Historia y Vida

LOS PADRES DEL POPULISMO

La República de Roma vivió un pulso creciente entre los aristócrat­as del Senado y los llamados “populares”, los políticos que buscaron el apoyo del pueblo para llegar al poder.

- DAVID MARTÍN GONZÁLEZ, PERIODISTA

En el año 494 a. C., los plebeyos de la antigua Roma hicieron las maletas y se mudaron a la colina del Aventino con el objetivo de montar una nueva ciudad. Estaban cansados de la actitud de los aristócrat­as hacia el pueblo, de las promesas incumplida­s y de sostener el peso de los conflictos bélicos a cambio de un nulo acceso a los cargos más importante­s del Estado. La revuelta obligó a las grandes familias aristocrát­icas a hacer concesione­s ante el riesgo de colapso de la urbe, creando dos figuras que generaron una especie de Estado dentro del Estado: la asamblea plebeya y el tribuno de la plebe. Con aquel canto a la democracia, la clase popular se erigió en un elemento a tener en cuenta por aquellos que querían hacer carrera política en la antigua Roma.

El caldo de cultivo

Un par de siglos más tarde, ser plebeyo en Roma se había convertido en algo peor que la esclavitud. El campesinad­o román tico que criaba su propio ganado y cultivaba sus tierras, tomando de vez en cuando las armas en defensa de la patria, se transformó en una masa de migrantes que habitaban chabolas en el extrarradi­o. La expansión romana tras la caída de Cartago y Macedonia provocó que las campañas de larga duración fueran algo habitual, lo que impidió a muchos campesinos vol ver a tiempo a casa para la cosecha. Eso dejó sus tierras en manos de unos cuantos terratenie­ntes, que pasaron a explotar el agro con la mano de obra esclava obtenida tras cada campaña, mientras los plebeyos malvivían sin ocupación alguna. Pero la pobreza dominante entre los romanos llamó la atención de algunos políticos. Hubo quienes, bien llevados por una ideología que buscaba la igualdad y la justicia, bien por su ambición personal, empezaron a seducir al pueblo para ganar sus votos. Estos políticos fueron conocidos como populares, y de entre sus filas surgirían los principale­s populistas de la historia de la antigua Roma.

Revolución y poder

El primero de estos populistas era nieto de Escipión el Africano. Se llamaba Tiberio

LA POBREZA DOMINANTE LLAMÓ LA ATENCIÓN DE ALGUNOS POLÍTICOS, POR IDEOLOGÍA O POR AMBICIÓN

Sempronio Graco, y cuenta la leyenda que, en su camino hacia la guerra en Hispania, pasó por los campos de Etruria confiando en disfrutar del paisaje bucólico del mundo rural. Pero lo que vio fueron grandes extensione­s de terreno explotado de forma industrial por esclavos tratados a degüello, mientras el pueblo romano moría de hambre. Aquello habría transforma­do ideológica­mente a Tiberio, convirtién­dolo en el adalid de la causa popular.

Probableme­nte el episodio no tuvo lugar, pero tenía una base real que facilitarí­a los movimiento­s políticos de Tiberio, elegido tribuno de la plebe en 134 a. C. No debió de resultarle difícil acceder a este cargo, pues se presentó a las elecciones con una propuesta de reforma agraria que implicaba que buena parte de la tierra del Estado se distribuye­ra en pequeñas parcelas a los campesinos romanos desposeído­s. El Senado se opuso e intentó frenar la ley, pero la asamblea de la plebe la sacó adelante. Tiberio inició entonces una lucha a muerte contra el Senado, al que identificó en sus proclamas como el enemigo del pueblo romano. Ejemplo de esto es un discurso en el que establece el nosotros y el ellos clásicos del populismo: “Nuestros generales nos incitan a combatir por los templos y las tumbas de vuestros antepasado­s. Ocioso y vano llamamient­o. Vosotros no

TIBERIO GRACO INICIÓ UNA LUCHA A MUERTE CONTRA EL SENADO, AL QUE IDENTIFICÓ COMO EL ENEMIGO DEL PUEBLO

tenéis altares paternos. Vosotros no tenéis tumbas ancestrale­s. Vosotros no tenéis nada. Combatís y morís solo para procurar lujo y riqueza a los otros”.

Era cierto. Y las palabras de Tiberio resultaron más acertadas cuando los senadores, que tuvieron que tragarse la reforma, se negaron a suministra­r financiaci­ón a los campesinos a los que se entregaba la tierra para que empezaran a poner en marcha los cultivos. En paralelo, aquellos iniciaron una campaña de descrédito contra Tiberio, recurriend­o a discursos y rumores demagógico­s que concluyero­n con la más terrible de las acusacione­s que podía hacerse contra un político republican­o: la de querer convertirs­e en rey. Tiberio respondió con una nueva apelación al pueblo. Se presentó a las elecciones para un segundo tribunado prometiend­o reducir el servicio militar y el acceso de los romanos del orden ecuestre a los tribunales, así como tratar el asunto de la ciudadanía romana para los pueblos itálicos aliados (que libraban las guerras de

los romanos pero no gozaban de los beneficios de la ciudadanía). Para exaltar a la plebe, acudió vestido de riguroso luto a las elecciones. Aquel espectácul­o mandaba un mensaje visual a sus potenciale­s votantes: “Si no me das tu papeleta, soy hombre muerto”. Votarle no evitó su muerte. Un grupo de senadores le abrió la cabeza con la pata de una silla. Después arrojaron su cadáver al Tíber junto a doscientos de sus seguidores.

El otro Graco

A su hermano Cayo no le dejaron recuperar el cuerpo. Tenía 21 años cuando ocurrieron aquellos sucesos, pero no olvidó el gesto. Decidió devolver la afrenta al Senado unos años más tarde, en 124 a. C., cuando fue elegido tribuno de la plebe con facilidad gracias a su apellido y a un programa a favor del pueblo.

Cayo era un hombre carismátic­o que sabía arengar a las masas. Según Cicerón fue el segundo mejor orador de Roma (el primero era el propio Cicerón), y rompió con la tradición de declamar los discursos políticos de cara al Senado, recitándol­os hacia el pueblo, que se reunía en el Foro. Tras ser elegido, Cayo empezó a ejecutar un programa mucho más ambicioso que el de su hermano. La más decisiva de sus leyes fue la Lex Frumentari­a, que obligaba al Estado a comprar trigo para distri buirlo entre la plebe de Roma a un precio fijo más bajo que el del mercado. Así puso las bases del famoso “pan” con el que los populistas romanos sobornaría­n a la “chusma de Remo” durante siglos, en palabras del poeta Juvenal.

A esta ley añadió otra que impedía el reclutamie­nto de los menores de 16 años y obligaba al Estado a equipar a los soldados. Con estos precedente­s se presentó a las elecciones nuevamente en 122 a. C., siendo reelegido. Y decidió que había llegado el momento de convertir en ciudadanos romanos a los habitantes de Italia. La propuesta de Cayo era razonable, pero tenía truco. Si llevaba a cabo su reforma, conseguirí­a incluir en el censo electoral a muchos italianos que le estarían eterna mente agradecido­s. Los senadores pasaron a la acción recurriend­o, ellos también, al populismo. Advirtiero­n al pueblo sobre aquellos extranjero­s italianos que, si entraban en el censo, reducirían las ayudas alimentari­as. El pánico inyectado en las masas, sumado a la promesa del Senado de dar tierras en las colonias a los pobres, hizo que Cayo perdiera apoyos. Y fue entonces cuando el Senado repitió la estrategia que tan bien funcionó con su hermano: dio vía libre para asesinarlo. Cayo intentó esquivar el golpe huyendo al Aventino, el viejo símbolo de la plebe rebelde, pero al verse superado pidió a un esclavo que le diera muerte. Pereció junto a tres mil seguidores. Aquella misma noche, la plebe lo honró saqueando su casa.

Héroe del pueblo

A la muerte de los Graco, la causa popular perdió impulso. Pero aquello no mejoró la situación de la República, en cuyo seno la corrupción y las derrotas militares fueron en aumento. La más sangrante de aquellas humillacio­nes bélicas vino de la mano de Yugurta, sobrino del mítico rey númida Masinisa. Yugurta se había hecho con la totalidad del reino, y, entre alianzas, sobornos y matanzas, consiguió mantenerse firme ante una Roma incapaz de doblegarlo. Hasta que apareció Cayo Mario. Mario no era miembro de la nobleza, pero formaba parte de lo que podríamos denominar burguesía de provincias. Era un hombre nuevo en la escena política con una posición acomodada, aunque sin un gran apellido detrás. Un plebeyo, en definitiva, con una buena cuenta corriente. La situación de la guerra en Numidia, algún rencor personal y su ambición lo impulsaron a presentars­e a las elecciones al consulado de 107 a. C. Aquello no gustó al Senado, que maniobró para evitar que obtuviera el mando supremo de la República. Pero la campaña de Mario surtió efecto entre las clases populares. Salustio recoge uno de sus discursos, muy en la línea de Tiberio Graco: “Ellos menospreci­an mi oscuro nacimiento y yo su cobardía. A mí se me puede echar en cara mi humilde condición y a ellos su oprobio. Sin embargo, yo creo que la naturaleza humana es la misma y común a todos, y que cuanto más esforzados más nobles somos. Si fuera posible preguntar a los padres de Albino o de Bestia si les hubiera gustado tenerlos a ellos o a mí por hijos, ¿qué pensáis que habrían respondido, sino que quisieran tener por hijos a los mejores?”. Ellos, como en tiempos de los Graco, eran los aristócrat­as que copaban el Senado. Más allá de sus discursos, Mario supo identifica­r su figura con el pueblo haciendo circular historias inverosími­les, como la

CAYO MARIO IDENTIFICÓ SU FIGURA CON EL PUEBLO HACIENDO CIRCULAR HISTORIAS INVEROSÍMI­LES

de que sus adinerados padres habían trabajado con las manos a las afueras de la provincian­a ciudad de Arpinum. Una forma como otra cualquiera de comunicar a los plebeyos: “Hola, soy de los vuestros. No como esos abotargado­s senadores”. El pueblo se volcó con Cayo Mario. Y cuando el Senado intentó vetar su ascenso al consulado, la plebe lo puso al frente de la República. Y así, aquel plebeyo se hizo cargo de la guerra contra Yugurta, a quien derrotó definitiva­mente con la ayuda de un aristócrat­a empobrecid­o llamado Lucio Cornelio Sila.

Pero aquella victoria no fue cosa de dos. Mario y Sila se hicieron acompañar de los más pobres entre los romanos. Aquellos que no tenían propiedade­s y que, por ello, no podían participar en las batallas de la República. Mario estableció sus propias reglas de reclutamie­nto aprovechan­do la necesidad de una victoria contra los númidas, y creó un ejército profesiona­l formado por plebeyos, a los que prometió una gran recompensa al final de la campaña. Eso convirtió a aquella banda de proletario­s en miles de votantes satisfecho­s con quien les ponía en una mejor situación en la lucha por la vida. Y, llegado el caso, aquellos votantes bien podían tornarse en un ejército con el que protegerse de gentes como las que asesinaron a los Graco.

De la cima al abismo

Mario repetiría como cónsul gracias al pánico por el movimiento migratorio agresivo de los cimbrios, un pueblo proceden te de la lejana Jutlandia, situada en lo que hoy es Dinamarca. Con su victoria sobre ellos y sus promesas a los plebeyos ganó el consulado una y otra vez.

Pero cuando las batallas se acabaron, a Mario se le agotó la fortuna. Al identifica­rse con la causa del pueblo, acabó aliándose con dos oscuros personajes, Servilio Glaucia y Lucio Apuleyo Saturnino. Aquellos individuos solo tenían un objetivo: utilizar la política para bañarse en oro. Mario necesitó su apoyo para lograr tierras para sus veteranos, pero Saturnino y Glaucia aprovechar­on su alianza con el hombre más poderoso de Roma para llevar la causa popular al extremo. Saturnino llegó a bajar el precio del trigo hasta el punto de llevar al borde de la bancarrota a la República, y a continuaci­ón se dedicó a combatir mediante bandas violentas a Glaucia y a Memmio, un conservado­r que aspiraba al consulado. Ante el caos que se adueñó de Roma debido a las peleas entre bandas rivales, Mario decidió cambiar de chaqueta y aliarse con el Senado, movimiento que provocó que el pueblo acabara desprecián­dolo.

El toque de los dioses

Años después de estos sucesos, mientras Mario rumiaba su pérdida de popularida­d y su antiguo aliado Sila aglutinaba cada vez más poder, Sulpicio Rufo se convirtió en tribuno de la plebe. Este político popular propuso sanear el Senado, expulsando del mismo a aquellos que tuvieran deudas de más de dos mil denarios, y planteó introducir en la institució­n a hombres nuevos. Al mismo tiempo que hacía esta impopular propuesta a los aristócrat­as, operó para atacar al nuevo adalid de la nobleza, Sila, quien había obtenido el mando en la guerra contra Mitrídates VI de Ponto. Mando que anhelaba Mario, que estaba detrás de las maniobras de Sulpicio Rufo.

Sila no se dejó arrebatar el puesto. Tomó a sus soldados y entró en Roma, matando a Sulpicio Rufo y obligando a huir a Mario. Después partió al frente de sus tropas para derrotar a Mitrídates VI. Con Sila fuera de la península itálica, en 87 a. C. el popular Cinna fue elegido cónsul. El Senado intentó frenar a este enemigo de los aristócrat­as, pero Cinna recurrió al apaleado Mario, quien, emulando a Sila,

SILA SE ERIGIÓ EN DICTADOR, ACABANDO DE PASO CON LA ASAMBLEA DE LA PLEBE Y EL TRIBUNADO

se lanzó sobre Roma con su ejército, convirtién­dose por séptima y última vez en cónsul. No disfrutó mucho de sus éxitos, pues moriría en el año 84 a. C., dejando a Roma transforma­da en un campo de batalla para los pandillero­s de la política. Entonces volvió Sila de su visita a Mitrídates, masacró a los populares y se erigió en dictador, acabando de paso con el poder de la asamblea de la plebe y del tribunado.

Nuevos ingredient­es

El nuevo general de la aristocrac­ia no renunció a las prácticas populistas ya clásicas. En primer lugar utilizó su poder para robar el dinero y las tierras de los populares y entregó el botín a sus veteranos. Después liberó a 10.000 esclavos, a los que dio su nombre, transformá­ndolos en 10.000 votantes complacido­s con su gestión. Por último, inició una costumbre que sería perpetuada por los emperadore­s que lo sucederían: utilizar la religión como arma de propaganda.

Sila se encargó de difundir que estaba protegido por Afrodita entre los griegos y por Fortuna en la península itálica. Ganó así los apodos de Fortunatus y Felix. Al mismo tiempo, puso las bases de la futura propaganda imperial, tan caracterís­tica de Augusto, inaugurand­o una estatua

suya en el Foro y narrando sus hazañas en un monumento en el Capitolio. También recurrió al espectácul­o para motivar a la plebe. En su triunfo contra Mitrídates hizo que aquellos que habían sido perseguido­s por Cinna lo saludaran como “salvador” y “padre”, identifica­ndo su dictadura con algo tan paternalis­ta como lo sería el imperio del futuro Augusto. A su muerte, los populares se quedaron en cuadro. Pero estos no tardarían en rearmarse para dar a luz a uno de los más grandes populistas de todos los tiempos.

Uno de los nuestros

Las acciones de Cayo Mario y Sila habían provocado que el Senado se viera obli gado a confiar en grandes jefes militares para sobrevivir. En este contexto es donde aparece la figura de Pompeyo, el niño mimado de los conservado­res.

Al mismo tiempo que la estrella de Pompeyo ascendía, otro hombre poderoso, Craso, quería presentars­e como alternativ­a y asumió la causa de los populares. Ya había intentado el movimiento apoyando a Catilina, que cayó ante Cicerón acusado de una conspiraci­ón contra la República. Pero esta vez recurriría a un hueso duro de roer: Julio César. César era populista de nacimiento. Su casa estaba en el Subura, el barrio con peor reputación de Roma, lo que le daba ya el halo de vecino de la plebe. Uno de los nuestros, en definitiva. Además, se ocupó de recordar constantem­ente que descendía de la diosa Venus, lo que le daba caché, y, tras repudiar a su primera mujer, se casó con Cornelia, hija del político popular Cinna, convirtién­dose mediante este golpe de efecto en el líder por derecho familiar de los populares. Uno de los elementos que más prestigio otorgó a César fue su relación con la milicia. Caminaba junto a sus soldados en las largas marchas militares y se esforzó por reírles las gracias, quizá porque aquellos chistes beneficiab­an a un político de su clase en la machista sociedad romana. Al fin y al cabo, los soldados de César solo bromeaban sobre sus capacidade­s sexuales y sus asaltos a los catres maritales de determinad­os aristócrat­as, refiriéndo­se a él como el “adúltero calvo”.

As de los sobornos

César empezó a cobrar fuerza política tras pasar por Hispania, sanear sus cuentas con la gestión de aquellas tierras y ser elegido edil en 65 a. C. Ostentando este cargo se preocupó de dar grandes espectácul­os gratuitos para entretener al pueblo y, al calor del ambiente festivo, puso en las calles

CÉSAR PROVENÍA DEL BARRIO CON PEOR REPUTACIÓN DE ROMA, LO QUE LE DABA EL HALO DE VECINO DE LA PLEBE

algunas estatuas de Mario, para regocijo de muchos romanos. Pero el movimiento magistral de César fue el de conseguir reconcilia­r a Pompeyo y Craso y aprovechar esta alianza con los dos pesos pesados de la política romana para presentars­e a cónsul, tirando del ya clásico programa populista inaugurado por los Graco. César prometió una nueva ley agraria para repartir tierras y dinero a los veteranos de Pompeyo, pero también propuso distribuir tierra pública entre los pobres, comprando la que fuera necesaria para ayudar al pueblo. Esto, sumado a los grandes espectácul­os que ofrecieron de continuo el trío de amigos, hizo que solo los más enterados prestaran atención a lo que sucedía

realmente: aquellos hombres estaban haciéndose, a base de sobornar al pueblo y a las tropas, con la dictadura de la República.

El gran golpe

La sociedad acabaría por romperse, con Craso muriendo en las lejanas arenas de Partia y Pompeyo, en Roma, aliándose nuevamente con los conservado­res. Fue entonces cuando César cruzó el Rubicón, destruyó a sus adversario­s y volvió a Roma como jefe absoluto para organizar las cosas a su gusto. Por el camino César había escrito un peculiar texto propagandí­stico, sus famosos Comentario­s sobre las guerras de las Galias, en los que solo tiene buenas palabras para los centurione­s y los soldados rasos, nunca para esos nobles que no formaban parte de la clase social que le mantenía en el poder. Pero sus gestos populistas, sus campañas de propaganda y los espectácul­os que regalaba al pueblo ocultaban su transforma­ción. Pues César, ya con el mando absoluto de la República, había dado en parte la espalda a las clases bajas, reduciendo las subvencion­es de trigo y preocupánd­ose más por la calidad de vida de los soldados, a quienes pagaba con generosida­d. Aquellos soldados no evitaron, sin embargo, el desenlace. César acabó siendo asesinado por un grupo de senadores que querían mantener inmaculada la República y limpiarla de los herejes del populismo. Mientras lo apuñalaban, no sospechaba­n que aquel acto acabaría con la forma de gobierno tradiciona­l y perpetuarí­a las prácticas populistas en territorio romano durante siglos.

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SILA, busto de época romana. A la dcha., Conjura de Catilina, por Cesare Maccari, siglo xix.
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 ??  ?? CAYO MARIO, por J. Vanderlyn, 1807. En la pág. opuesta, Yugurta deja Roma tras unas negociacio­nes, s. xix.
CAYO MARIO, por J. Vanderlyn, 1807. En la pág. opuesta, Yugurta deja Roma tras unas negociacio­nes, s. xix.
 ??  ?? CORNELIA y sus hijos, los Graco, A. Kauffmann, s. xvii. En la pág. anterior, un triunfo de César.
CORNELIA y sus hijos, los Graco, A. Kauffmann, s. xvii. En la pág. anterior, un triunfo de César.
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 ??  ?? JULIO CÉSAR, escultura en mármol del artista florentino Andrea di Pietro di Marco Ferrucci, c. 1512-14.
JULIO CÉSAR, escultura en mármol del artista florentino Andrea di Pietro di Marco Ferrucci, c. 1512-14.

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