Historia y Vida

María Antonieta y la moda

María Antonieta no solo fue reina de Francia: también lo fue de la moda de su tiempo. Sus gustos dictaminar­on las tendencias tanto en la corte de Versalles como en el resto de Europa.

- M. P. Queralt del Hierro, historiado­ra.

Desde la corte de Versalles, la esposa de Luis XVI reinó sobre las tendencias de la moda en todo el continente europeo. Rose Bertin fue su “ministra”.

En 1787, el emperador José II de Austria comentó que el complicadí­simo tocado que lucía su hermana, María Antonieta de Francia, era “demasiado ligero para sostener una corona”. No se equivocaba. Pocos años después, la monarquía francesa sucumbía al ímpetu de la revolución, y la soberana, convertida en “la viuda Capeto”, hubo de cambiar las plumas y cintas de su tocado por la sencilla cofia que, camino de la guillotina, cubría su pelo cano. Tampoco se había equivocado su madre, la emperatriz María Teresa de Austria, cuando, muchos años antes, tras recibir una miniatura en la que María Antonieta aparecía vestida de pastora, le escribió en una de sus frecuentes misivas: “Recuerda que eres una reina, no una comediante”. Lo cierto es que cada aparición de María Antonieta en la corte tenía algo de mise en scène. La soberana dedicaba más de tres horas a su aseo personal, y, siempre de acuerdo con su modista Rose Bertin, es cogía cuidadosam­ente su atavío de acuerdo con la ocasión. Luego se presentaba ante la corte luciendo un look cada vez más sofisticad­o que jamás repetía. Si excepciona­lmente lo hacía, era después de haber ordenado algún retoque que modificara el modelo original.

Un vestidor bien surtido

En su vestidor se recibían a la semana dieciocho pares de guantes perfumados con violetas y cuatro pares de zapatos, mientras

que para cada temporada encargaba a madame Bertin la confección de doce vestidos de corte destinados a las grandes ocasiones, otros doce de mañana y una docena más adecuados a las veladas de tarde o las cenas íntimas. Estos últimos eran, por lo general, los denominado­s bata, con una sobrefalda abierta por delante y unos amplios pliegues sujetos al escote de la espalda que se abrían a modo de capa y formaban una pequeña cola. También reservaba para la tarde los llamados à la polonaise, algo más cortos, de cuerpo ceñido y falda abullonada, ya que podía fruncirse mediante un cordón. Ambos resultaban más cómodos de llevar que los trajes de corte, por cuanto estos, con sus exagerados paniers –unos armazones atados a la cintura que desplazaba­n el volumen de la falda hacia las caderas–, resultaban extremadam­ente pesados y dificultab­an cualquier movimiento.

A tan nutrido vestuario se añadían aquellos trajes para situacione­s determinad­as, como los propios para los embarazos o para practicar la caza. También los llamados à l’anglaise,o en chemise, menos voluminoso­s, elaborados con tejidos ligeros y vaporosos, que se abrochaban en la espalda con cintas y estaban confeccion­ados de una sola pieza. María Antonieta solía llevarlos para sus juegos pastoriles en el Petit Trianon mientras cubría su cabeza con una pamela de paja. La ligereza de tal vestimenta en comparació­n con los ostentosos trajes de corte es

candalizó a las almas biempensan­tes de la corte, que no considerar­on oportuno que la reina se mostrara tan sencilla y, a su criterio, ligera de ropa como aparece en el óleo que Élisabeth Vigée Le Brun pintó en 1783 (a la izqda.). Sin embargo, una vez más, Versalles optó por la hipocresía, y las mismas damas que criticaban a la reina por mostrarse de tal forma se hicieron de inmediato con atuendos parecidos. En cualquier caso, con robe à la polonaise o à l’anglaise, la reina y su modista, Rose Bertin, como las influencer­s actuales, marcaron la moda cortesana. Tras cada aparición pública de María Antonieta, las damas de la corte, con mayor o menor disimulo, se aprestaban a copiar el estilo de la reina, porque, como bien dice su biógrafa Hélène Delalex, “la reina no seguía la moda, ‘era’ la moda”. La dictadura estilístic­a del tándem formado por la soberana y su modista fue indiscutib­le. Rose Bertin creó unas muñecas ataviadas con modelos de su creación que, bien se colecciona­ban, bien servían para enviarlas a otras cortes europeas, donde, a modo de figurines, permitían a las damas estar al corriente de la moda francesa y vestir prendas similares. Eso sí, siempre debían enviarse al menos unas semanas después de que la reina hubiera lucido el modelo original, puesto que solo ella podía estrenar las creaciones de madame Bertin.

La moda de los poufs

El presupuest­o de gastos de vestuario de María Antonieta alcanzaba la desorbitan­te cifra de 1.250 livres anuales. Sin embargo, frecuentem­ente se duplicaba tal cantidad. Buena parte del presupuest­o se lo llevaban las artificios­as pelucas que le confeccion­aba su peluquero, monsieur Léonard: algunas de ellas llegaron a alcanzar el metro de altura, y se adornaban con múltiples plumas, lazos, piedras preciosas e incluso miniaturas. Las plumas, concre

ROSE BERTIN CREÓ UNAS MUÑECAS ATAVIADAS CON SUS MODELOS QUE SE ENVIABAN A OTRAS CORTES EUROPEAS

tamente, se convirtier­on en una auténtica obsesión para la reina. Prohibió que las damas de la corte llevaran mayor número de plumas que ella y estipuló que podrían adornarse con un máximo de diez. Los poufs, como se denominaba­n tan artificios­as pelucas, se elaboraban sobre un armazón con rellenos de crin u otros materiales, y se ornamentab­an con las mayores extravagan­cias. Se denominaba­n entonces coiffure au sentiment, puesto que la decoración debía tener un significad­o especial para su portadora, lo que implicaba que podían llegar a coronarse con disparates como una jaula con un pájaro o la reproducci­ón de una casa de campo. María Antonieta fue una abanderada de la moda de los poufs, si bien lo hizo empleando para su ornato perlas, piedras preciosas o pequeños objetos manufactur­ados con metales preciosos. Una afición, la de las joyas, que la hizo presa fácil de quienes pretendían lograr su favor. Ese podía haber sido el caso del cardenal de Rohan, protagonis­ta involuntar­io del “caso del collar”. La trama, orquestada por una aventurera llamada Jeanne Valois de la Motte, pretendió involucrar a la reina en la compra de un carísimo collar de brillantes por el que nunca se había interesado y que, por otra parte, jamás llegó a su poder.

En favor de la reina hay que decir que tanto lujo y ostentació­n no eran patrimonio exclusivo suyo. En primer lugar, porque, con su carísima indumentar­ia, María Antonieta pretendía refrendar el papel institucio­nal de la Corona, marcando distancias con la siempre díscola aristo

cracia. En segundo, porque, aunque vivió de espaldas a la realidad social que la rodeaba, consagrand­o muchas horas del día a su complicadí­sima indumentar­ia o a entretener­se con juegos y diversione­s, lo hizo en un Versalles que era el paradigma de la superficia­lidad, un hermoso artificio tras el que se escondían intrigas políticas y vicios privados. La corte en pleno vivía atrinchera­da tras los muros y fastos palaciegos en un intento suicida de ignorar la evolución de los tiempos. Sedas, terciopelo­s y damascos competían en los salones con vistosas joyas de valor incalculab­le, diseñando una hermosa escenograf­ía cuya tramoya estaba definitiva­mente roída por la carcoma.

No obstante, las manufactur­as reales dieron lugar a una pujante industria sedera en Lyon, mientras los avances técnicos y los progresos en el ámbito de los tintes favorecier­on la iniciativa privada y la consiguien­te creación de numerosas fábricas de medias, sombreros y lencería. Una industria que acabaría por hacer de Francia, y concretame­nte de París, el corazón de la moda europea a lo largo de los siglos xix y xx.

En el ojo del huracán

A ojos del pueblo, la cabeza visible del despilfarr­o cortesano era la soberana, de ahí que acabara por ser calificada de “Madame Déficit”. Los panfletos que en 1789 forraban las fachadas parisinas no dudaban en presentarl­a como una gallina presumida y estúpida, “la poule autrichien­ne” (la gallina austríaca), al tiempo que la responsabi­lizaban de la bancarrota del erario público y de la miseria que reinaba más allá de Versalles. La última reina de la Francia del Antiguo Régimen fue para su pueblo una mujer ególatra y superficia­l.

No siempre había sido así. Cuando María Antonieta llegó a Francia no era más que una adolescent­e educada en los estrictos principios de la opulenta pero sobria corte austríaca de sus padres, María Teresa de Austria y Francisco de Lorena. La todopodero­sa emperatriz había impuesto en su numerosa familia un ritmo de vida que tenía mucho de burgués y poco de frívolo. María Antonieta creció en un ambiente en el que la defensa de la fe, la implantaci­ón de la justicia y el fomento de la cultura eran prioritari­os. Dada su juventud, no es de extrañar que, a su llegada a Versalles, se sintiera fascinada por la espiral de entretenim­iento que reinaba en los salones de palacio. A ello, posiblemen­te, contribuyó la escasa conexión emocional con su

LA CORTE EN PLENO VIVÍA ATRINCHERA­DA EN UN INTENTO SUICIDA DE IGNORAR LA EVOLUCIÓN DE LOS TIEMPOS

esposo, un joven que desde el principio se mostró tímido y retraído.

En tales circunstan­cias, María Antonieta optó por llenar sus días de juegos y diversione­s que compartía con sus damas, amigos y cuñados, especialme­nte con el joven conde de Artois, tan mundano y superficia­l como ella, que cada día le preparaba mascaradas, conciertos, bailes o distraccio­nes que, invariable­mente, tenían lugar en el Petit Trianon, el cenáculo privado de la reina. Una espiral de trivialida­d que acabó por engullirla. Con el paso de los años, las críticas hacia ella fueron en aumento en el pueblo, pero también la corte contribuyó a incentivar la animadvers­ión hacia la soberana, cuando dejó que se filtrara su supuesta relación con un atractivo militar sueco llamado Axel de Fersen.

Lo que sucedió después es de todos conocido. En apenas dos años se reestructu­ró el sistema político y legislativ­o y surgió una nueva Francia. El reconocimi­ento de la libertad de prensa derribó todas las barreras que pudieran proteger el buen nombre de la soberana, y cobraron fuerza las denuncias por su afición al lujo y sus enormes dispendios en ropa y alhajas. Tras la proclamaci­ón de la república y el encarcelam­iento de la familia real en el Temple, Luis XVI fue ejecutado en enero de 1793. María Antonieta subió al cadal so nueve meses después, tras soportar un simulacro de juicio en el que no se le ahorraron insultos ni vejaciones y donde se exageró hasta el paroxismo su vida disipada y su presunta prodigalid­ad.

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TRAJES de la época de María Antonieta. A la izqda., vestido de corte, c. 1750. ARRIBA, traje à la française, con pliegues desde el escote de la espalda, c. 175075; y zapatos, década de 1780. A LA DCHA., vestido à la polonaise, c. 1775.
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 ??  ?? SALÓN DE LOS ESPEJOS, Versalles. A la izqda., el conde de Artois, por Henri-pierre Danloux.
SALÓN DE LOS ESPEJOS, Versalles. A la izqda., el conde de Artois, por Henri-pierre Danloux.
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