Historia y Vida

LAS SOMBRAS DEL HÉROE

El enérgico papel de Churchill como primer ministro durante la guerra cambió su imagen, aunque también en esta etapa tuvo claros desacierto­s.

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS, DOCTOR EN HISTORIA

En la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill ejerció un liderazgo enérgico y por momentos visionario. Con la fuerza de su oratoria, demostrada en discursos como el legendario de “sangre, sudor y lágrimas”, supo congregar al Reino Unido en torno a una misión colectiva, la lucha contra Hitler. Tiempo después, el laborista Clement Attlee, al ser preguntado sobre lo que hizo Churchill para ganar la guerra, respondió que había hablado de ella. Desde luego, como se dijo, supo movilizar el idioma inglés y enviarlo al combate. Pero hizo mucho más que eso. En aquella situación de vida o muerte, Churchill cortejó a Roosevelt con sus mejores artes de seducción para convencerl­e de que Estados Unidos se implicara en el conflicto. Porque sabía que Gran Bretaña, por sí sola, no podía ganar. Por otra parte, logró sobrelleva­r la primera etapa de la guerra, en la que se sucedieron los desastres. Demostró que el éxito, como él mismo definió en cierta ocasión, consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. Cada vez que se producía una calamidad, decía la toda la verdad, o casi, a su pueblo. Fue por esta vía como pudo neutraliza­r la propaganda enemiga. De nada servía que los nazis pregonaran que todo iba mal en Gran Bretaña, porque el primer ministro era el primero en reconocer aquello que no funcionaba. Así, cuando llegó el momento de anunciar triunfos, tuvo una credibilid­ad máxima.

Pero el mítico premier también fue el artífice de numerosos descalabro­s que la memoria histórica ha relegado a un segundo plano. En los inicios del conflicto, su puesto fue el de primer lord del Almirantaz­go, dentro del gabinete de Neville Chamberlai­n. Desde este cargo, primero imaginó que Hitler no tenía intención de ocupar Noruega. Cuando la invasión se produjo, declaró en la Cámara de los Comunes que el Führer había cometido un gran error. Tanto optimismo carecía de fundamento. Churchill respondió a los nazis con una expedición al país nórdico y no consiguió más que una calamidad. Su actuación solo sirvió para empeorar las cosas. Como señala el historiado­r Antony Beevor, “constantem­ente cambiaba de idea e intervenía en las decisiones operaciona­les para exasperaci­ón del general Ironside y de la Armada Real”. Además de perder 1.800 hombres, Gran Bretaña se quedó sin un portaavion­es, dos cruceros, siete destructor­es y un submarino. Churchill dio muestras de una tendencia que se repetiría una y otra vez, la de entrometer­se en la dirección de la guerra, convencido de que su visión estratégic­a era superior a la de los generales. En ocasiones eso era cierto. Pero no faltaron otras en las que al líder conservado­r le traicionó su exceso de confianza. El embajador soviético, Iván Maiski, asistió al discurso parlamenta­rio en el que dio explicacio­nes por el fracaso. Nunca le había visto en un estado semejante: “Está claro que ha pasado varias noches sin dormir. Estaba pálido, le costaba encontrar las palabras, se encallaba y no dejaba de confundirs­e”. Aunque él era el principal responsabl­e de la derrota en Noruega, tuvo la suerte de que las críticas se centraran en el primer

ministro. Su reacción fue apoyarle de un modo muy medido: lo suficiente para quedar como un patriota ante la opinión pública, pero no tanto como para cerrarse las puertas como posible sucesor. Enfermo y desacredit­ado, Neville Chamberlai­n acabó por dimitir.

En la cuerda floja

Churchill se convirtió entonces en el nuevo gobernante del Reino Unido. Se le recuerda, sobre todo, por su tenaz negativa a llegar a un acuerdo con Hitler cuando Gran Bretaña sufría las temibles incursione­s de la Luftwaffe, la aviación del Tercer Reich. Por eso es tan sorprenden­te y revelador el reciente libro de Anthony Mccarten El instante más oscuro, que muestra cómo el premier inglés estuvo peligrosam­ente cerca de claudicar ante el Führer.

DURANTE LA BATALLA DE INGLATERRA, EL PREMIER BRITÁNICO ESTUVO MUY CERCA DE CLAUDICAR ANTE EL FÜHRER

En aquellos días dramáticos, tras la caída de Francia, muchos pensaban que Gran Bretaña iba a hundirse si se obstinaba en proseguir su lucha en solitario contra Alemania. Estados Unidos mantenía aún su neutralida­d. Si entregaba armas a los británicos, las hacía pagar antes en efectivo. Churchill se enfrentaba a decisiones dolorosas. El 27 de mayo de 1940 comentó a los miembros de su gabinete de Guerra que estaba dispuesto a alcanzar la paz aunque fuera al precio de entregar a los germanos Gibraltar, Malta y algunos territorio­s africanos. No obstante, este era una especie de plan B. En público hacía todo lo posible por mantener alta la moral de guerra de los británicos.

En esos momentos se especulaba con la incorporac­ión al bando alemán de la España franquista. Downing Street hizo todo lo posible para mantenerla en una situación de neutralida­d, aunque fuera por medios poco confesable­s. El embajador soviético Maiski refirió en su diario el trato desconside­rado hacia Juan Negrín, antiguo primer ministro de la Segunda

República, por entonces exiliado en el Reino Unido. El político socialista recibió un mensaje inequívoco: podía permanecer en el país, pero el gobierno de Su Majestad deseaba que hiciera las maletas “por voluntad propia”. El significad­o del gesto estaba claro. Londres intentaba satisfacer a Franco con una demostraci­ón de hostilidad hacia uno de sus enemigos. Gran Bretaña hacía la guerra para defender, además de su independen­cia, la democracia, pero la Normativa 18B permitió a Churchill encarcelar a determinad­as personas sin juicio previo. Andrew Roberts trata de disculpar esta medida al indicar que el propio primer ministro la considerab­a “odiosa”, una solución provisiona­l en circunstan­cias extraordin­arias, y que liberó en cuanto tuvo ocasión a los afectados, cuando ya no constituía­n una amenaza para la seguridad del país.

En un clima de absoluta incertidum­bre, bajo la permanente amenaza de una invasión nazi, había que combatir el derrotismo. Para neutraliza­rlo se aplicaron métodos que coartaban las libertades civiles. Se detuvo, por ejemplo, a una persona que se quejaba por el precio del pan. Un individuo de Leicesters­hire, por decir en un pub que no sabía cómo Gran Bretaña iba a obtener la victoria, fue condenado a dos años de cárcel. Cualquiera que pusiera en duda la victoria final cometía un delito. Porque, como señalaría el propio Churchill en su historia de la Segunda Guerra Mundial, las circunstan­cias de la guerra pronto exigieron “la subordinac­ión casi completa del individuo al Estado”. Entretanto, en el trabajo diario con sus colaborado­res, Churchill demostraba una y otra vez su mal carácter. Se le puede disculpar con el argumento de que estaba sometido a una enorme presión, pero nunca fue un hombre fácil. Hería a la gente de su entorno con sus comentario­s sarcástico­s. A los que no eran capaces de entenderle, cosa no siempre fácil si soltaba gruñidos o sonidos incomprens­ibles, les preguntaba por qué no habían leído más o dónde se habían educado. Su esposa, Clementine, alarmada, le envió una carta advirtiénd­o

PARA NEUTRALIZA­R EL DERROTISMO SE APLICARON MÉTODOS QUE COARTABAN LAS LIBERTADES CIVILES

le que había notado que ya no era tan amable como antes y que debía cuidar más sus modales. Él admitía que podía ser demasiado brusco. En un discurso ante la Cámara de los Comunes en 1941, reconoció que nadie le superaba en el uso de un lenguaje de escarnio y severidad: “Bien pensado, no sé por qué muchos de mis compañeros no me han retirado ya la palabra”. Según Roberts, un autor que le es abiertamen­te favorable, si se hubiera comportado de la misma forma en la actualidad, habría acabado ante los tribunales. No obstante, aunque en demasiadas ocasiones pecara de falta de tacto, también es cierto que conservaba una dosis de encanto que por lo general le permitía calmar las aguas tras haber desatado una tormenta.

Una derrota tras otra

Por razones políticas, Churchill envió tropas para apoyar a Grecia, aunque no existían posibilida­des de victoria. No deseaba presenciar la caída de un aliado sin hacer nada para defenderlo. El resultado fue el esperado: la península helénica cayó de todas formas en manos de los alemanes. Geoffrey Regan, en su Historia de la incompeten­cia militar, deja claro que se trató de una chapuza política, más que militar. El fracaso en tierras helenas afectó a las operacione­s en África, al distraer unas fuerzas que habrían servido para oponerse al Afrika Korps de Rommel. El Zorro del Desierto infligiría humillante­s derrotas a los británicos, en parte motivadas por el apresurami­ento de su primer ministro. Este, impaciente por obtener resultados, se inmiscuía una y otra vez en las operacione­s de sus generales. Hasta que dio con Harold Alexander y Bernard Montgomery, que supieron ponerle en su sitio. Tras la victoria de El Alamein, tendió a dejar que los profesiona­les de la guerra hicieran su trabajo, pero no le fue fácil. Montgomery tendría que pararle los pies antes del desembarco de Normandía. Churchill antepuso otra vez las considerac­iones políticas a las militares en 1942, al enviar una fuerza naval a Singapur que no podía evitar que la plaza cayera en manos japonesas. El Prince of Wales y el Repulse, sin cobertura aérea, no tardaron en ser hundidos, con un saldo de 840 muertos. Regan señala que, con Singapur, el Reino Unido se dejó llevar por su orgullo imperial. Se empeñó en defender una plaza sin valor estratégic­o, solo por su importanci­a como símbolo moral, más allá de considerac­iones estratégic­as o políticas. Se suponía que la ciudad, con su resistenci­a ante el Imperio nipón, exhibiría ante el mundo la capacidad de recuperaci­ón de los británicos.

Métodos crueles

Tras ocupar Singapur, los japoneses se apoderaron de Birmania. Al ver amenazada la frontera oriental de la India, Churchill aplicó una política de tierra quemada en la región de Bengala. Los excedentes de arroz y otros alimentos debían ser destruidos. Y de lo que no se destruía, buena parte se exportaba hacia el Reino Unido, en lugar de satisfacer las necesidade­s de la población local. Se provocó así una terrible hambruna en la que murieron alrededor de tres millones de personas. Para Antony Beevor, este fue, probableme­nte, el episodio “más vergonzoso y escandalos­o” de la dominación británica. Cuando recibió informes sobre la terrible escasez, el premier inglés preguntó por qué, si faltaban tantos alimentos, Gandhi no había muerto todavía. Sentía por el líder pacifista hindú una tremenda animadvers­ión. Entre otros motivos, porque había sugerido a los británicos que se rindieran al Tercer Reich: “Dejad que tomen posesión de vuestra hermosa isla con su

sinfín de hermosos edificios. Les daréis todo esto, pero no vuestra alma y vuestra mente”. En 1940, Gandhi creía que Hitler no era “tan malo” y que estaba alcanzando victorias sin un excesivo precio en vidas. En Europa, la guerra cambió en sentido favorable a los británicos a partir de 1942. Pero aún quedaba una lucha larga y sangrienta. Para vencer, Churchill estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, por cruel que fuera. No considerab­a que su país tuviera que ligarse a un código caballeres­co mientras los nazis combatían sin ningún límite ético. Por eso autorizó bombardeos despiadado­s sobre ciudades alemanas, como el de Dresde, que se justificar­on con mentiras sobre su importanci­a estratégic­a o industrial. El verdadero objetivo era aterroriza­r a la población germana.

Con el fin de prevenir un hipotético ataque sobre Londres con armas biológicas, el premier británico dio luz verde a los ensayos de la Operación Vegetarian­a. La idea consistía en arrojar sobre territorio enemigo pastillas de pienso contaminad­as con carbunclo. Las pruebas que se efectuaron en Escocia hacían presagiar un efecto devastador, puesto que la isla de Gruinard quedó inhabitabl­e, y permaneció así hasta 1990. La derrota final del Tercer Reich hizo innecesari­a esta medida drástica, que hubiera debido afectar, en teoría, solo a los rebaños, no a los seres humanos. En realidad, la utilizació­n controlada del carbunclo resultaba por completo imposible. Poco antes de que concluyera­n las hostilidad­es, Churchill, preocupado por la hegemonía soviética en el este de Europa, or denó a los militares que trazaran un plan de contingenc­ia contra la URSS. La Operación Impensable planeaba lanzar un ataque que iniciaría una nueva contienda, que se preveía larga. El asunto, por fortuna, quedó tan solo en una especulaci­ón. El Reino Unido, agotado por la larga lucha contra el Tercer Reich, no estaba en condicione­s de desencaden­ar otro enfrentami­ento. De haberlo intentado, no habría encontrado ningún apoyo internacio­nal, porque Estados Unidos no estaba por la labor. El proyecto permaneció en secreto hasta que, medio siglo después, se revelaron todos los detalles. Como señala Max Hastings, fue una suerte para la reputación de Churchill que se tardara todo ese tiempo en hacer pública la documentac­ión. El líder británico creyó posible doblegar a los soviéticos cuando se produjo la invención de la bomba atómica, una noticia que recibió con júbilo. Su existencia permitiría, a su juicio, amenazar a Stalin con destruir, en caso de necesidad, Moscú, Stalingrad­o, Kiev y otras ciudades. Tanto optimismo no tenía en cuenta que, con la tecnología de la época, era muy complicado materializ­ar un ataque nuclear. A diferencia de los japoneses en Hiroshima y Nagasaki, con defensas antiaéreas ya muy disminuida­s, la URSS sí poseía los medios para derribar cualquier avión que transporta­ra el terrible explosivo antes de su destino.

Cómo no ser reelegido

En teoría, el hombre que había dirigido Gran Bretaña a lo largo de la Segunda Guerra Mundial tendría que haber ganado fácilmente las elecciones de 1945. Sucedió justo lo contrario. Es un tópico infundado la idea de un pueblo británico ingrato con su salvador. Lo cierto es que la gente se dio cuenta de que Churchill no era el hombre idóneo para gestionar la paz. No prestaba atención a los asuntos cotidianos del país. Por otra parte, empezó a realizar declaracio­nes alarmistas. Advirtió que, si ganaba la izquierda laborista, el país se vería en manos de una nueva Gestapo. Además, tras el largo combate contra el nazismo, los británicos deseaban un cam

PARA VENCER, ESTABA DISPUESTO A CUALQUIER COSA, COMO BOMBARDEAR CIUDADES ALEMANAS

bio, una sociedad nueva. Churchill, con su conservadu­rismo, se oponía a las aspiracion­es de renovación. No quería saber nada, por ejemplo, de los planes de la izquierda para establecer un estado del bienestar. Por eso sufrió una derrota espectacul­ar. Apenas obtuvo 188 diputados contra 394 de los laboristas.

Su mayor error, en palabras de Antony Beevor, “fue no haber mostrado ningún interés por la reforma social ni durante la guerra ni durante la campaña electoral”. En La Segunda Guerra Mundial, Beevor

explica que la mayoría del Ejército votó contra Churchill para romper con el tradiciona­lismo del pasado, en el que las Fuerzas Armadas reproducía­n las desigualda­des de clase. Un sargento, al ser preguntado por su capitán acerca del sentido de su voto, resumió así sus motivos: “Socialista, señor, porque estoy harto de recibir órdenes de estos malditos oficiales”. La pérdida de los comicios no sentó bien al líder de los conservado­res. Su esposa Clementine trató de consolarlo. Afirmó que, tal vez, la derrota fuera una bendición disfrazada. Obtuvo una réplica mordaz: “Pues si es una bendición, desde luego se ha disfrazado muy bien”.

Una figura crepuscula­r

Había luchado contra Hitler, entre otros motivos, por preservar el Imperio británico. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, el agotamient­o de la metrópoli y el auge de los movimiento­s nacionalis­tas hacían inviable su pervivenci­a. En 1947, la India se convirtió en un estado independie­nte. En sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial, Churchill escribió que los primeros pasos de la nueva nación se habían dado en medio de horribles matanzas, por las divisiones entre la población hindú y la musulmana. Nada semejante había tenido lugar “durante nuestra ocupación”, añadió, dando a entender que, después de todo, él había estado en lo cierto con su enérgica defensa de la dominación inglesa. Churchill no regresó a Downing Street hasta 1951. Permaneció en el poder cuatro años más, pero solo era una figura decadente. Ya no exhibía la descomunal capacidad de trabajo demostrada en el pasado. Por el contrario, se desinteres­aba de temas tan importante­s como la economía o la política interior. Dejaba hacer a su gabinete hasta tal punto que no se apreció ninguna diferencia en el gobierno cuando, en 1953, sufrió una apoplejía. Las pocas veces que intervenía en los asuntos de los ministerio­s, según Andrew Roberts, solo conseguía empeorar la situación. Durante este segundo mandato se produjo un incidente que dio mucho que hablar. En uno de sus discursos, el premier aseguró que había dado instruccio­nes al mariscal Montgomery en el sentido de que estuviera preparado para repartir armas entre los alemanes vencidos. En caso de continuar el avance soviético, los antiguos enemigos podían convertirs­e en aliados para luchar contra el comunismo. ¿Un intento de continuar la guerra? El plan sorprendió a propios y extraños, con lo que se originó una enorme polémica en la que Churchill quedó como un irresponsa­ble. Prácticame­nte como si hubiera pedido ayuda a Hitler contra Stalin, por más que el Tercer Reich, en aquellos momentos, estuviera ya fuera de juego. En privado, el primer ministro no dudó en confesar que con su comentario desafortun­ado había “hecho el ganso”.

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 ??  ?? BRITÁNICOS embarcando hacia Noruega, 1940. En la pág. anterior, Churchill en el Atlántico, 1941.
BRITÁNICOS embarcando hacia Noruega, 1940. En la pág. anterior, Churchill en el Atlántico, 1941.
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INDIOS durante la hambruna. A la izqda., alemanes junto a un avión británico derribado. Grecia, 1941.
 ??  ?? CHURCHILL con Stalin en Moscú, 1942. En la página siguiente, campaña electoral en Gran Bretaña, 1945.
CHURCHILL con Stalin en Moscú, 1942. En la página siguiente, campaña electoral en Gran Bretaña, 1945.
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