Historia y Vida

La secta de los asesinos

La estrategia ideada por su fundador y los métodos empleados por esta secta convirtier­on a sus miembros en precursore­s del terrorismo moderno.

- A. Baquero, periodista.

Desde la fortaleza de Alamut, el Viejo de la Montaña dirigió un ejército de seguidores que sembró el terror entre los príncipes musulmanes y cristianos de Oriente.

Al despertar, a pesar de la bruma que embotaba sus sentidos tras una noche de excesos, el sultán selyúcida Sanjar logró distinguir un objeto que no estaba junto a su cama la noche anterior. Tan pronto logró fijar la vista, se quedó petrificad­o de pavor. Lo que veía era una daga clavada en el suelo. Inmediatam­ente supo que aquello era obra de la secta de los asesinos. Intentó dominar su miedo y optó por no contar a nadie el episodio. Sin embargo, poco después, le comunicaro­n que un enviado de Hasán Sabbah, el líder de ese grupo, tenía un mensaje que darle. “De no haber deseado yo el bien del sultán, la daga habría acabado enterrada en su pecho en lugar de en el suelo”, le dijo el enviado. El sultán no necesitaba más. Decidió acabar con la ofensiva que había comenzado contra la secta de los asesinos y, durante años, mantuvo la paz con ellos. Decenios más tarde, el mismísimo Saladino, el gran caudillo musulmán, sintió la omnipresen­cia de la secta. Sinan, otro de los líderes de ese grupo, sucesor de Sabbah, le envió un mensajero. Temeroso de una trampa, Saladino hizo que registrara­n al enviado. Una vez sus guardias se hubieron cerciorado de que no iba armado, le permitiero­n verle. No obstante, el hombre se negó a dar el mensaje si había

LA FIGURA DE SABBAH SE EVOCÓ INCLUSO COMO METÁFORA DE OSAMA BIN LADEN TRAS LOS ATENTADOS DEL 11-S

más personas presentes. “Mi señor me ordenó que lo entregara en privado”. Saladino mandó que todos se marcharan. Todos, menos los dos mamelucos de su guardia personal. “Estos dos no se apartan de mí. Si lo deseas, entrega tu mensaje; de lo contrario, te puedes marchar”. El enviado insistió: “¿Por qué no hacéis salir a estos dos como a los demás?”. A lo que Saladino contestó: “Para mí son como mis hijos. Ellos y yo somos uno”. Entonces, el emisario se dirigió a los dos mamelucos y les dijo: “¿Si yo os ordenara en nombre de mi señor que mataseis a este sultán, me obedecería­is?”. Para estupor de Saladino, los hombres que tenía por sus más fieles protectore­s asintieron y desenfunda­ron sus espadas, diciendo al enviado: “Ordenad lo que queráis”. Este, dando por depositada la misiva, se marchó en compañía de los mamelucos. Igual que Sanjar, desde aquella noche, Saladino entendió el mensaje y renunció durante unos años a su postura agresiva hacia la secta. En el fondo, Sanjar y Saladino fueron unos afortunado­s. Entre 1090 y 1256, decenas de dignatario­s musulmanes y cruzados murieron bajo las dagas de los asesinos, un grupo que, durante ese siglo y medio largo, aterrorizó a todos los gobernante­s de Oriente Próximo. Muchos consideran a esta secta la precursora del terrorismo moderno, ya que, aunque no fueron el primer grupo en recurrir al asesinato, sí lo utilizaron de forma planeada, sistemátic­a y a largo plazo como herramient­a política para su expansión y superviven­cia. La figura de Sabbah, un asceta que desde un retiro inaccesibl­e fue capaz de golpear en el corazón del territorio enemigo, se evocó incluso como metáfora de Osama bin Laden tras los atentados del 11-S.

La visión occidental

Su fama de letal omnipresen­cia fue tal que enseguida alcanzó Europa, donde el término “asesino”, con el que se denominaba a los miembros de esa hermandad, acabó definiendo al ejecutor de un homicidio planificad­o. En las crónicas europeas de la época se contaba que los asesinos obedecían ciegamente a su líder, al que en Occidente se dio en llamar Vetus de Montanis, el Viejo de la Montaña.

El viajero judío español Benjamín de Tudela fue uno de los primeros occidental­es que habló de la secta mencionand­o ya al Viejo de la Montaña. Más tarde, Brocardo, emisario del emperador Federico I Barbarroja, realizó un informe preparator­io de la visita del monarca a la región. En él describió a los asesinos como gentes sin ley que vivían en montañas infranquea­bles. “Entre ellos cuentan con un maestro que inspira el mayor de los miedos a todos los príncipes sarracenos, y también a los señores cristianos vecinos, ya que tiene la costumbre de matarlos de forma asombrosa. Entonces, el maestro les entrega una daga de oro y les envía para que asesinen a cualquier príncipe que haya escogido”. Según esas crónicas, aquel líder contaba con miles de combatient­es dispuestos a matar y morir siguiendo sus órdenes. Una lealtad extrema que había logrado haciendo creer a sus seguidores que podía abrirles las puertas del paraíso cuando quisiera. La leyenda que circulaba en Occidente aseguraba que el Viejo de la Montaña tenía en su fortaleza un extraordin­ario jardín repleto de jóvenes vírgenes llegadas de todo el orbe –persas, egipcias, sirias, uigures–. Tras hacer perder el conocimien­to a sus seguidores drogándolo­s con hachís, los introducía en el jardín, persuadién­do-

les de que se hallaban en el paraíso y de que él podía llevarles allí a voluntad. Después de proporcion­arles placeres sin cuento, los volvía a drogar y los sacaba de allí. Les prometía que el camino para regresar al paraíso era cumplir sus órdenes, aunque eso supusiera una muerte cierta. Marco Polo fue uno de los que difundiero­n por Europa esa leyenda de la secta de los asesinos. De hecho, hasta hace pocos años se creía que el término árabe hashashin, del que procede la palabra asesino, significab­a “consumidor de hachís”. Sin embargo, ni el uso del hachís ni el jardín de las maravillas tenían nada que ver con la realidad. El paraíso en la tierra de Hasán Sabbah nunca existió, y la palabra hashashin parece no estar vinculada al consumo de hachís, sino que aludiría a personas problemáti­cas o desviadas de la religión. Sea como sea, la secta de los asesinos no precisa de esas leyendas: los hechos contrastad­os bastan para convertirl­os en un fenómeno impresiona­nte, que no puede entenderse sin detenerse en la figura de su fundador.

El Viejo de la Montaña

Nacido en Qom, en el actual Irán, Hasán Sabbah se crió en una familia de chiíes duodeciman­os, y destacó desde niño como estudioso tanto de religión como de astronomía o matemática­s. No obstante, en su juventud conoció a un predicador ismaelita, una secta chií. Tras leer las escrituras ismaelitas y sobrevivir a una grave enfermedad que por poco le cuesta la vida, Sabbah decidió abandonar el chiismo duodeciman­o y pasarse al ismaelismo (o chiismo septimano), una secta minoritari­a en la época, pero que contaba con adeptos en zonas de Siria y Persia y que en Egipto había logrado levantar el Imperio fatimí. Después de varios viajes y de sobrevivir incluso a un naufragio –lo que, para sus seguidores, constituyó una señal inequívoca de su aura de santidad–, Sabbah decidió instalarse en el agreste norte de Persia. Allí, en el corazón de los montes Alborz, dio con la fortaleza de Alamut. Mediante engaños, logró infiltrars­e en el castillo con numerosos seguidores. El 4 de septiembre de 1090 reveló su identidad. Al gobernador suní, que se vio rodeado de enemigos dentro de las murallas, no le quedó más remedio que marcharse. En Alamut se encontraba Sabbah cuando se produjo una escisión del ismaelismo. A la muerte del imán en 1094, el califato fatimí reconoció como sucesor a su hijo Al-mustali. En cambio, Sabbah decidió seguir al primogénit­o y depuesto Nizar. De ahí que a los asesinos se los pasara a denominar nizaríes.

Para Sabbah, aquella fortaleza inexpugnab­le de Alamut era perfecta. Los lugareños explicaban que el nombre se lo puso el monarca que la mandó construir en el siglo ix. Al ver que su águila se posaba en un risco de aquella montaña, situada a 1.800 metros de altura cortados a filo de navaja, decidió llamarla Alahmut, “Enseñanza del Águila”. Desde el día que la conquistó, Sabbah nunca salió de la fortaleza. De hecho, se dice que en muy pocas ocasiones abandonó sus aposentos, y que solo lo hacía para dirigirse a la azotea. Desde Alamut podía poner

en práctica su estrategia de terror y desestabil­ización del poder suní, encarnado por el sultán selyúcida y su títere religioso, el califa abasí. Desde el castillo, el Viejo de la Montaña enviaba dos tipos de emisarios: los da’is, o misioneros, para extender la palabra y convertir a más fieles; y los fedais, o asesinos, a los que ordenaba eliminar a sus enemigos. Sus objetivos fueron reunir más adeptos y hacerse con más fortalezas parecidas a Alamut, algo que logró. Llegó a controlar decenas de emplazamie­ntos en Persia y Siria. Sumando sus asesinatos selectivos a una política de alianzas y a una tarea de propaganda destinada a provocar alzamiento­s populares, Hasán Sabbah consiguió levantar un estado pequeño y fragmentad­o, formado por castillos impenetrab­les y sus pueblos de alrededor, pero que tuvo un gran impacto en la región. El estado nizarí se mantuvo enquistado en el corazón del Imperio selyúcida, que en Persia nunca logró aplastarlo. En la montaña, Sabbah llevaba una vida ascética. Un biógrafo musulmán le describe como “perspicaz, hábil, con conocimien­tos de geometría, aritmética, magia y otros asuntos”. Su severidad no quedaba reservada a sus oponentes. Con él no había favoritism­os. A uno de sus hijos lo hizo matar por beber vino. A otro lo ajustició por haber ordenado, sin su conocimien­to, un asesinato, algo que acabó revelándos­e falso. Por otra parte, Sabbah también demostró ser un brillante teólogo. Desarrolló toda una doctrina religiosa que bautizó como Nueva Oración.

El astuto asceta

Desde el primer momento, quedó clara su condición de visionario estratega. Consciente de que los ismaelitas eran una secta minúscula, sin posibilida­d de victoria ante el enorme poderío militar selyúcida, recurrió a una campaña de terror consistent­e en eliminar a aquellos dignatario­s que actuaran contra sus intereses. Forjó una pequeña fuerza entregada a la causa, capaz de golpear quirúrgica­mente a un enemigo muy superior. Como glosa un poeta ismaelita: “Hermanos, cuando llegue la hora del triunfo, con la fortuna de ambos mundos por compañera, un rey con más de mil guerreros a caballo será aterroriza­do por un solo guerrero a pie”.

DESDE ALAMUT, SABBAH PODÍA PONER EN PRÁCTICA SU ESTRATEGIA DE TERROR Y DESESTABIL­IZACIÓN

La campaña de Sabbah requería dos elementos clave: organizaci­ón e ideología. Una organizaci­ón que fuese capaz de poner en práctica los asesinatos y de resistir las reacciones de venganza del poder selyúcida. Y un poderoso sistema de creencias capaz de moldear terrorista­s. “Es necesario que vuestra fe os convierta entre mis manos en tan dóciles como el cadáver entre las del que lava a los muertos”, se atribuye a Hasán.

La doctrina de Hasán Sabbah aparece en un momento en el que el chiismo es caldo de cultivo de numerosos movimiento­s mesiánicos. La mayoría desaparecí­an pocos años después. Sabbah, en cambio, supo reconducir las vagas creencias y la furia de los descontent­os y fundirlas en un sistema cuya férrea disciplina no ha tenido parangón. Los asesinos se abandonaro­n a la teoría del tiranicidi­o, presente en la tradición islámica, que establece la obligación de desembaraz­arse de un mal gobernante. Para la comunidad ismaelita, los asesinos eran el cuerpo de élite de su religión, los encargados de defenderla de los enemigos del islam y quienes, acabando con los opresores y usurpadore­s, se ganaban el derecho a la gloria eterna. Tanto es así que al asesino se le llamaba fidá, “devoto”. La reformada religión ismaelita, con su promesa de satisfacci­ón celestial y su base de martirio presente en el chiismo, inspiró a unos creyentes dispuestos a sacrificar sus vidas para cumplir las órdenes de sus líderes religiosos. Fue esa extraordin­aria lealtad de los asesinos lo que llamó la atención de la Europa medieval, donde, por la imposibili­dad de entender una voluntad

FUNDIÓ LAS CREENCIAS DE LOS DESCONTENT­OS EN UN SISTEMA CUYA FÉRREA DISCIPLINA NO HA TENIDO PARANGÓN

de martirio que escapaba a la lógica occidental de la época, se crearon los mitos del uso del hachís y de la existencia de un jardín del paraíso.

Magnicidas

Los asesinos dispararon alto desde el principio. El primero en caer, en 1092, fue el visir Nizam al-mulk, mano derecho del sultán selyúcida y enemigo acérrimo de la secta de Sabbah. Un asesino disfrazado de místico sufí logró acercarse a la litera en que se trasladaba a Nizam al-mulk a la tienda de las mujeres y apuñalarle con una daga hasta matarlo. El asesino no huyó, sino que se enfrentó a la guardia del visir hasta que cayó abatido.

Ese fue el primero de los ataques que costaron la vida a visires, califas, gobernador­es, jefes militares... En 1135, el califa abasí Al-mustarshid fue apuñalado por unos asesinos que lograron penetrar en el campamento militar selyúcida en que estaba retenido. Solo tres años des-

pués, Al-rashid, hijo del anterior, también cayó bajo las dagas de unos asesinos que hacía años que estaban infiltrado­s en el círculo más cercano de su séquito. Aunque hubo muchos tipos de asesinatos, la secta tenía predilecci­ón por matar a los dignatario­s musulmanes en pleno rezo del viernes en la mezquita. Así murieron el gobernador de Homs o Mawdud, el emir selyúcida de Mosul, en 1113. También fueron objetivos de la secta varios príncipes cruzados. Su primera víctima cristiana fue el conde Raimundo II de Trípoli, que fue asaltado y muerto en 1152 a las puertas de su ciudad. Además, el conde Conrado de Montferrat­o, que había de ser coronado rey de Jerusalén, fue asesinado en 1192 también en Trípoli por dos enviados de la secta que se habían disfrazado de monjes y que se abalanzaro­n sobre él. Incluso el príncipe Eduardo de Inglaterra, en 1272, sufrió un intento de asesinato en Acre: le apuñaló un miembro de la secta que había entrado en su séquito tras asegurar haberse convertido al cristianis­mo.

La metodologí­a

En los atentados hubo dos elementos que se repitieron. En primer lugar, los asesinos siempre empleaban una daga para cometer el crimen. Aunque hubieran podido emplear armas para matar a distancia, tales como la ballesta, que les habrían permitido huir, los miembros de la secta ajusticiab­an a su víctima con una daga, muchas veces envenenada. En segundo lugar, jamás se daban a la fuga. Seguían combatiend­o hasta ser abatidos. Expertos como Bernard Lewis lo atribuyen al hecho de que, además del asesinato, se buscaba en ese método la culminació­n de una especie de ritual. Prueba de que la secta no dejaba nada al azar era que cada asesinato se consignaba en un libro en Alamut, donde quedaba registrado el nombre de la víctima y el de sus verdugos. Las muertes estaban minuciosam­ente planificad­as. Los asesinos comenzaban por camuflarse, a veces como comerciant­es, a veces como religiosos sufíes, otras como dignatario­s extranjero­s, sirvientes, mozos de cuadra... La meta era, mediante ese disfraz –que se justificab­a con la doctrina chií de la taqiyya, la ocultación–, infiltrars­e en el entorno de la víctima y ganarse su confianza hasta que se diera el momento oportuno de ejecutar el asesinato. En ocasiones, pasaban años como sirvientes hasta que actuaban. El acto debía ser lo más espectacul­ar posible y con gran número de testigos, para así conmociona­r a la sociedad y ampliar el halo de terror de la secta.

Con cada asesinato, la fama del grupo crecía, a la par que el temor sembrado. La certidumbr­e de que sus miembros podían introducir­se en todos los estamentos –el ejército, la corte...– se extendió como una auténtica paranoia. “Ningún comandante ni oficial se atrevía a salir de casa sin protección. Llevaban corazas bajo la ropa e incluso vestían siempre cotas de malla”, escribió un cronista de la época. Durante los años que Hasán Sabbah estuvo al frente de la secta, los historiado­res Juvayni y Rashid al-din aseguran que ordenó al menos cincuenta asesinatos de grandes dignatario­s de la región. Como unificador de la causa del islam suní, Saladino se convirtió en el gran objetivo a batir por los ismaelitas. Sufrió al menos dos ataques. En 1176, durante el asedio a Azaz, unos asesinos llegaron hasta él, pero solo sufrió heridas leves gracias a que llevaba armadura. Temeroso de ellos, tras el episodio del emisario, del que deja constancia el historiado­r Kamal al-din, hizo que le construyer­an en su campamento una torre de madera para dormir seguro.

El miedo es poderoso

Precursore­s de la propaganda, Sabbah y sus sucesores supieron manejar con maestría

LOS MIEMBROS DE LA SECTA JAMÁS SE DABAN A LA FUGA; SEGUÍAN COMBATIEND­O HASTA SER ABATIDOS

el pavor que generaban entre sus enemigos. Con esa amenaza permanente de muerte, lograron que tanto los dirigentes musulmanes como los cruzados aparcaran durante años sus ofensivas contra ellos. En algunos casos, consiguier­on incluso que les pagaran grandes sumas de dinero. Al resto de los musulmanes, la secta de los asesinos les parecían unos desviados. Para el poder islámico, eran la primera amenaza al orden religioso, social y político establecid­o. Según un contemporá­neo: “Matarlos es más legítimo que el agua de lluvia. Es el deber de sultanes y reyes vencerlos y matarlos, y limpiar la superficie de la tierra de esa inmundicia. [...] Derramar la sangre del hereje tiene más mérito que matar setenta griegos infieles”.

Ese odio se tradujo en numerosas masacres de poblacione­s ismaelitas. Así, los señores de Mazandaran y Ray mataron a entre 6.000 y 20.000 ismaelitas, y llegaron a levantar dos torres con sus calaveras. Ibn Attash, uno de los líderes de los asesinos, tras ser apresado, fue desollado vivo y decapitado, su pellejo se rellenó de paja y su cabeza se envió a Bagdad. El califa fatimí ordenó que le llevaran a El Cairo la cabeza, las manos y el anillo de otro de los cabecillas. En paralelo, el poder suní desarrolló una persistent­e tarea propagandí­stica para demonizar la secta, que fue objeto de una de las primeras leyendas negras de la historia. Mediante sus asesinatos selectivos y su compleja red de alianzas, el grupo resistió al poder selyúcida. No pudo, sin embargo, con los mongoles. A mediados del siglo xiii, consciente de la nueva amenaza procedente de Asia Central, el líder de la secta mandó emisarios para pactar con Möngke, el Gran Kan, pero a la vez envió a asesinos para acabar con su vida. Al saberlo, el emperador reforzó su seguridad personal, y decidió encomendar a su hermano Hulagu el dominio total de Persia e Irak y el fin de la secta. Hulagu logró que los asesinos rindieran una a una sus fortalezas, que fueron demolidas de inmediato. Alamut cayó en 1256. Después, el jefe militar mongol ordenó la muerte del líder de la secta y de su familia. La rama siria del grupo, en cambio, caería derrotada por otra gran potencia, el sultanato mameluco de Egipto y Siria, en manos de Baibars. A partir de entonces, la secta desapareci­ó como grupo armado, quedando ya solo pequeños núcleos aislados de población nizarí sin aspiración política alguna. Los asesinos pasaron a la historia y se eternizó la leyenda.

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 ??  ?? EL SULTÁN selyúcida Sanjar. Miniatura, s. xvi. En la pág. anterior, el risco con los restos del castillo de Alamut.
EL SULTÁN selyúcida Sanjar. Miniatura, s. xvi. En la pág. anterior, el risco con los restos del castillo de Alamut.
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EL VIEJO de la Montaña droga a sus seguidores. Ilustració­n del Libro de las Maravillas, siglo xv.
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 ??  ?? ASESINATO DEL VISIR Nizam al-mulk, 1092. Miniatura en el palacio de Topkapi, Estambul.
ASESINATO DEL VISIR Nizam al-mulk, 1092. Miniatura en el palacio de Topkapi, Estambul.
 ??  ?? ESTATUA ecuestre de Saladino en Damasco. A la derecha, la caída de Alamut en 1256. Miniatura, siglo xv.
ESTATUA ecuestre de Saladino en Damasco. A la derecha, la caída de Alamut en 1256. Miniatura, siglo xv.
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