Libros y cine
Una visión ácida de la España de Alfonso XIII
— El miedo y la libertad.
— Grandes maestras.
— Crónicas parlamentarias.
— 50 discursos que cambiaron...
Aún no se había convertido en un periodista famoso cuando aceptó, en la primavera de 1907, cubrir la información parlamentaria para el diario España Nueva. Por entonces, Julio Camba (1884-1962) era un simpatizante del anarquismo, aunque cada vez con más dudas, por sus actos terroristas. Sus crónicas configurarían la serie “Diario de un escéptico”, título que refleja una actitud descreída que sería, a su juicio, una garantía de imparcialidad. Porque está dispuesto a elogiar el ingenio y la gracia vengan de donde vengan, por encima de consideraciones ideológicas. Aunque adopte un tono desenfadado, su crítica a los políticos es radical. En pleno gobierno largo (1907-09) de Antonio Maura, retrata la actividad en las Cortes como una gran farsa. La Cámara Baja estaría llena de sofistas y retóricos, entretenidos en ocupaciones por completo inútiles. No triunfa aquí el que más razón tiene, sino el que mejor domina el arte de la oratoria. Cuando Eduardo Dato pronuncia un discurso y ofrece caramelos para celebrar su elección como presidente interino del Congreso, el comentario de Camba es chistoso, pero también devastador: duda sobre cuál de las dos cosas ha sido más trascendente.
Humor terapéutico
La ironía, en sus manos, sirve para digerir lo que de otro modo sería indigerible. Como la compra de votos, que vendría a ser, según su sarcástica definición, “una industria como cualquier otra”. También dedica agudezas al sufragio de los muertos, práctica corrupta de la que se mofa con una paradoja brillante. Son los difuntos los únicos que votan con independencia, porque a ellos no se les puede comprar por cinco duros. Esta visión pesimista era compartida por un diputado al que Camba describe con afecto: el escritor Benito Pérez Galdós. Este era todavía más escéptico, harto como estaba de “tantas iniquidades”. El humor elegante e incisivo, digno de Oscar Wilde, permite al autor ridiculizar la incapacidad de los diputados. Aunque, por debajo de la parodia, late una sincera inquietud por la suerte del país. De cuando en cuando, la máscara de frivolidad cae y nos deja ver al hombre indignado con el desgobierno. Tan escandalizado que piensa que la España de la época solo se puede arreglar con una revolución..., siempre que el cambio no sea el de unos políticos por otros. En realidad, por más que se proponga provocar la sonrisa del lector, lo que reflejan sus artículos es una gran tristeza, la de saber que vive en un lugar donde todos los idealismos han fracasado.