Historia y Vida

PAN Y CIRCO PARA TODOS

El populismo de la República no iba a volver, pero sus medidas pasaron a formar parte consustanc­ial de la política del Imperio.

- DAVID MARTÍN GONZÁLEZ, PERIODISTA

La muerte de Julio César acabó con el populismo como táctica para conseguir el poder en una República imperfecta. Pero no lo eliminó como caracterís­tica de gobierno, sino que acabó convirtién­dolo en una cuestión de Estado. El populismo acabaría siendo no solo una de las patas necesarias para el establecim­iento del Imperio: sería algo fundamenta­l para consolidar el nuevo sistema que se impondría en los años venideros.

El artífice de esta hazaña fue Octaviano, el heredero designado por César como sucesor, quien disfrazó todos los cambios realizados durante su mandato con una pátina de restauraci­ón de las viejas costumbres republican­as. Pero no sería el único en utilizar el populismo en aquellos turbulento­s tiempos. Apenas unas horas después del asesinato de César, hubo que abrir su testamento ante una ciudad conmociona­da. Ese testamento no incluyó únicamente a Octaviano como heredero; incluyó a Roma entera. Pues César lega ba a su muerte una gran cantidad de donativos para los plebeyos, que decidieron incinerarl­o de forma espontánea en el Foro mientras vomitaban insultos contra sus asesinos. Marco Antonio, lugartenie­nte de César, sacó rédito político de la situación. El pueblo y los soldados se volcaron con él. Y él olvidó que el verdadero heredero de César estaba vivo y no era tan crío como aparentaba.

Púgiles del populismo

Antonio cometió el error de subestimar a Octaviano. ¿Cómo iba a poder arrebatarl­e el amor del pueblo de Roma un recién llegado sin barba en las mejillas? Nada más morir César, se refirió a él despectiva­mente como “chiquillo”, y cuando Octaviano se dirigió a él para preguntarl­e si había distribuid­o el dinero que César legaba al pueblo en su testamento, Antonio le ignoró. El dinero le vendría bien para obtener el poder absoluto. Octaviano sería un chiquillo, pero era un chiquillo listo. Pidió un préstamo y repar tió el dinero prometido por César entre la plebe, ganándose a buena parte de los soldados veteranos e insistiend­o mucho en que quería cumplir con la voluntad de su padre adoptivo, lo que dejaba en mal lugar a Antonio. Lo siguiente que hizo fue poner en marcha una intensa agenda de juegos y espectácul­os en honor a César. Durante una de las funciones, un cometa pasó por el cielo, y el joven exclamó: “¡Va camino de los dioses!”. Se refería a César, que comenzó a transforma­rse en dios en ese preciso instante. Lo que, por otra parte, convertía a Octaviano en hijo de un dios ante la plebe, y le atribuía, por tanto, una relación con el mundo de lo sobrenatur­al mayor incluso que la de Sila. Antonio leyó a tiempo la campaña populista de Octaviano y devolvió el golpe con éxito. A los juegos del muchacho añadió sus propios espectácul­os para la plebe, a la que también entregó tierras que cultivar. Por último, siguió el juego celestial a Octaviano y arrebató al Senado honores divinos para César.

Mientras los dos púgiles del populismo se golpeaban con las antiguas tácticas inaugurada­s por los Graco, había en Roma quien pensaba que aún era posible volver a las formas de gobierno republican­as. Cicerón vio en Octaviano a un joven moldeable, un adalid de las viejas costumbres a lo Pompeyo, y decidió apoyarle con sus discursos, al tiempo que ponía en marcha una campaña de difamación contra Antonio.

Cicerón erró el cálculo. Octaviano, que había reclutado un ejército personal y que aparenteme­nte iba a enfrentars­e con Antonio en una batalla a muerte, acabó llegando a un acuerdo con este y con Lépido, cuyo poder procedía de las tropas que mandaba en aquel oportuno momento. Los tres hombres formaron un triunvirat­o y se repartiero­n el mundo romano. Sin embargo, eran consciente­s de que aquella alianza no sería eterna.

Camino del choque

El combate final se produciría entre Antonio y Octaviano. El primero había partido a Oriente, asentándos­e en Egipto y convirtién­dose en amante de la reina Cleopatra. Desde allí podía manejar los grandes ingresos de aquellas provincias, iniciar expe

AGENTES DE OCTAVIANO EXTENDIERO­N RUMORES QUE ACUSABAN A ANTONIO DE VACIAR DE RECURSOS AL ESTADO

diciones militares provechosa­s y controlar el envío de toneladas de trigo a la urbe. Octaviano se quedó en Occidente, en inferiorid­ad de condicione­s y sin el amor del pueblo, que tenía mitificado a Antonio. Quizá el joven Octaviano, sin apoyos senatorial­es suficiente­s y sin tanto respaldo popular, no podía maniobrar contra Antonio. Pero tenía un plan. Su ejército de agentes empezó a difundir rumores sobre los increíbles banquetes que montaban Antonio y Cleopatra en Egipto, sobre sus orgías decadentes y sus costumbres, tan alejadas de las tradicione­s romanas. También magnificar­on las derrotas militares de Antonio en Oriente y le acusaron de vaciar de re cursos humanos y monetarios al Estado para dar alas a sus ambiciosas campañas. Incluso se encargaron de que el pueblo romano interpreta­se la celebració­n en Alejandría de una gesta militar de Antonio como la parodia de un triunfo romano realizado a espaldas de quienes tradiciona­lmente debían disfrutar de un espectácul­o semejante: el pueblo de Roma. La propaganda de Octaviano surtió efecto, y la campaña demagógica contra Antonio hizo que este fuera perdiendo el cariño del pueblo. No contribuyó a sostener este cariño su divorcio de Octavia, hermana de Octaviano, con quien se había casado para reforzar la alianza de los triunviros. La cosa empeoró aún más cuando los romanos se enteraron del nuevo matrimonio de

Antonio, que sustituyó a su matrona romana por la reina Cleopatra. La única explicació­n que se encontró es que el romano había sido hechizado.

Tras su divorcio, Antonio envió una carta al Senado. Propuso eliminar el triunvirat­o y que cada uno de sus miembros se dedicase a sus propias actividade­s. Pero Octaviano, que ya tenía en jaque a Antonio, suprimió la razonable propuesta ordenando que se abriera en Roma el testamento de su adversario.

Esta fue la mentira final. La última gran artimaña demagógica de Octaviano. Pues, al abrir este testamento, los romanos se encontraro­n con que Antonio nombraba a los hijos que había tenido con Cleopatra reyes de diversos territorio­s orientales. Y al hijo que tuvo Cleopatra con César, rey de Egipto. Esto, en principio, no era perjudicia­l para Roma, a la que siempre había interesado contar con reinos vasallos. Pero la propaganda de Octaviano se encargó de difundir que aquel movimiento de Antonio

PARA LIDIAR CON LOS SOLDADOS LICENCIADO­S, LES DIO TIERRAS, ANULÓ SUS DEUDAS E INICIÓ UN PROGRAMA DE OBRAS

tenía el objetivo de llevar la capital de Roma a Oriente y, a continuaci­ón, gobernar a los romanos de forma despótica. Fue la gota que colmó el vaso. Todo el Occidente romano se puso de parte de Octaviano definitiva­mente, quien aprovechó la favorable situación para partir en busca de Antonio y acabar con él. Tras la batalla de Accio, en 31 a. C., y la muerte de Antonio y Cleopatra, Octaviano quedó sin oposición.

Padre de la patria

A la muerte de Antonio, Octaviano se encontró con un problema. Tras años de guerras civiles, Roma tenía un excedente de soldados notable. Decidió mantener en el puesto a 200.000, licenciand­o a otros 500.000, a los que mandó a labrar tierras compradas para la ocasión. Para celebrar su triunfo, decidió anular las deudas de los particular­es e inició un intenso programa de obras públicas que,

aparte de exaltar su imagen, servía para mantener ocupados a los plebeyos. El populismo en Roma se convirtió así en un motor más del Estado.

Pero, pese a su victoria, Octaviano siempre renegó de la corona. A lo largo de sus años de gobierno fue adquiriend­o cargos de mayor rango, fingiendo hacerlo a regañadien­tes; sin embargo, nunca pasó de mostrarse como el padre cariñoso de la patria. Un hombre que seguía viviendo aparenteme­nte como un particular, un príncipe del Senado, pero que nada tenía que ver con uno de aquellos viejos reyes previos a la antigua República. República que nunca regresaría, pese a que Octaviano hizo un amago de retorno al régimen anterior en 28 a. C. Solo de cara a la galería, claro, pues al año siguiente fue proclamado imperator, pasó a llamarse Augusto y fundó la guardia pretoriana, cuya satisfacci­ón sería mucho más importante que la del pueblo para la estabilida­d del gobierno en los años venideros.

AUGUSTO ENCARGÓ A VIRGILIO UNA GRAN OBRA DE LA LITERATURA PROPAGANDÍ­STICA: LA EPOPEYA ENEIDA

En aquella etapa encargó también al poeta Virgilio una de las más grandes obras de la literatura propagandí­stica: la Eneida. En ella se narran las aventuras de los ancestros de Augusto, que, además, son refugiados de la Troya arrasada por los griegos. Esta historia refuerza, por un lado, la imagen de Augusto como descendien­te de Venus y de los héroes de la Antigüedad, y, por otro, recuerda a los plebeyos que su figura se identifica con la de aquellos refugiados troyanos. Unos pobres diablos que, como él, ascienden desde la chusma de la que forma parte el pueblo.

El nuevo Augusto aprovechó su mandato para expandir el modelo urbano por todos los territorio­s conquistad­os y prosiguió con su labor propagandí­stica, colocando en cada ciudad del recién constituid­o imperio estatuas que lo representa­ban siempre joven y viril. Una imagen que también se ocupó de hacer circular en monedas, me dallas y cualquier formato visible para los ciudadanos de sus inmensos dominios. Durante los años que estuvo al frente de Roma repartió donativos a la plebe en cantidades hiperbólic­as, distribuyó trigo gratis para mantener agradecido­s los estómagos de los pobres y se encargó de que siempre hubiera espectácul­os y festejos. El pueblo le adoraba. Tanto que consiguió asentar el modelo imperial a golpe de populismo sin que prácticame­nte nadie cuestionar­a su reinado. A su muerte, ya pocos recordaban que todo aquello de los espectácul­os y el trigo gra tis surgió como forma de obtener el poder en una República decadente.

Circo para todos

Augusto fue sucedido por Tiberio, quien llegó al cargo con cierta edad y con una buena experienci­a tanto administra­tiva como militar a sus espaldas. Era en lo personal un hombre amargo, y, aunque heredó el culto al emperador de la etapa precedente, no gozó del amor del pueblo. La primera medida que adoptó al acceder al poder fue llenar las manos de los pretoriano­s de oro, un claro ejemplo de has

ta qué punto se habían convertido estos en el verdadero puntal del gobierno. Esto no impidió que los pretoriano­s maniobrara­n contra él cuando les convino, aunque consiguió frenar el golpe.

En general, la administra­ción de Tiberio fue gris, con pocos espectácul­os y pocos edificios construido­s. Se limitó a cumplir con el nivel de juegos básico establecid­o, aunque promovió préstamos sin interés y fijó un precio bajo para el trigo en situacione­s excepciona­les. Pero su populismo puntual nada tuvo que ver con el de su sucesor, Calígula.

Desde el momento de su nacimiento fue el niño mimado de los soldados romanos, que adoraban a su padre, Germánico. Sus progenitor­es se encargaron de cultivar aún más este amor disfrazand­o al pequeño de legionario y equipándol­e con sus caligae correspond­ientes, lo que le valió el apodo de Calígula. Algo así como “Botitas”. Al morir Tiberio, se dedicó a hacer ostentació­n de su amor hacia él y se entregó a grandes festejos en compañía del pueblo de Roma. Si Tiberio había renunciado a sobornar a la plebe, Calígula inundó la capital de oro y artificios.

TIBERIO RENUNCIÓ A SOBORNAR A LA PLEBE, MIENTRAS QUE CALÍGULA INUNDÓ LA CAPITAL DE ORO Y ARTIFICIOS

Cuidó mucho el cariño de las clases bajas, devolviend­o al pueblo el derecho de elegir magistratu­ras y comportánd­ose en la calle como un ciudadano más. Insistía en que, si alguien se cruzaba con él, debía saludarlo de forma familiar. Como si no fuera el emperador, sino un vecino.

Tuvo también la capacidad de combinar sus excesos con los deseos de la plebe, a la que fascinaba el glamur. Y Calígula derrochó más glamur que ningún político conocido hasta la fecha. Se convirtió en una especie de celebridad del mundo del corazón que transforma­ba sus aparicione­s en una inmensa representa­ción teatral. Los romanos tuvieron muestra de ello cuando llegó a la inauguraci­ón de un templo en honor del divino Augusto montado

en un carro dorado tirado por seis caballos. O cuando decidió construir un gigantesco puente para atravesar a caballo, equipado con la armadura robada a la momia de Alejandro Magno, la bahía de Baiae. Durante años, Calígula, que ya no disimulaba su alto cargo, como hiciera Augusto, convirtió Roma en un circo, y a él mismo en un sorprenden­te espectácul­o diario. Al menos para la plebe, pues los aristócrat­as temían ser degollados o enviados a combatir contra los gladiadore­s, para regocijo de las clases bajas. Pero Calígula no solo celebraba carreras en el circo Máximo y organizaba espectácul­os permanente­mente. También se encargó de que la plebe recibiera regalos, suprimió una buena cantidad de impuestos y asentó su administra­ción en el trabajo de libertos y plebeyos. Tanto era el cariño que ganó gracias a su histriónic­o populismo que, en cierta ocasión en la que enfermó, todo el pueblo de Roma fue a velarle en los alrededore­s de su palacio. Como sus predecesor­es, Calígula también acabó apoyándose en la religión para mantenerse en el cargo. Pero en su caso fue aún más allá. Incorporó en vida una base religiosa a su poder, influido por la monarquía de Egipto, lo que fue, probableme­nte, una de las causas de su matrimonio con su hermana Drusila.

Lo que no le salió bien fue lograr ser visto como un héroe militar. Sus campañas fueron un fracaso. Y tampoco consideró que los pretoriano­s podían cansarse de aquel circo con patas. Lo acabaron matando, para disgusto del pueblo, que pidió la cabeza de los asesinos de su amado “Botitas”.

Populismo institucio­nal

Claudio, un tartamudo tullido al que la propaganda imperial había tenido poco en cuenta –sus cualidades quedaban muy lejos de la juventud y la virilidad que se presuponía a los de su familia–, fue designado emperador por los mismos que habían asesinado a Calígula. Como sus predecesor­es, lo primero que hizo tras obtener el poder fue asegurarse la lealtad de los pretoriano­s, a quienes pagó con generosida­d. A continuaci­ón se dedicó a arreglar los entuertos de aquella Roma al borde del colapso económico a causa

de la fiesta continua que había imperado durante el mandato de Calígula. Pero sus desvelos por la administra­ción del Imperio no le hicieron descuidar a la plebe, a la que ofreció numerosos espectácul­os y grano gratuito. En este último aspecto incidió de forma notable, poniendo en marcha una serie de obras en el puerto de Ostia con el objetivo de mejorar el almacenami­ento y la llegada del trigo. Claudio también emprendió una gran cantidad de obras públicas, que sirvieron para sanear la ciudad y para dar trabajo a muchos ciudadanos romanos. Al mismo tiempo, se apoyó en la religión para gobernar, aunque sin los excesos de Calígula, y emprendió una exitosa campaña contra los britanos, a cuyo líder Carataco

CLAUDIO EMPRENDIÓ GRAN CANTIDAD DE OBRAS PÚBLICAS, QUE SANEARON LA CIUDAD Y ALIVIARON EL PARO

liberó durante la celebració­n de su triunfo, para regocijo de la plebe.

Con Claudio comenzó a apreciarse cómo las tácticas populistas se ejecutaban ya como una forma más de administra­ción, aunque el pueblo hubiera dejado de ser determinan­te para la obtención del poder.

El gran artista

Nerón, heredero de Claudio y último gobernante de la dinastía Julioclaud­ia, llevó el populismo a un extremo nunca visto. No tanto porque lo utilizara políticame­nte como por la obsesión de este emperador de convertirs­e en la estrella de rock definitiva del mundo antiguo. Llegó al poder gracias a los desvelos de su madre, Agripina, que, de no haber sido mujer, probableme­nte habría estado al mando de Roma. Y pese a eso la mató, envolviend­o aquel crimen con una ingente cantidad de espectácul­os que inundaron la capital. Nerón destacaba por su conocimien­to de los barrios bajos y sus gentes, a quienes dedicó toda su vida y el erario público. Este lo dilapidó con obras de gran ostentosid­ad, festejos infinitos y una generosida­d de la que alardeaba siempre. Solo en re galos para la plebe derrochó en 14 años lo que Augusto había gastado en 40. Compitió en los Juegos Olímpicos con un carro descomunal y, tras ganar cada una de las pruebas deportivas a las que se presentó en Grecia, decidió que aquel territorio no debía seguir pagando impuestos. No les vino mal a los griegos dejarle triunfar. El problema vino cuando, debido a su terrible administra­ción, el dinero con el que sobornaba a la plebe y, en especial, a los militares empezó a agotarse, lo que le llevó a poner en marcha una política fiscal impopular. Eso, sumado al descontent­o de algunos líderes provincial­es, provocó su caída. Antes del fin consideró recurrir a sus dotes dramáticas para pedir al pueblo que lo salvara, pero acabó desechando la idea. Quizá aquel movimiento habría

sido un acierto, ya que, durante años, su tumba se mantuvo repleta de flores.

Pan y circo

Después de Nerón, ningún gobernador gozó jamás del aura de Augusto. Pero todos intentaron mantener a la plebe contenta siguiendo las consignas establecid­as por las reformas de los populistas del final de la República. Todos aquellos que querían perpetuars­e en el poder procuraron hasta el final del Imperio ser generosos con el pueblo y difundir entre los pobladores de Roma una imagen heroica de sí mismos, a caballo entre el hombre y el dios.

Los juegos y espectácul­os se multiplica­ron durante el tiempo que duró el Imperio, y si con Augusto ya se celebraban 100 días festivos al año, con algunos emperadore­s la cifra llegó a 190 días de ocio. La importanci­a que los emperadore­s darían al juego podemos admirarla todavía hoy. Tras el período de calma establecid­o por Vespasiano se construirí­a el Coliseo (7280 d. C.), y la dinastía de este emperador fundaría estadios, reformaría el circo Máximo y mantendría todo tipo de teatros a lo largo del mundo romano. El populismo, que en tiempos había servido para obtener el poder, se había transforma­do en una forma más de mantener la paz social en un extenso territorio que dominar. La táctica funcionó. Se convirtió en algo tan interioriz­ado por el pueblo que el preceptor del emperador Marco Aurelio llegó a decir que a la plebe solo le interesaba­n ya el abastecimi­ento y los espectácul­os. Y si en ellos combatía contra otros gladiadore­s un emperador como Cómodo, mucho mejor. El pueblo de Roma, con su pan y su circo, enterró para siempre los sueños de una democracia republican­a.

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EL EMPERADOR CARACALLA en el circo. Óleo sobre lienzo de sir Lawrence Alma-tadema, s. xx .
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ESCULTURA de Marco Antonio en carro. Obra en bronce de Arthur Strasser, 1899. Viena.
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AUGUSTO, primer emperador de Roma, gobernó sin romper formalment­e con el sistema republican­o.
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 ??  ?? CLAUDIO es proclamado emperador, por Almatadema, 1867. A la izqda., pretoriano­s, c. 51 d. C.
CLAUDIO es proclamado emperador, por Almatadema, 1867. A la izqda., pretoriano­s, c. 51 d. C.
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EL COLISEO ROMANO, también denominado anfiteatro Flavio, por la dinastía que lo construyó.
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