron a residir casi de forma permanente en Inglaterra, lo que implicó que fuera el primer rey inglés desde la conquista normanda que habló este idioma con fluidez. Desde Londres, Juan sin Tierra intentó romper el maleficio de su sobrenombre y se dedicó a planear de forma obsesiva la recuperación de las posesiones de los Plantagenet en el continente. Este empeño y su presencia constante en suelo inglés se tradujeron en la construcción de una administración muy eficiente, supervisada por el propio Juan. Un gobierno caracterizado por una fortísima presión tributaria y una interferencia cada vez mayor en los privilegios de la nobleza. Asimismo, al inicio de su reinado, Juan desencadenó un agrio enfrentamiento con el papa Inocencio III a causa del nombramiento del nuevo arzobispo de Canterbury. La negativa de Juan a aceptar al candidato del pontífice se saldó con un interdicto a Inglaterra en 1208, la posterior excomunión de Juan y la amenaza de una cruzada, liderada por Felipe Augusto, para colocar en el trono a su hijo Luis. Consciente de que sus barones apoyarían la cruzada, el rey cedió finalmente ante el papa. Esta disputa con la Iglesia –que incluyó la confiscación de numerosas tierras de este estamento– le granjeó las antipatías del clero y motivó que fuera descrito por los cronistas monásticos de la época como tirano, cruel y “sacrílego”.
La Carta Magna
La obsesión de Juan por recuperar los territorios perdidos, su empecinamiento contra el papa y su afán recaudatorio estuvieron
NADA MÁS LLEGAR AL TRONO, PERDIÓ BUENA PARTE DE SUS TIERRAS FRANCESAS Y SE ENEMISTÓ CON EL PAPA
a punto de costarle también el trono de Inglaterra. En agosto de 1212, diversos miembros de la nobleza, hartos de sus injerencias, se confabularon para asesinarlo durante una expedición militar. Juan consiguió zafarse y, dos años después, lanzó una nueva campaña para retomar sus antiguas tierras francesas. Fue otro sonado fracaso, saldado con la aceptación de una tregua con Francia hasta 1220. A su retorno a Inglaterra, derrotado, se enfrentó a un descontento cada vez mayor de los barones, liderados por Robert Fitzwalter, que se tradujo en el estallido de la guerra civil en 1215. Los rebeldes llegaron a sitiar Londres. Al ver que tenía todas las de perder, Juan aceptó negociar con sus oponentes. La paz se ofrecía bajo una condición: la firma de un acuerdo –conocido como Carta Magna– en el que el rey se comprometía a respe-
tar los derechos de los señores feudales y someterse a la legislación inglesa. En este segundo punto radica la importancia del documento, ya que, por primera vez en la historia británica, se establecía por escrito que ni el rey ni su gobierno estaban por encima de la ley, que se consideraba un poder en sí misma.
Juan I sancionó la Carta Magna en junio de 1215, en una ceremonia en el prado de Runnymede, a orillas del Támesis. La paz, sin embargo, duró poco: tres meses después de la firma, el soberano convenció al papa de que declarase el documento ilegal, con el pretexto de que interfería con los derechos reales. Ambos bandos volvieron a las armas, aunque esta vez los nobles ingleses contaban con el apoyo de Felipe Augusto, que veía en aquella guerra civil la oportunidad de instaurar a su hijo Luis como rey de Inglaterra. El conflicto se zanjó con el fallecimiento de Juan en el castillo de Newark, en Nottingham, en 1216. Tenía 49 años, y murió debido a la disentería y el agotamiento físico y mental. Los días previos a su muerte los pasó junto a sus tropas, diezmadas por los rebeldes, en la frontera entre Escocia e Inglaterra. Las crónicas también quisieron destacar que le afectó mucho la pérdida de un carruaje con parte de las joyas de la Corona, engullido por arenas movedizas cuando se encaminaba hacia el sur por la costa del mar del Norte. Tras el deceso de Juan I, el principal argumento de los partidarios de la casa Plantagenet frente a los nobles rebeldes fue la recuperación de la Carta Magna. Finalmente, los barones abandonaron la causa francesa y juraron lealtad al descendiente de Juan e Isabel de Angulema. Con nueve años, Enrique III fue coronado rey en la catedral de Gloucester. Paradójicamente, como señala Mike Ibeji, solo la muerte de Juan –que, a causa de sus actos, perdió el imperio forjado por su padre– salvó el reino de Inglaterra.