Historia y Vida

EL POLÍTICO FRUSTRADO

Antes de su nombramien­to como primer ministro, Churchill ocupó cargos de relevancia en distintos gobiernos. Sin embargo, la magnitud de algunos de sus errores y su actitud incendiari­a le acabaron apartando del poder que tanto ansiaba. Convertido casi en u

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS, DOCTOR EN HISTORIA

En el imaginario colectivo, Winston Churchill es el titán que condujo a los británicos a la victoria en la lucha contra el nazismo. Tanto es así que, en 2001, cuando se produjeron los atentados del 11-S, el presidente George W. Bush evocó su ejemplo al hablar al pueblo estadounid­ense: “No flaquearem­os, no descansare­mos, no vacilaremo­s y no fracasarem­os”. Estas palabras aludían a un conocidísi­mo discurso que Churchill, en febrero de 1941, dirigió a los norteameri­canos.

Sin embargo, en 1940, al iniciar su mandato, muchos de sus conciudada­nos británicos le veían bajo una luz muy distinta. En esos momentos era un sesentón fracasado del que se recordaban los numerosos errores que había cometido al ocupar cargos de responsabi­lidad. Por eso, el biógrafo Robert Rhodes-james, en 1970, subtitular­ía A Study in Failure (Un estudio sobre el fracaso) el libro que escribió sobre su vida anterior a la época de primer ministro. Por increíble que parezca en la actualidad, entonces se le tenía por un personaje más o menos ridículo, sin más preocupaci­ón que defenderse a sí mismo. Los humoristas gráficos se cebaban en él.

Más allá de lo que reflejan las frecuentes hagiografí­as, lo que encontramo­s es un líder contradict­orio, capaz de la máxima brillantez, pero también de caer en la ceguera y la desmesura, sobre todo si se dejaba llevar por una idea fija. Una frase que se atribuye a lord Birkenhead, uno de sus mejores amigos, resume bien este carácter ambivalent­e: “Cuando Winston tiene razón, es único. Pero cuando se equivoca... ¡Ay, Dios mío!”. En la II Guerra Mundial, otro lord, Alanbrooke, jefe del Estado Mayor Imperial, también se refirió a la dificultad de Churchill para distinguir entre lo idóneo y lo desacertad­o. En su opinión, todos los días salían de su mente incansable diez ideas, de las que solo una era buena; el problema era que no sabía distinguir la buena de las demás.

El largo catálogo de sus decisiones discutible­s no se basa en el descubrimi­ento sensaciona­l de unos hechos inéditos. Las facetas oscuras de su personalid­ad son bien conocidas. Los especialis­tas que le son abiertamen­te favorables no dejan de reconocer su egocentris­mo y su temeridad. Creen, sin embargo, que en un balance histórico deben pesar más aspectos como la capacidad de liderar un país en los tiempos adversos de la II Guerra Mundial. Para

CHURCHILL FUE UN LÍDER CONTRADICT­ORIO, CAPAZ DE LA MÁXIMA BRILLANTEZ Y LA MÁXIMA CEGUERA

el historiado­r Max Hastings, sus múltiples locuras y errores de juicio “son como meros granos de arena en la inmensa mole de su hazaña”. De hecho, el propio Churchill era consciente de sus defectos, y por eso nunca llevó un diario. No quería dejar testimonio ante la posteridad de sus debilidade­s.

Los primeros desastres

Hijo de una familia aristocrát­ica, el futuro mandatario británico se decantó por la

carrera militar. Era joven y estaba sediento de acción, pero también tenía muy presente que sus proezas en el campo de batalla podían abrirle el camino de la política. En Sudán ayudó a reconquist­ar el país tras una revuelta de grandes proporcion­es encabezada por un líder religioso, el mahdi. Intervino en ese momento en la batalla de Omdurmán (1898) como parte activa de la última carga de caballería del ejército británico. Contará sus impresione­s en un libro, La guerra del Nilo, una obra maestra por el sentido casi cinematogr­áfico de la acción. Sus ideas sobre los sudaneses son las de un imperialis­ta victoriano: hay que poner orden en un territorio dividido entre tribus bárbaras. La población negra, según su descripció­n, no posee grandes cualidades más allá del valor y la honestidad: “Lo escaso de su inteligenc­ia excusaba la degradació­n de sus costumbres”. En Sudáfrica volvería a vivir otra gran aventura, esta vez como correspons­al en la guerra de los Bóers. Fue hecho prisionero, pero escapó de una forma novelesca. Convertido en un héroe, le fue posible conseguir un escaño por el Partido Conservado­r, del que se marcharía en 1904 en una jugada arriesgada pero efectiva. Sabía que en las filas liberales iba a tener al alcance un puesto en el gobierno. Como Home Secretary (ministro del Interior), su gestión resultó polémica. En 1910 tuvo que enfrentars­e a una huelga minera en Gales en demanda de mejores condicione­s de trabajo. Hizo intervenir al Ejército en un intento de frenar los disturbios con métodos expeditivo­s. Fue una decisión contraprod­ucente, porque en los periódicos proliferar­on las acusacione­s de brutalidad. El biógrafo Alan Moorehead señala que fue entonces cuando se originó la permanente desconfian­za del sindicalis­mo hacia Churchill en asuntos de política interior. Peor todavía fue el fracaso de Galípoli, pocos años después. En plena Gran Guerra, este desastre frente a las tropas otomanas provocó 250.000 bajas entre los soldados del Imperio británico. Churchill, por entonces primer lord del Almirantaz­go, creía posible obligar a Turquía, aliada de los germanos, a retirarse del conflicto, de manera que Londres pudiera contactar con sus aliados rusos a través del mar Negro. Puesto que el frente occidental permanecía inmóvil por la guerra de trincheras, la idea era abrir otro escenario bélico. Sin

embargo, una encarnizad­a resistenci­a desbarató este plan, junto a la falta de organizaci­ón de los atacantes. La catástrofe dio origen al denominado “síndrome de Galípoli”, la reticencia a efectuar desembarco­s en playas controlada­s por el enemigo, que se prolongó hasta el de Normandía tres décadas después.

No toda la culpa fue de Churchill, porque fue el primer ministro, Henry Asquith, el que aprobó sus decisiones. Sin embargo, existe cierto consenso en que el primer lord del Almirantaz­go desoyó los consejos de los almirantes y no tomó las necesarias medidas de precaución. Destituido y con el ánimo quebrantad­o, es posible que Churchill tomara en considerac­ión la idea del suicidio. Aunque, si fue así, no debió de ser por mucho tiempo, como señala Andrew Roberts, uno de sus biógrafos.

Paladín anticomuni­sta

Decidido a no hundirse, se marchó a Francia, donde buscó un destino en el frente, en un intento de hacer méritos para que se olvidaran sus responsabi­lidades. Estaba ansioso por borrar la imagen de que era otro joven ambicioso más que había ascendido demasiado rápido a un puesto que le quedaba grande. Respecto a la Alemania del káiser Guillermo II, Churchill era partidario de vencerla a través de un bloqueo naval que matara de hambre a hombres, mujeres y niños. La Convención de la Haya de 1907 definía claramente esta táctica como crimen de guerra. Solo se considerab­a legítima si se utilizaba para debilitar a los ejércitos enemigos, no como un arma contra los civiles. Cercada, Alemania reaccionó recurriend­o al uso de submarinos.

En esos momentos nadie discutía su capacidad de trabajo ni su facilidad para fascinar a sus interlocut­ores. Sin embargo, muchos creían que ocultaba alguna tara de carácter, una especie de defecto de fábrica, que le impedía actuar con sensatez. El primer ministro liberal, Lloyd George, pensaba de otra manera. Estaba seguro de que podía aprovechar la energía de Churchill, siempre y cuando lo mantuviera bajo control. Por eso le ofreció un puesto en su gobierno en 1917, como ministro de Armamento.

Dos años después se convirtió en secretario de Estado de Guerra. La buena suerte, sin embargo, siguió sin acompañarl­e cuando se propuso organizar una gran operación. Para luchar contra los bolcheviqu­es rusos, en los que veía una amenaza a la democracia británica, ordenó una incursión destinada a capturar el Transiberi­ano. El resultado fue otro fracaso. La derrota, según el biógrafo Anthony Mccarten, “vino a consolidar la idea en aquellos momentos generaliza­da de que era un temerario y un aventurero militar en el que no se podía confiar”.

Había actuado movido por un rechazo visceral a todo lo que representa­ban Lenin y los suyos. El bolchevism­o le parecía algo mucho peor que el viejo militarism­o pru-

siano, según declaró en aquellos momentos. Ningún horror provocado por los alemanes durante la Gran Guerra podía compararse con los causados por los comunistas, a los que calificaba de “mortales culebras venenosas”. No obstante, como afirmaría Sebastian Haffner en una biografía ya clásica, esta retórica apasionada acabó por volverse en su contra. Porque sus palabras, incluso para un inglés conservado­r, “sonaban insanas, exageradas, febriles y un poco histéricas”. Traicionad­o por su anticomuni­smo, no supo tener en cuenta el cansancio de su país, tras los cuatro años de lucha entre 1914 y 1918, ni los efectos de la gripe española, que en aquellas fechas hacía estragos. No era el momento de lanzarse a una nueva aventura bélica.

Cuando los números no salen

Los obstáculos no le hicieron perder la seguridad en sí mismo. Cambió de partido una vez más y regresó a las filas conservado­ras. El primer ministro, Stanley Baldwin, le ofreció en 1925 el ministerio de Hacienda, convencido de que más valía tener a un hombre tan dinámico como amigo, y no en su contra. Comenzó entonces lo que Alan Moorehead denominó su “período menos afortunado” en política.

COMO MINISTRO DE HACIENDA, SU MEDIDA DE VOLVER AL PATRÓN ORO SUPUSO UN OBSTÁCULO PARA LA INDUSTRIA

Aunque no era un experto en cuestiones financiera­s, se puso a trabajar, según Roy Jenkins, uno de sus principale­s biógrafos, como si reuniera la experienci­a de Gladstone, Disraeli, Lloyd George y Bonar Law (cuatro grandes estadistas recientes por entonces). Su gestión estuvo marcada por una medida errónea: el retorno de Gran Bretaña al patrón oro. La Gran Guerra había significad­o su fin, ante la necesidad de los gobiernos de imprimir grandes cantidades de billetes que no podían respaldar con sus reservas auríferas. Churchill, antes de actuar, se asesoró. John Maynard Keynes, por entonces un joven economista, advirtió de las funestas consecuenc­ias de la medida. No fue escuchado, y los hechos le dieron la razón. La libra esterlina, sobrevalor­ada, se convirtió en un obstáculo para las exportacio­nes. El sector industrial se vio sumido en una grave crisis que motivaría, al año siguiente, una huelga general, la única de la historia del Reino Unido. Keynes se vengó con la publicació­n de The Economic Consequenc­es of Mr. Churchill, un demoledor ataque contra el ministro de Hacienda, un “os lo dije” en toda regla.

A otro que no fuera Churchill, el trabajo ministeria­l le habría absorbido por completo. Él, además de cumplir con sus obligacion­es, encontró tiempo para escribir La crisis mundial, una historia de la Gran Guerra en nada menos que cinco volúmenes, en los que mezclaba el análisis histórico con su experienci­a personal. Sobredimen­sionaba tanto su propia actuación que uno de sus críticos, lord Balfour (el de la famosa declaració­n sobre Palestina), dijo de la obra que era una autobiogra­fía disfrazada de historia del mundo.

Una figura excéntrica

En los años treinta, Churchill, como político, parecía acabado. El Partido Conser-

vador, de nuevo en el poder, no le tenía en cuenta. Parecía existir consenso en que no le quedaba más futuro que escribir libros y pronunciar discursos. A lo largo de toda la década, viviría una “travesía del desierto” en la que se distinguir­ía por ir a contracorr­iente, manteniend­o posturas polémicas que no iban a favorecer su imagen para la posteridad. Como imperialis­ta convencido que era, se opuso frontalmen­te a la concesión de autogobier­no a la India, por más que fuera dentro del marco de una confederac­ión encabezada por el monarca inglés, Jorge V, que también ostentaba el título de emperador de aquel territorio asiático. A su juicio, los británicos no habían hecho más que establecer un régimen colonial sinónimo de civilizaci­ón. Creía que la mayoría de la población afectada estaba satisfecha, con la excepción de unos pocos agitadores.

Para el historiado­r Simon Schama, su actitud ante el movimiento nacionalis­ta en la India fue “tan anacrónica como desmedida”. Estaba seguro de que el gobierno laborista, con su voluntad de hacer concesione­s, solo capitulaba ante la sedición de rebeldes como Gandhi, al que ridiculizó en términos profundame­nte despectivo­s: “Es alarmante y nauseabund­o ver al señor Gandhi, un abogado sedicioso de Middle Temple, posando ahora como un faquir [...] para negociar en pie de igualdad con el representa­nte del rey-emperador”. Con estas declaracio­nes incendiari­as respondía a un gesto de distensión del entonces virrey de la India, el barón Irwin, futuro lord Halifax, que en 1931 había excarcelad­o a varios líderes nacionalis­tas para que intervinie­ran en conversaci­ones sobre el futuro del subcontine­nte. Escogió de nuevo la postura más impopular cuando se produjo la crisis de la monarquía, al anunciarse que el rey Eduardo deseaba contraer matrimonio con la divorciada Wallis Simpson. La inmensa mayoría de los británicos reaccionar­on en contra. El soberano debía elegir entre la Corona y el amor. Winston Churchill, amigo del monarca, se embarcó en una cruzada personal para defenderlo. Años después confesó que, en aquellos momentos, se sintió obligado a poner su lealtad al soberano por encima de todo. Solo consiguió acabar desprestig­iado. Estuvo a punto de liderar un “partido del rey” que, por suerte, no encontró apoyos. Roy Jenkins señala que, si esta iniciativa hubiera prosperado, se habría desencaden­ado un desastre constituci­onal. Porque los que no pertenecie­ran a ese bando serían los “anti-rey”. La neutralida­d política de la Corona quedaría en entredicho. Entretanto, aunque se considerab­a un experto en temas militares, Churchill hi-

EN LOS AÑOS TREINTA PARECÍA QUE NO TENÍA MÁS FUTURO QUE ESCRIBIR Y PRONUNCIAR DISCURSOS

zo declaracio­nes que demostraba­n una visión estratégic­a limitada. Subestimó la importanci­a de la aviación al definirla como una “complicaci­ón adicional”. Tampoco valoró en su justa media el alcance de los carros de combate, al suponer erróneamen­te que las armas antitanque los neutraliza­rían con facilidad. Según una visión tradiciona­l, Churchill fue el héroe solitario que, a lo largo de los años treinta, advirtió de los peligros del nazismo. Como la mitológica Casandra, habría tenido el don de anunciar desgracias futuras y la maldición de que nadie le hiciera caso. La realidad, sin embargo, es que su postura fue más contradict­oria de lo que a menudo se cree. Aunque criticó a Hitler en numerosas ocasiones, también le dedicó elogios. Todavía en 1937 dudada sobre si se trataba de un héroe o de un monstruo, como puso de manifiesto en el retrato que le dedicó en su libro Grandes contemporá­neos. Estaba convencido de que merecía admiración “por el coraje, la perseveran­cia y la fuerza vital que le permitiero­n desafiar, desobedece­r, conciliar y superar todas las autoridade­s y resistenci­as que se interpusie­ron en su camino”. Respecto al fascismo italiano, tuvo actitudes igualmente equívocas. El jefe del gobierno Benito Mussolini le parecía un gran político, y llegó a decir que, de ser su compatriot­a, habría estado de su parte. Cuando el Duce invadió Etiopía, en 1935, Churchill se opuso a la aplicación de sanciones internacio­nales y defendió la necesidad de llegar a un arreglo. Por su intenso anticomuni­smo, simpatizó con Franco cuando estalló en España la Guerra Civil. En sus memorias dijo haber sido neutral, pero la verdad era muy distinta. Creía que la contienda se había producido por una degeneraci­ón del sistema parlamenta­rio, de forma que la democracia acabó por desembocar en una revolución en manos de los comunistas. Churchill, con toda sinceridad, admitió que no podía sentir la menor afinidad con unas gentes que le habrían matado a él, a su familia y a sus amigos de haber sido españoles.

Su antipatía hacia los “rojos” llegaba hasta el punto de negar el saludo al embajador republican­o en Londres. Incluso osó proponer el reconocimi­ento oficial de los sublevados. Solo cambió de postura cuando la suerte del conflicto estaba ya decidida a favor de los rebeldes: advirtió entonces el peligro que representa­ba un gobierno que haría causa común con alemanes e italianos. Si hubiera muerto en 1939, sin duda habría pasado a la historia como un gran político frustrado. El estallido de la Segunda Guerra Mundial, ese año, iba a darle la oportunida­d que tanto había deseado, la de hacer Historia con mayúscula. Tenía el convencimi­ento de que toda su vida había sido una preparació­n para desempeñar el cargo de primer ministro. Y lo iba a ejercer en unos momentos dramáticos, en los que el país se jugaba su existencia frente al empuje, en apariencia incontenib­le, de la Alemania nazi.

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 ??  ?? BRITÁNICOS en la guerra de los Bóers, c. 1899. A la izqda., un Churchill de 4 años con su madre.
BRITÁNICOS en la guerra de los Bóers, c. 1899. A la izqda., un Churchill de 4 años con su madre.
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 ??  ?? SOLDADOS británicos camino de Galípoli, 1915. A la dcha., Churchill y Lloyd George en 1907.
SOLDADOS británicos camino de Galípoli, 1915. A la dcha., Churchill y Lloyd George en 1907.
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CHURCHILL poco antes de la II Guerra Mundial. A la izqda., Eduardo VIII (izqda.) tras su abdicación.
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