PAN Y CIRCO PARA TODOS
El populismo de la República no iba a volver, pero sus medidas pasaron a formar parte consustancial de la política del Imperio.
La muerte de Julio César acabó con el populismo como táctica para conseguir el poder en una República imperfecta. Pero no lo eliminó como característica de gobierno, sino que acabó convirtiéndolo en una cuestión de Estado. El populismo acabaría siendo no solo una de las patas necesarias para el establecimiento del Imperio: sería algo fundamental para consolidar el nuevo sistema que se impondría en los años venideros.
El artífice de esta hazaña fue Octaviano, el heredero designado por César como sucesor, quien disfrazó todos los cambios realizados durante su mandato con una pátina de restauración de las viejas costumbres republicanas. Pero no sería el único en utilizar el populismo en aquellos turbulentos tiempos. Apenas unas horas después del asesinato de César, hubo que abrir su testamento ante una ciudad conmocionada. Ese testamento no incluyó únicamente a Octaviano como heredero; incluyó a Roma entera. Pues César lega ba a su muerte una gran cantidad de donativos para los plebeyos, que decidieron incinerarlo de forma espontánea en el Foro mientras vomitaban insultos contra sus asesinos. Marco Antonio, lugarteniente de César, sacó rédito político de la situación. El pueblo y los soldados se volcaron con él. Y él olvidó que el verdadero heredero de César estaba vivo y no era tan crío como aparentaba.
Púgiles del populismo
Antonio cometió el error de subestimar a Octaviano. ¿Cómo iba a poder arrebatarle el amor del pueblo de Roma un recién llegado sin barba en las mejillas? Nada más morir César, se refirió a él despectivamente como “chiquillo”, y cuando Octaviano se dirigió a él para preguntarle si había distribuido el dinero que César legaba al pueblo en su testamento, Antonio le ignoró. El dinero le vendría bien para obtener el poder absoluto. Octaviano sería un chiquillo, pero era un chiquillo listo. Pidió un préstamo y repar tió el dinero prometido por César entre la plebe, ganándose a buena parte de los soldados veteranos e insistiendo mucho en que quería cumplir con la voluntad de su padre adoptivo, lo que dejaba en mal lugar a Antonio. Lo siguiente que hizo fue poner en marcha una intensa agenda de juegos y espectáculos en honor a César. Durante una de las funciones, un cometa pasó por el cielo, y el joven exclamó: “¡Va camino de los dioses!”. Se refería a César, que comenzó a transformarse en dios en ese preciso instante. Lo que, por otra parte, convertía a Octaviano en hijo de un dios ante la plebe, y le atribuía, por tanto, una relación con el mundo de lo sobrenatural mayor incluso que la de Sila. Antonio leyó a tiempo la campaña populista de Octaviano y devolvió el golpe con éxito. A los juegos del muchacho añadió sus propios espectáculos para la plebe, a la que también entregó tierras que cultivar. Por último, siguió el juego celestial a Octaviano y arrebató al Senado honores divinos para César.
Mientras los dos púgiles del populismo se golpeaban con las antiguas tácticas inauguradas por los Graco, había en Roma quien pensaba que aún era posible volver a las formas de gobierno republicanas. Cicerón vio en Octaviano a un joven moldeable, un adalid de las viejas costumbres a lo Pompeyo, y decidió apoyarle con sus discursos, al tiempo que ponía en marcha una campaña de difamación contra Antonio.
Cicerón erró el cálculo. Octaviano, que había reclutado un ejército personal y que aparentemente iba a enfrentarse con Antonio en una batalla a muerte, acabó llegando a un acuerdo con este y con Lépido, cuyo poder procedía de las tropas que mandaba en aquel oportuno momento. Los tres hombres formaron un triunvirato y se repartieron el mundo romano. Sin embargo, eran conscientes de que aquella alianza no sería eterna.
Camino del choque
El combate final se produciría entre Antonio y Octaviano. El primero había partido a Oriente, asentándose en Egipto y convirtiéndose en amante de la reina Cleopatra. Desde allí podía manejar los grandes ingresos de aquellas provincias, iniciar expe
AGENTES DE OCTAVIANO EXTENDIERON RUMORES QUE ACUSABAN A ANTONIO DE VACIAR DE RECURSOS AL ESTADO
diciones militares provechosas y controlar el envío de toneladas de trigo a la urbe. Octaviano se quedó en Occidente, en inferioridad de condiciones y sin el amor del pueblo, que tenía mitificado a Antonio. Quizá el joven Octaviano, sin apoyos senatoriales suficientes y sin tanto respaldo popular, no podía maniobrar contra Antonio. Pero tenía un plan. Su ejército de agentes empezó a difundir rumores sobre los increíbles banquetes que montaban Antonio y Cleopatra en Egipto, sobre sus orgías decadentes y sus costumbres, tan alejadas de las tradiciones romanas. También magnificaron las derrotas militares de Antonio en Oriente y le acusaron de vaciar de re cursos humanos y monetarios al Estado para dar alas a sus ambiciosas campañas. Incluso se encargaron de que el pueblo romano interpretase la celebración en Alejandría de una gesta militar de Antonio como la parodia de un triunfo romano realizado a espaldas de quienes tradicionalmente debían disfrutar de un espectáculo semejante: el pueblo de Roma. La propaganda de Octaviano surtió efecto, y la campaña demagógica contra Antonio hizo que este fuera perdiendo el cariño del pueblo. No contribuyó a sostener este cariño su divorcio de Octavia, hermana de Octaviano, con quien se había casado para reforzar la alianza de los triunviros. La cosa empeoró aún más cuando los romanos se enteraron del nuevo matrimonio de
Antonio, que sustituyó a su matrona romana por la reina Cleopatra. La única explicación que se encontró es que el romano había sido hechizado.
Tras su divorcio, Antonio envió una carta al Senado. Propuso eliminar el triunvirato y que cada uno de sus miembros se dedicase a sus propias actividades. Pero Octaviano, que ya tenía en jaque a Antonio, suprimió la razonable propuesta ordenando que se abriera en Roma el testamento de su adversario.
Esta fue la mentira final. La última gran artimaña demagógica de Octaviano. Pues, al abrir este testamento, los romanos se encontraron con que Antonio nombraba a los hijos que había tenido con Cleopatra reyes de diversos territorios orientales. Y al hijo que tuvo Cleopatra con César, rey de Egipto. Esto, en principio, no era perjudicial para Roma, a la que siempre había interesado contar con reinos vasallos. Pero la propaganda de Octaviano se encargó de difundir que aquel movimiento de Antonio
PARA LIDIAR CON LOS SOLDADOS LICENCIADOS, LES DIO TIERRAS, ANULÓ SUS DEUDAS E INICIÓ UN PROGRAMA DE OBRAS
tenía el objetivo de llevar la capital de Roma a Oriente y, a continuación, gobernar a los romanos de forma despótica. Fue la gota que colmó el vaso. Todo el Occidente romano se puso de parte de Octaviano definitivamente, quien aprovechó la favorable situación para partir en busca de Antonio y acabar con él. Tras la batalla de Accio, en 31 a. C., y la muerte de Antonio y Cleopatra, Octaviano quedó sin oposición.
Padre de la patria
A la muerte de Antonio, Octaviano se encontró con un problema. Tras años de guerras civiles, Roma tenía un excedente de soldados notable. Decidió mantener en el puesto a 200.000, licenciando a otros 500.000, a los que mandó a labrar tierras compradas para la ocasión. Para celebrar su triunfo, decidió anular las deudas de los particulares e inició un intenso programa de obras públicas que,
aparte de exaltar su imagen, servía para mantener ocupados a los plebeyos. El populismo en Roma se convirtió así en un motor más del Estado.
Pero, pese a su victoria, Octaviano siempre renegó de la corona. A lo largo de sus años de gobierno fue adquiriendo cargos de mayor rango, fingiendo hacerlo a regañadientes; sin embargo, nunca pasó de mostrarse como el padre cariñoso de la patria. Un hombre que seguía viviendo aparentemente como un particular, un príncipe del Senado, pero que nada tenía que ver con uno de aquellos viejos reyes previos a la antigua República. República que nunca regresaría, pese a que Octaviano hizo un amago de retorno al régimen anterior en 28 a. C. Solo de cara a la galería, claro, pues al año siguiente fue proclamado imperator, pasó a llamarse Augusto y fundó la guardia pretoriana, cuya satisfacción sería mucho más importante que la del pueblo para la estabilidad del gobierno en los años venideros.
AUGUSTO ENCARGÓ A VIRGILIO UNA GRAN OBRA DE LA LITERATURA PROPAGANDÍSTICA: LA EPOPEYA ENEIDA
En aquella etapa encargó también al poeta Virgilio una de las más grandes obras de la literatura propagandística: la Eneida. En ella se narran las aventuras de los ancestros de Augusto, que, además, son refugiados de la Troya arrasada por los griegos. Esta historia refuerza, por un lado, la imagen de Augusto como descendiente de Venus y de los héroes de la Antigüedad, y, por otro, recuerda a los plebeyos que su figura se identifica con la de aquellos refugiados troyanos. Unos pobres diablos que, como él, ascienden desde la chusma de la que forma parte el pueblo.
El nuevo Augusto aprovechó su mandato para expandir el modelo urbano por todos los territorios conquistados y prosiguió con su labor propagandística, colocando en cada ciudad del recién constituido imperio estatuas que lo representaban siempre joven y viril. Una imagen que también se ocupó de hacer circular en monedas, me dallas y cualquier formato visible para los ciudadanos de sus inmensos dominios. Durante los años que estuvo al frente de Roma repartió donativos a la plebe en cantidades hiperbólicas, distribuyó trigo gratis para mantener agradecidos los estómagos de los pobres y se encargó de que siempre hubiera espectáculos y festejos. El pueblo le adoraba. Tanto que consiguió asentar el modelo imperial a golpe de populismo sin que prácticamente nadie cuestionara su reinado. A su muerte, ya pocos recordaban que todo aquello de los espectáculos y el trigo gra tis surgió como forma de obtener el poder en una República decadente.
Circo para todos
Augusto fue sucedido por Tiberio, quien llegó al cargo con cierta edad y con una buena experiencia tanto administrativa como militar a sus espaldas. Era en lo personal un hombre amargo, y, aunque heredó el culto al emperador de la etapa precedente, no gozó del amor del pueblo. La primera medida que adoptó al acceder al poder fue llenar las manos de los pretorianos de oro, un claro ejemplo de has
ta qué punto se habían convertido estos en el verdadero puntal del gobierno. Esto no impidió que los pretorianos maniobraran contra él cuando les convino, aunque consiguió frenar el golpe.
En general, la administración de Tiberio fue gris, con pocos espectáculos y pocos edificios construidos. Se limitó a cumplir con el nivel de juegos básico establecido, aunque promovió préstamos sin interés y fijó un precio bajo para el trigo en situaciones excepcionales. Pero su populismo puntual nada tuvo que ver con el de su sucesor, Calígula.
Desde el momento de su nacimiento fue el niño mimado de los soldados romanos, que adoraban a su padre, Germánico. Sus progenitores se encargaron de cultivar aún más este amor disfrazando al pequeño de legionario y equipándole con sus caligae correspondientes, lo que le valió el apodo de Calígula. Algo así como “Botitas”. Al morir Tiberio, se dedicó a hacer ostentación de su amor hacia él y se entregó a grandes festejos en compañía del pueblo de Roma. Si Tiberio había renunciado a sobornar a la plebe, Calígula inundó la capital de oro y artificios.
TIBERIO RENUNCIÓ A SOBORNAR A LA PLEBE, MIENTRAS QUE CALÍGULA INUNDÓ LA CAPITAL DE ORO Y ARTIFICIOS
Cuidó mucho el cariño de las clases bajas, devolviendo al pueblo el derecho de elegir magistraturas y comportándose en la calle como un ciudadano más. Insistía en que, si alguien se cruzaba con él, debía saludarlo de forma familiar. Como si no fuera el emperador, sino un vecino.
Tuvo también la capacidad de combinar sus excesos con los deseos de la plebe, a la que fascinaba el glamur. Y Calígula derrochó más glamur que ningún político conocido hasta la fecha. Se convirtió en una especie de celebridad del mundo del corazón que transformaba sus apariciones en una inmensa representación teatral. Los romanos tuvieron muestra de ello cuando llegó a la inauguración de un templo en honor del divino Augusto montado
en un carro dorado tirado por seis caballos. O cuando decidió construir un gigantesco puente para atravesar a caballo, equipado con la armadura robada a la momia de Alejandro Magno, la bahía de Baiae. Durante años, Calígula, que ya no disimulaba su alto cargo, como hiciera Augusto, convirtió Roma en un circo, y a él mismo en un sorprendente espectáculo diario. Al menos para la plebe, pues los aristócratas temían ser degollados o enviados a combatir contra los gladiadores, para regocijo de las clases bajas. Pero Calígula no solo celebraba carreras en el circo Máximo y organizaba espectáculos permanentemente. También se encargó de que la plebe recibiera regalos, suprimió una buena cantidad de impuestos y asentó su administración en el trabajo de libertos y plebeyos. Tanto era el cariño que ganó gracias a su histriónico populismo que, en cierta ocasión en la que enfermó, todo el pueblo de Roma fue a velarle en los alrededores de su palacio. Como sus predecesores, Calígula también acabó apoyándose en la religión para mantenerse en el cargo. Pero en su caso fue aún más allá. Incorporó en vida una base religiosa a su poder, influido por la monarquía de Egipto, lo que fue, probablemente, una de las causas de su matrimonio con su hermana Drusila.
Lo que no le salió bien fue lograr ser visto como un héroe militar. Sus campañas fueron un fracaso. Y tampoco consideró que los pretorianos podían cansarse de aquel circo con patas. Lo acabaron matando, para disgusto del pueblo, que pidió la cabeza de los asesinos de su amado “Botitas”.
Populismo institucional
Claudio, un tartamudo tullido al que la propaganda imperial había tenido poco en cuenta –sus cualidades quedaban muy lejos de la juventud y la virilidad que se presuponía a los de su familia–, fue designado emperador por los mismos que habían asesinado a Calígula. Como sus predecesores, lo primero que hizo tras obtener el poder fue asegurarse la lealtad de los pretorianos, a quienes pagó con generosidad. A continuación se dedicó a arreglar los entuertos de aquella Roma al borde del colapso económico a causa
de la fiesta continua que había imperado durante el mandato de Calígula. Pero sus desvelos por la administración del Imperio no le hicieron descuidar a la plebe, a la que ofreció numerosos espectáculos y grano gratuito. En este último aspecto incidió de forma notable, poniendo en marcha una serie de obras en el puerto de Ostia con el objetivo de mejorar el almacenamiento y la llegada del trigo. Claudio también emprendió una gran cantidad de obras públicas, que sirvieron para sanear la ciudad y para dar trabajo a muchos ciudadanos romanos. Al mismo tiempo, se apoyó en la religión para gobernar, aunque sin los excesos de Calígula, y emprendió una exitosa campaña contra los britanos, a cuyo líder Carataco
CLAUDIO EMPRENDIÓ GRAN CANTIDAD DE OBRAS PÚBLICAS, QUE SANEARON LA CIUDAD Y ALIVIARON EL PARO
liberó durante la celebración de su triunfo, para regocijo de la plebe.
Con Claudio comenzó a apreciarse cómo las tácticas populistas se ejecutaban ya como una forma más de administración, aunque el pueblo hubiera dejado de ser determinante para la obtención del poder.
El gran artista
Nerón, heredero de Claudio y último gobernante de la dinastía Julioclaudia, llevó el populismo a un extremo nunca visto. No tanto porque lo utilizara políticamente como por la obsesión de este emperador de convertirse en la estrella de rock definitiva del mundo antiguo. Llegó al poder gracias a los desvelos de su madre, Agripina, que, de no haber sido mujer, probablemente habría estado al mando de Roma. Y pese a eso la mató, envolviendo aquel crimen con una ingente cantidad de espectáculos que inundaron la capital. Nerón destacaba por su conocimiento de los barrios bajos y sus gentes, a quienes dedicó toda su vida y el erario público. Este lo dilapidó con obras de gran ostentosidad, festejos infinitos y una generosidad de la que alardeaba siempre. Solo en re galos para la plebe derrochó en 14 años lo que Augusto había gastado en 40. Compitió en los Juegos Olímpicos con un carro descomunal y, tras ganar cada una de las pruebas deportivas a las que se presentó en Grecia, decidió que aquel territorio no debía seguir pagando impuestos. No les vino mal a los griegos dejarle triunfar. El problema vino cuando, debido a su terrible administración, el dinero con el que sobornaba a la plebe y, en especial, a los militares empezó a agotarse, lo que le llevó a poner en marcha una política fiscal impopular. Eso, sumado al descontento de algunos líderes provinciales, provocó su caída. Antes del fin consideró recurrir a sus dotes dramáticas para pedir al pueblo que lo salvara, pero acabó desechando la idea. Quizá aquel movimiento habría
sido un acierto, ya que, durante años, su tumba se mantuvo repleta de flores.
Pan y circo
Después de Nerón, ningún gobernador gozó jamás del aura de Augusto. Pero todos intentaron mantener a la plebe contenta siguiendo las consignas establecidas por las reformas de los populistas del final de la República. Todos aquellos que querían perpetuarse en el poder procuraron hasta el final del Imperio ser generosos con el pueblo y difundir entre los pobladores de Roma una imagen heroica de sí mismos, a caballo entre el hombre y el dios.
Los juegos y espectáculos se multiplicaron durante el tiempo que duró el Imperio, y si con Augusto ya se celebraban 100 días festivos al año, con algunos emperadores la cifra llegó a 190 días de ocio. La importancia que los emperadores darían al juego podemos admirarla todavía hoy. Tras el período de calma establecido por Vespasiano se construiría el Coliseo (7280 d. C.), y la dinastía de este emperador fundaría estadios, reformaría el circo Máximo y mantendría todo tipo de teatros a lo largo del mundo romano. El populismo, que en tiempos había servido para obtener el poder, se había transformado en una forma más de mantener la paz social en un extenso territorio que dominar. La táctica funcionó. Se convirtió en algo tan interiorizado por el pueblo que el preceptor del emperador Marco Aurelio llegó a decir que a la plebe solo le interesaban ya el abastecimiento y los espectáculos. Y si en ellos combatía contra otros gladiadores un emperador como Cómodo, mucho mejor. El pueblo de Roma, con su pan y su circo, enterró para siempre los sueños de una democracia republicana.