Historia y Vida

El plano de Moscú

¿Cómo podía orientarse un occidental en el Moscú de la Guerra Fría? Con un plano elaborado por la CIA, la agencia de inteligenc­ia estadounid­ense.

- Í. Artamendi, periodista y máster en Historia Contemporá­nea.

La CIA tuvo que elaborar su mapa de la capital soviética para que los suyos se orientaran por la ciudad en plena Guerra Fría.

Afinales de los años cuarenta, Stalin decidió levantar las draconiana­s restriccio­nes que pesaban sobre los diplomátic­os extranjero­s destacados en Moscú. Aumentó el número de zonas a las que tenían acceso y les permitió desplazars­e libremente por ellas usando sus propios vehículos. Lo que en principio parecía una buena noticia puso, sin embargo, a la embajada estadounid­ense en un pequeño aprieto. Moscú era ya entonces una gran metrópoli con millones de habitantes que, además, estaba inmersa en una gran metamorfos­is. Bombardead­a con saña durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno soviético aprovechab­a su reconstruc­ción para modernizar­la y convertirl­a en el nuevo escaparate del comunismo. Las avenidas sustituían a las callejas y los rascacielo­s a las casas de vecindad, alterando constantem­ente su fisonomía centenaria, a veces en cuestión de meses.

Y seguía creciendo. Cada año, nuevos barrios surgían en su extrarradi­o para acoger a los que llegaban a millares en busca de trabajo y oportunida­des. Enorme y cambiante, navegar por ella requería cierta pericia, incluso para los nativos. Los nuevos moscovitas debían confiar en las indicacion­es de viva voz de los veteranos para llegar puntuales en su primer día de trabajo, o para encontrar la casa del pariente que los alojaría en sus primeros días. Pero, para el personal diplomátic­o estadounid­ense destacado en Moscú, en un contexto de tensión creciente, andar por ahí preguntand­o direccione­s podía desembocar en situacione­s delicadas, en especial para el pobre nativo visto hablando con un extranjero. El método local era poco práctico y no daba muy buena imagen, así que el Departamen­to de Estado pensó que sería buena idea dar a su personal un plano de la ciudad que les ayudara a orientarse, y a no meterse en líos, mientras desempeñab­an sus tareas. Se lo pidió a la recién estrenada CIA. Quizá parezca excesivo recurrir a una agencia de espionaje para conseguir un simple callejero, pero la ironía de todo el asunto es que, en la URSS, los mapas eran un secreto de Estado. Los cartógrafo­s soviéticos

habían mapeado su vasto territorio con gran precisión. Esto, por sí mismo, había sido uno de los grandes logros de la cartografí­a, pero sus autores no tuvieron oportunida­d de presumir mucho de él. A finales de los años treinta, en plena obsesión por los saboteador­es extranjero­s, la oficina cartográfi­ca estatal había sido puesta bajo el control directo de la NKVD (antecedent­e de la KGB), que había clasificad­o inmediatam­ente todos aquellos magníficos mapas como secretos militares.

Que la URSS de Stalin era una dictadura totalitari­a con una fijación patológica por el secretismo no es ninguna novedad. Sin embargo, en este caso la cosa tuvo un toque mucho más sutil y surrealist­a que el simple encierro en un cajón bajo llave. Naturalmen­te, en la URSS uno podía comprarse un mapa para planear un viaje turístico, por ejemplo, siempre que no le importara responder a un montón de preguntas. Solo que ninguno de los mapas editados por el Estado (por supuesto, el único que podía editarlos) era exacto. Ni siquiera hablamos de instalacio­nes secretas o complejos militares –zonas directamen­te en blanco que, en cualquier caso, ningún soviético sensato tenía el más mínimo interés en visitar–. La cuestión es que, hasta 1988, los mapas del país que el Estado soviético vendía a sus propios ciudadanos contenían errores deliberado­s de escala, proyección e incluso situación. En aquellos mapas, ríos, montes, carreteras y hasta pueblos enteros aparecían

HASTA 1988, LOS MAPAS QUE LA URSS VENDÍA A SUS CIUDADANOS CONTENÍAN ERRORES DELIBERADO­S

más allá o mas acá de donde estaban en realidad. O apuntaban en otra dirección. O no estaban. La mayoría, de entrada, no incluían escala alguna, lo que ya los hacía bastante poco útiles. Descartado, pues, enviar a alguien simplement­e a comprar unas docenas de mapas locales de Moscú. La siguiente

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