Arte vienés
La Viena que dejaba atrás el siglo xix y se adentraba en el lideraba xx un imperio a punto de derrumbarse y, a la vez, una modernidad artística deslumbrante. Cuatro grandes responsables de esa efervescencia, Klimt, Otto Wagner, Kolo Moser y Schiele, desap
Se conmemora el centenario de la muerte de Gustav Klimt, Otto Wagner, Kolo Moser y Egon Schiele, cuatro estrellas de la brillante modernidad vienesa.
Stefan Zweig, el gran escritor vienés, afirmó en su día: “El arte alcanza su culminación allá donde se convierte en algo que interesa a la gente”. En 1900, Viena concentró talentos brillantes y transgresores, que crearon un nuevo orden estético y lo llenaron de forma y contenido. Y todo ello sucedió en la capital de un imperio a punto de desintegrarse. En aquel tránsito de siglos, Austria-hungría, la monarquía bicéfala de los Habsburgo, oscilaba entre la belleza y el abismo.
El gran viraje en el mundo del arte se inició en 1897, cuando un grupo de pintores, grabadores, arquitectos y escultores expresaron el deseo de “separarse” del lenguaje oficial para plantear nuevas propuestas. Hasta entonces, las normas del arte venían dictadas por la Künstlerhaus. Esta institución organizaba la más importante exposición pictórica anual, pero solo admitía obras que se ajustaran al gusto academicista. Incluso descartaba todo contacto con el arte extranjero para evitar innovaciones. El resultado fue un estancamiento creativo.
En busca de nuevos horizontes, algunos de sus miembros abandonaron la Künstlerhaus para impulsar un movimiento estético y cultural, la Sezession, origen de la era moderna en el arte austríaco. Pero aquella ruptura no hay que interpretarla como una sublevación de artistas rechazados, al estilo de la que años antes habían protagonizado los impresionistas franceses, sino como un conflicto generacional. Una especie de revuelta edípica –tan en boga en la Viena de Freud– de los hijos contra los padres y su tradición. Los defensores de la ruptura con el arte oficial eran los herederos de aquella burguesía que había impulsado la transformación en la ciudad, con la apertura de la Ringstrasse. En esta amplia avenida de circunvalación, que rodea el núcleo antiguo, los liberales simbolizaron el triunfo de sus valores políticos y culturales a través de edificios como la Ópera, los llamados Museos gemelos (el de Historia del Arte y el de Historia Natural), el Parlamento, la Universidad y el Burgtheater. Atrás quedaba el majestuoso Barroco vienés. El Historicismo se impuso como estilo urbanístico en la etapa liberal.
Fue un período intenso, importante para la ciudad, pero en el que empezaron a manifestarse los primeros síntomas de descomposición en el Imperio. La derrota militar contra los prusianos en 1866, la
creación de una monarquía dual (Austria y Hungría) ante las exigencias magiares y la depresión derivada de la crisis bursátil en 1873 acabaron con el dominio liberal. En las dos últimas décadas del siglo, las tímidas reformas políticas no cubrieron las expectativas de los sectores que reclamaban sus derechos. Comenzaron así a surgir nuevas corrientes que ponían en peligro el propio sistema. Socialcristianos, antisemitas, pangermanos, socialistas y nacionalistas eslavos iniciaban su irresistible ascenso. Pero, más que darse un relevo de fuerzas políticas, entraba en crisis una concepción del mundo. Frente a ello, el deseo de lograr la modernidad a través del culto al arte se convirtió en la verdadera religión en el cambio de siglo.
Y es en este punto donde surge la paradoja histórica. La decadencia de los Habsburgo y de su imperio tuvo lugar en el mismo momento en que Viena alcanzaba la plenitud cultural. Cafés como el Griensteidl, el Museum o el Central se convirtieron en punto de encuentro de la intelectualidad. Mientras en estos locales y en los salones literarios se gestaban las ideas de aquel universo de tensiones y conflictos que el escritor Robert Musil denominó Cacania –en una sustantivación de la fonética de las siglas K. K., “Kaiser und Königlich” (Imperial y Real)–, fuera de ellos, esos mismos agudos tertulianos disfrutaban al máximo de placeres más tangibles. En aquella Viena, “el principio del placer” (en terminología de Freud) se impuso. No es de extrañar la obsesión por el sexo y el impulso sexual que aparecerán reflejados en la literatura y la pintura de la época. Como afirmaba el escritor Martin Esslin, la sociedad vienesa “se hallaba bailando sobre una delgadísima capa que cubría un volcán al borde de la erupción”. Esa extraña yuxtaposición de hedonismo y escepticismo propició el estallido de tantas y tan importantes ideas, tendencias y estéticas en el tránsito del siglo xix al xx.
Matar al padre
En este contexto, los llamados “hijos de la Ringstrasse” constituían una generación que pretendía “descubrir el auténtico rostro del hombre moderno a través del arte”. Enrolados en las filas de la Sezession, y desde las páginas de la revista Ver Sacrum (Primavera Sagrada), órgano de difusión de la nueva corriente, expresaban su voluntad regeneracionista. Un claro exponente fue Otto Wagner, que encarnó el nuevo espíritu de la época al combinar la iniciativa empresarial, el urbanismo y el diseño. Pese a su exitosa carrera como arquitecto de la Ringstrasse, inició en la década de los noventa un duro ataque contra el Historicismo. Afirmaba que el único punto de partida posible para la creación artística era la vida moderna. Wagner apostó por los valores de una civilización urbana racional y dinámica que, en lugar de emular el pasado, debía adaptar sus ciudades a las exigencias de los tiempos. El arquitecto vienés subordinó el elemento estético (que había caracterizado la planificación de la Ringstrasse) a la funcionalidad. El estilo de futuro sería el Nutz-stil (estilo de lo útil). Tras ganar un concurso municipal para el trazado de un nuevo plan urbanístico, Wagner proyectó la “Gran Viena”. Y consciente de la importancia de una eficaz red de transportes,
LA YUXTAPOSICIÓN DE HEDONISMO Y ESCEPTICISMO PROPICIÓ EL ESTALLIDO DE IMPORTANTÍSIMAS IDEAS
abordó el gran reto de la construcción del sistema ferroviario de la ciudad. Entre 1894 y 1901 proyectó más de treinta estaciones (algunas tan representativas como la de la Karlsplatz) e intervino en el emplazamiento y planificación de viaductos, túneles y puentes, así como en las obras de canalización del Danubio.
Sin olvidar las formas estructurales tradicionales, Wagner dio primacía al lenguaje ingenieril en las obras públicas. Su propósito era dignificar lo tecnológico y convertirlo en cultura. El afán por encontrar un lenguaje visual que sintonizara con su época se hizo patente tanto en la faceta urbanística como en la arquitectónica. Lo ejemplifican edificios como el de la Caja Postal de Ahorros, uno de los mejores ejemplos del estilo secesionista, la casa Mayólica o la iglesia de Steinhof, cuyas vidrieras fueron obra de Kolo Moser, uno de los más destacados artistas de la Sezession. El regeneracionismo de Wagner era compartido por Gustav Klimt. Y del mismo modo que el arquitecto, también el pintor experimentó una evolución. Tras una primera etapa académica, en la que reverenciaba a Hans Makart (el artista de moda en la era liberal), la obra de Klimt tuvo un
KLIMT EXPERIMENTÓ EN LA PINTURA LA MISMA EVOLUCIÓN QUE OTTO WAGNER HABÍA VIVIDO EN EL URBANISMO
punto de inflexión a finales del siglo xix. Era ya un pintor afamado, el retratista preferido de la burguesía, pero la atmósfera de modernidad artística que afloraba en los cafés de Viena, el pensamiento de Schopenhauer y el del recién descubierto Nietzsche contribuyeron a transformar su modo de entender la creación.
Así lo refleja el lenguaje pictórico con el que simbolizó La Filosofía, La Jurisprudencia y La Medicina, tres pinturas murales destinadas al techo del Aula Magna de la Universidad de Viena. Las obras suscitaron gran polémica por lo radical de su enfoque y por su propia representación, que algunos consideraron escandalosa. Poco antes de aquella controversia, el Klimt secesionista
había dejado clara su postura ante la crítica más conservadora con su Nuda Veritas. El lienzo muestra el desnudo frontal de una mujer, dirigiendo su erótica mirada al espectador. Su mano derecha sujeta un espejo en el que nos presenta la nueva verdad, la “verdad desnuda”. La tela lleva impresa una leyenda del poeta alemán Schiller: “Si no puedes agradar a todos con tu mérito y tu arte, agrada a pocos. Agradar a muchos es malo”, un desafío en toda regla a la uniformidad que hasta entonces había imperado en Viena.
El nuevo compromiso artístico contraído por Klimt se hizo extensivo a otra de sus obras maestras, el Friso de Beethoven. Se trata de una gran composición articulada en varios episodios simbólicos sobre la redención del ser humano a través del arte. Este gigantesco friso, dividido en tres paneles, fue realizado para la exposición que los secesionistas organizaron en 1902 en torno a la estatua del compositor. El leitmotiv era su Sinfonía n.º 9, e incluye en una de sus partes una representación del “Himno de la Alegría”. La radicalidad y el erotismo que emanan de las alegorías de Klimt fueron objeto de crítica entre sus detractores. Sin embargo, la muestra mereció el apoyo de personalidades como Gustav Mahler. El día de la inauguración, el entonces director de la Ópera Imperial dirigió un arreglo para dos coros de la Novena ante la estatua de Beethoven. En los primeros años del siglo xx realizaría algunas de sus obras más sensuales y ambiguas. En un pequeño texto que se titula Comentario sobre un autorretrato inexistente, Klimt hablaba de lo poco interesado que estaba en sí mismo: “Estoy convencido de que no soy una persona particularmente interesante. Soy un pintor que pinta día tras día desde la mañana hasta la noche [...]. Quien quiera saber algo de mí, debe observar atentamente mis cuadros y tratar de ver en ellos lo que soy y lo que quiero hacer”. Si hoy en día es uno de los artistas más cotizados en las casas de subastas, en su época, algunas de sus obras suscitaron el rechazo de los sectores más conservadores. Pero, como afirma el historiador Allan Janik, “los secesionistas eran unos marginados con su clase, no de su clase”. De ahí que los mecenas de este movimiento fueran grandes industriales y banqueros, como Karl Wittgenstein –el padre del filósofo–, Otto Primavesi o August Lederer. Algunos de los retratos femeninos más famosos de Klimt pertenecen a miembros de estas familias. El apoyo financiero y moral de aquellos patrocinadores fue definitivo para la eclosión del arte vienés en el fin de siglo.
Los Talleres Vieneses
Como proclama el lema que se lee en el frontispicio del pabellón de la Sezession, construido por el arquitecto Joseph Maria Olbrich, y que alberga el espectacular Friso de Beethoven: “A cada época su arte, al arte su libertad”. Frente a las posturas marcadamente tradicionales, el objetivo del nuevo movimiento era la obra de arte total (Gesamtkunstwerk). Ello significaba para los secesionistas, presididos por Gustav Klimt, la introducción de todas las facetas artísticas en el proceso de creación. Así, la artesanía y las artes aplicadas se colocaron al mismo nivel que la pintura y la escultura, mientras que los arquitectos y los pintores se dedicaron también al diseño. Esta nueva filosofía halló su mejor representación en los Talleres Vieneses (Wiener Werkstätte), una propuesta artística (en la línea del movimiento británico Arts and Crafts) que revolucionó el concepto del diseño. Gustav Klimt y otros creadores, como Josef Hoffmann y Kolo Moser, desempeñaron un gran protagonismo en la fundación y el desarrollo de estos talleres.
Contaron con el apoyo financiero del industrial Fritz Wärndorfer para llevar a cabo esa especie de laboratorio para la producción de mobiliario y objetos de artes aplicadas. Según el concepto de arte total, sus miembros realizaron productos de alta calidad y en cantidades limitadas, a fin de ennoblecer los elementos de vida cotidiana: muebles, sillas, cubiertos, porcelana, cristalería, moda, joyería... Las filiales que se abrieron en Nueva York, Berlín y Zúrich dejaron constancia de la repercusión internacional de esta propuesta, que sumaba arte y artesanía. En la actualidad, algunos de sus diseños continúan presentes en firmas vienesas tan reconocidas con Augarten o Lobmeyr. Otro símbolo de la obra de arte total, el palacio Stoclet en Bruselas, una suntuosa mansión construida por Josef Hoffmann, fue decorado con un alegórico friso de Gustav Klimt, con tres paneles que representan el árbol de la vida, una figura femenina de pie y una pareja abrazándose. Esta última escena se asemeja a la que aparece en El beso, su obra más icónica. Sin embargo, a diferencia del cuadro, Klimt despliega en el friso una auténtica explosión ornamental. Los bocetos que hizo para esta obra están expuestos en el MAK (Museo de Artes Aplicadas de Viena). Este museo conserva también la mayor colección de objetos de los Talleres Vieneses, que comprende todo tipo de piezas y mobiliario realizados por sus miembros, entre los que sobresalió Kolo Moser. Además de pintor, Moser fue el diseñador más versátil y prolífico de su época. Se inició como artista gráfico para proseguir en el diseño
LOS TALLERES VIENESES SUMABAN ARTE Y ARTESANÍA, Y CONTARON CON FILIALES EN NUEVA YORK, BERLÍN Y ZÚRICH
de muebles, textiles, joyas, carteles..., sin dejar de lado el interiorismo. De igual modo que sus colegas de la Sezzesion, su estilo también experimentó cambios. Los primeros ornamentos florales curvilíneos se transformaron en decoraciones geométricas y diseños altamente estéticos.
El canto del cisne
En los años finales del movimiento se abrió el abanico de las opciones artísticas. En ese punto apareció Egon Schiele, discípulo y amigo de Klimt, que dio un paso más hacia el Expresionismo, como se pone de manifiesto en sus despiadados autorretratos. Se pintó a sí mismo en 170 ocasiones, una cifra solo al alcance de Rembrandt. Talento precoz, adoptó de su maestro la fascinación por la figura femenina y la plasmación de los estados internos y psíquicos, en la más pura línea expresionista. En su imaginario dominaron
las pasiones del ser humano en todo su espectro: “Desde el amor hasta el sexo más descarnado, desde la familia hasta la soledad más desesperante”, como afirma el historiador Javier Pérez Segura. Una de sus obras más célebres, Retrato de Wally Neuzil, evoca la figura de su modelo y amante, con la que mantuvo una tortuosa relación. En 1915 plasmó en otro lienzo el final de esta historia. La muchacha y la muerte representa un abrazo desesperado entre una pareja, tendida sobre un paño arrugado, que simboliza un lecho mortuorio. Se reconoce al propio pintor en la figura masculina y a Wally en la femenina. La obra muestra la tensión ante el distanciamiento definitivo. Schiele inmortalizó de este modo el adiós a Wally tras su matrimonio con una joven burguesa. Tres años más tarde, la epidemia de gripe, que causó más de veinte millones de muertes en Europa, acabó con la vida de Edith (embarazada de seis meses) y, días después, con la del propio pintor. Pese a su corta vida –murió a los 28 años–, Egon Schiele fue un artista prolífico, cuya obra se puede contemplar en el Museo Leopold de Viena. Siempre polémico, el enfant terrible de la pintura vienesa sigue provocando controversia, como demuestra la reciente negativa del Reino Unido y Alemania a que sus desnudos adornen las vallas que publicitan las exposiciones internacionales que se celebran con motivo del centenario de su muerte. ¿Tiene algún papel el azar en la historia? Algunos hechos parecen confirmarlo. En febrero de aquel fatídico 1918, Klimt falleció de una embolia. Meses después lo hacían sus amigos Otto Wagner, tras una erisipela, y Kolo Moser, a causa de un cáncer de laringe. Con la muerte del joven Schiele desaparecían cuatro grandes protagonistas de la modernidad vienesa. Con ellos desaparecía también una época inquietante, contradictoria y extraordinariamente creativa. El “laboratorio del apocalipsis”, como definió el escritor Karl Kraus aquel fin del Imperio.