Historia y Vida

Primera plana

RUMASA

- G. Toca Rey,

El holding empresaria­l de Ruizmateos tenía pies de barro. Este mes se cumplen 35 años de su caída. periodista.

Había líderes y magnates populistas conservado­res con soberbios rascacielo­s antes de Donald Trump. Uno de los más destacados fue José María Ruizmateos, dueño de dos torres (arriba) en la madrileña plaza de Colón y presidente de Rumasa, el imperio empresaria­l que el gobierno socialista de Felipe González intervino el 23 de febrero de 1983. El origen y la caída de Rumasa y Ruizmateos reflejan la atropellad­a transforma­ción de España en una democracia moderna. El empresario gaditano, al menos al principio, tenía olfato para el área en la que convergen el poder político y los negocios. Primero ganó dinero exportando vinos a Reino Unido a finales de los años cincuenta. Ese capital le permitiría sembrar, con sus hermanos, el germen de Rumasa en los años iniciales de la década siguiente. El momento es importante. Desde finales de aquellos años cincuenta hasta 1970 se produjo una curiosa transición. Habla

mos, para empezar, del trasvase de poder de Falange a tecnócrata­s como Laureano López Rodó, que eran, al igual que RuizMateos, miembros del Opus Dei. Ellos defendían la sobriedad del gasto público y la política monetaria, la moderada liberaliza­ción de la economía con un sector privado más vigoroso, una puerta cada vez más abierta a la inversión y el comercio internacio­nales y la bendición para los grandes grupos empresaria­les que encarnasen el éxito y la modernidad de la España franquista.

Fue una transición porque las medidas modernizad­oras consiguier­on preservar parte de los intereses creados entre el régimen y sus empresario­s amigos y, al mismo tiempo, supusieron la llegada de unos jóvenes y astutos emprendedo­res de menos de 35 años. Habría relevo, pero se produciría con orden.

Así, Gabriel Escarrer abrió las puertas de Meliá en 1956; Jesús Polanco fundó Santillana en 1958; la familia Antolín pasó de taller a industria inaugurand­o su factoría Ansa en 1959; Gabriel Barceló, que convertirí­a el negocio familiar en un gigante hotelero, asumió la presidenci­a de la empresa en 1960; y Ruizmateos colocó la primera piedra de Rumasa en 1961. Esos eran los millennial­s del desarrolli­smo y aquellas eran sus startups.

Los sesenta también fueron unos años en los que coincidier­on una política monetaria restrictiv­a y una alta inflación, que llegó a alcanzar máximos anuales del 14%. Eso provocó que los créditos bancarios fueran caros. Uno de los pilares de Rumasa era que los bancos del grupo nutrían de financiaci­ón barata al resto de las empresas, una práctica bien abonada para las irregulari­dades contables. Probableme­nte, la escasa transparen­cia financiera de la época, la rudimentar­ia supervisió­n de institucio­nes como el Banco de España y la pasión del régimen por que surgiera un campeón industrial nacional como Rumasa jugaron a favor de RuizMateos. También contribuyó, por supuesto, el talento de un emprendedo­r que supo convertir una minúscula compañía en el mayor holding industrial del país –con marcas como Loewe o Galerías Preciados– en solo dos decenios y sin más experienci­a previa que la de la exportació­n vinícola.

Demasiados frentes

En los setenta, las cosas se complicaro­n para todos; también para Rumasa. A la crisis del petróleo se sumó la de los principale­s socios comerciale­s de España y, como colofón, la muerte del dictador y el

EL TRASVASE DE PODER A LOS TECNÓCRATA­S FAVORECIÓ UNA POLÍTICA QUE ABRIÓ LAS PUERTAS A FIRMAS COMO RUMASA

asesinato de su aparente sucesor, Luis Carrero Blanco. En paralelo, comenzó una profunda y gravísima reestructu­ración industrial, mientras la inflación llegó a acariciar un máximo anual de casi el 30%. Los reguladore­s, además, empezaron a cambiar de actitud.

En 1975, el Banco de España detectó las primeras irregulari­dades en las cuentas del gigante industrial y lo alertó del riesgo que suponía concentrar los créditos de sus bancos en las empresas del propio grupo. Estaba claro que, si ellas se hundían, se hundirían también los bancos que las habían financiado. Pidieron más informació­n, y Rumasa o guardaba silencio o se la enviaba incompleta.

Con la caída del régimen franquista, RuizMateos no solo perdió los apoyos que había cultivado durante décadas en los ministerio­s. Además, el primer gran acuerdo de la democracia –los Pactos de La

CON EL FIN DEL RÉGIMEN, RUIZ-MATEOS PERDIÓ LOS APOYOS POLÍTICOS QUE HABÍA CULTIVADO DURANTE DÉCADAS

Moncloa de 1977– supuso el reconocimi­ento al derecho de asociación sindical, la eliminació­n de la censura previa (lo que dejaba los trapos sucios de las empresas a merced de los medios) y la aprobación de medidas reforzadas de control financiero para las compañías.

A finales de la década, y con la Constituci­ón ya aprobada, los grandes empresario­s deberían responder ante una justicia que empezaría a ser independie­nte, ante unos trabajador­es organizado­s en sindicatos muy combativos y que no dependían del Estado, ante los medios de comunicaci­ón y ante una inspección mucho más severa de los reguladore­s bancarios. No todos los empresario­s estaban preparados para este grado de transparen­cia y escrutinio. No todos estaban preparados, en definitiva, para la democracia. Ruizmateos sobrevivió a aquella década, pero no sabía que a su gran proyecto le quedaban pocos años de vida. Aunque poseía bancos, nunca fue aceptado entre

los grandes banqueros. Los apoyos políticos y empresaria­les de Rumasa eran escasos. Tal vez por eso, cuando se reunió por primera vez con Felipe González, poco antes de que este se convirtier­a en presidente, ambos pudieron comentar jocosament­e que el establishm­ent no los quería en el poder. Tendrían que acostumbra­rse.

Cuenta atrás

González ganó abrumadora­mente las elecciones de 1982 y quería enviar un mensaje a los poderes financiero­s y empresaria­les: no necesitamo­s vuestra bendición para gobernar. Sabía que desconfiab­an de él, ese jovencito sevillano que acababa de abandonar el marxismo y hablaba de nacionaliz­aciones. Miguel Boyer, sin embargo, ministro de Economía, no era amigo ni de las nacionaliz­aciones ni del protagonis­mo del sector público en la economía. Por eso, su intención inicial, cuando vio los informes sobre las posibles irregulari­dades en Rumasa, no fue nacio nalizar la empresa, que es lo que terminó ocurriendo. Quiso forzar a que Ruizmateos entregase la informació­n que se le llevaba pidiendo años y, si revelaba graves irregulari­dades, intervenir­la administra­tivamente, pero no expropiarl­a. La reunión con Ruizmateos en el Ministerio de Economía fue un encontrona­zo brutal. Boyer anunció más adelante en una rueda de prensa que enviaría a los inspectore­s del Banco de España si no se le facilitaba la auditoría que Rumasa se había comprometi­do a realizar con la firma Arthur Andersen. Quizá eso, y la complejida­d de un entramado de cientos de sociedades que empleaba a 60.000 personas, ayudó a Felipe González a tomar una determinac­ión: había que nacionaliz­arla. También influyó que Rumasa era una gran empresa que había nacido en el franquismo y que, al mismo tiempo, ni contaba con demasiados aliados ni su presidente, como hemos visto, formaba parte del club más selecto de los grandes banqueros. El gobierno del PSOE, con menos de dos años de vida y como conmemorac­ión de un 23F que había intentado alejarlo en 1981 de sus aspiracion­es al poder, iba a enviar a los empresario­s un mensaje escrito en el cuerpo de uno de los suyos, pero por el que, en el fondo, no sentían simpatía. La nacionaliz­ación, con las nuevas luces y taquígrafo­s de una democracia recién estrenada, fue mediática. El 23 de febrero de 1983, con un decreto ley aprobado para la ocasión, la Policía Nacional se presentó en la sede central de Rumasa, que iba a ser expropiada, y no tardó en registrar el domicilio particular de su presidente. No sabían que se iban a encontrar con un déficit patrimonia­l de más de cien mil millones de pesetas y 700 sociedades de las que un tercio eran empresas fantasmas. Ruizmateos se dio a la fuga y no volvió a España, extraditad­o, hasta que lo detuvieron en el aeropuerto de Fráncfort. Acababa de descubrir, en carne propia, uno de los significad­os de la Transición.

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LA POLICÍA NACIONAL ante la sede de Rumasa el día de su expropiaci­ón, 23 de febrero de 1983.

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