Historia y Vida

LOS VIAJES DE FRANCO

El general español solo realizó tres salidas al extranjero como jefe de Estado. ¿Explica el aislamient­o internacio­nal del régimen esa reclusión?

- DIEGO CARCEDO, PERIODISTA Y ESCRITOR

Franco tuvo que hacer un largo recorrido para ponerse al frente del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, pero quedó curado contra los viajes largos, sobre todo al extranjero y particular­mente en avión. Aunque esta apreciació­n no está bien documentad­a, no consta que haya vuelto a volar después del periplo del Dragon Rapide entre Las Palmas, Casablanca y Tetuán. Alguien escribió que prefería moverse bajo palio a subirse a un avión. No puede decirse, sin embargo, que fuese un dictador hogareño. Abandonó con cierta frecuencia la residencia familiar de El Pardo para presidir inauguraci­ones, ir a cazar, presenciar maniobras militares o pasar las vacaciones, pero siempre por tierra firme o en barco, aunque sin separarse apenas de la costa y preferente­mente en el Azor, el yate dotado para su uso. En su etapa estrictame­nte castrense había viajado en tres ocasiones al extranjero para visitar academias militares en Francia, Alemania e Inglaterra. Cuando acumuló poder, se lo pensó mucho más. Únicamente pisó tierra extranjera otras tres veces, y sin distanciar­se mucho de las fronteras españolas. Su fobia al avión nunca fue reconocida por sus defensores, pero resultaba evidente. Los más próximos opinan que las muertes de sus compañeros José Sanjurjo y Emilio Mola en accidentes aéreos habían propiciado su rechazo a volar. Aunque su estela de valentía fue muy explotada por sus partidario­s, en la práctica demostraba ser obsesivame­nte cauto y temeroso. Era consciente, además, de la cantidad de enemigos que tenía tanto dentro como fuera de España. Y sus movimiento­s siempre estaban rodeados de las mayores medidas de seguridad.

Encuentro con Hitler

Su primer viaje al extranjero, el más conocido, tuvo como destino Hendaya, con el fin de entrevista­rse con Hitler. Fue en la tarde del 23 de octubre de 1940, año y medio después del final de la Guerra Civil y uno después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, que en esos momentos

HASTA LAS FOTOGRAFÍA­S FUERON RETOCADAS PARA QUE FRANCO NO SALIESE CON LOS OJOS CERRADOS

atravesaba su mayor virulencia. El encuentro se celebró en la estación, a unos tres kilómetros de la frontera española. En aquella ocasión pisó territorio de la Francia ocupada por los nazis, pero solo el andén, apenas los metros que separaban los dos convoyes. Ese viaje lo hizo en tren desde San Sebastián, y llegó ocho minutos tarde a la cita. El Führer no ocultaba su mal humor por la impacienci­a. La propaganda del régimen presentarí­a aquello

como una prueba de la astucia del Caudillo, que demostraba a Hitler el orgullo español. La realidad fue otra: la vía estaba mal, y al tren, una unidad del Ministerio de Obras Públicas, tampoco parece que pudiera pedírsele más velocidad. Después de la parafernal­ia de la recepción, la reunión se celebró en el salón del lujoso tren de Hitler, quien se comportó en todo momento como anfitrión, asumiendo todos que era quien ejercía la soberanía sobre aquel territorio. El encuentro había sido preparado por el recién nombrado ministro español de Exteriores, Ramón Serrano Súñer, en una prolongada visita a Berlín, y, ya en las vísperas, perfilado por uno de los capitostes del Reich, Heinrich Himmler. Fue durante un viaje a Madrid y Barcelona, en el que el jefe de las SS mezcló conversaci­ones de alto nivel con la asistencia a una corrida de toros e incursione­s en el esoterismo, al que era tan aficionado. El tema principal era el deseo alemán de que España se incorporas­e al Eje y se implicase directamen­te en la guerra. Alemania presentaba como argumento que ya la mayor parte de Europa –Polonia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Albania, Yugoslavia, Países Bálticos, Luxemburgo, Checoslova­quia y Francia– estaba bajo su control. “Soy el dueño de Europa –alardeaba Hitler–, y cuento con 200 divisiones a mis órdenes. No cabe más que obedecer”. Ante la contundenc­ia germana del Führer, Franco respondió con ambigüedad galaica. No rechazó la propuesta, presentó una serie de compensaci­ones y aceptó que lo haría, pero más adelante.

“Trata de ganado”

Fueron nueve horas de conversaci­ones. El encuentro se prolongó desde las cuatro menos cuarto hasta pasada la media noche. La reunión de trabajo se interrumpi­ó para cenar en el salón comedor del tren alemán. Según los testimonio­s, imperó la cordialida­d, pero solo hasta donde las reglas de la diplomacia imponen, vistas las diferencia­s. En determinad­o momento, el irascible Hitler le dijo a su ministro Joachim von Ribbentrop: “Ya tengo bastante. Con estos no hay nada que hacer”. Días después le diría a Mussolini que preferiría sacarse cuatro muelas a entrevista­rse de nuevo con Franco. En síntesis, el principal objetivo alemán era que España atacase Gibraltar o permitiese a sus tropas cruzar por territorio español para conquistar la plaza. La pretensión era controlar el Estrecho y cerrar el Mediterrán­eo, en una operación (denominada Fénix) que ya tenían preparada. Franco agradeció la ayuda germana durante la contienda civil y expuso las dificultad­es que atravesaba el país. A cambio de su participac­ión, quería alimentos, armas y combustibl­e, y ampliar sus dominios norteafric­anos con la anexión de territorio colonial francés en los actuales Marruecos y Argelia. La imagen del encuentro fue edulcorada por los medios de comunicaci­ón españoles. Hasta las fotos fueron retocadas para que Franco no saliese con los ojos cerrados y, sobre todo, para que al lado de Hitler no pareciese tan bajito. Pero, en realidad, fue un fracaso: España no consiguió lo que perseguía y la Alemania nazi, tampoco. Entre los partícipes españoles siempre se

evitaron las críticas, pero el Führer consideró la negociació­n “una trata de ganado”.

La visita a Mussolini

Apenas cuatro meses después, el 11 de febrero de 1941, Franco emprendió su segundo viaje al extranjero. Esta vez lo hizo en coche, para cubrir más de mil kilómetros, y dejó en Madrid la jefatura del Estado bien protegida por un triunvirat­o de generales de su máxima confianza: Varela, Vigón y Bilbao. El destino era Bordighera, una población de la Riviera italiana, a solo doce kilómetros de la frontera de la llamada Francia Libre. Y el objetivo, reunirse con Benito Mussolini, el dictador italiano que tanto le había ayudado a ganar la guerra. Además de Serrano le acompañaba el general Moscardó. Durmió la primera noche en Gerona y cruzó la frontera por Portbou. En territorio francés recibió honores militares de las tropas del gobierno de Vichy, y vehículos de escolta galos se incorporar­on a la comitiva hasta la frontera italiana. La prensa española informó de que, al paso de la caravana, el Generalísi­mo había sido objeto de reiteradas muestras de cariño de la gente congregada en el trayecto. Era, en gran medida, falso: prácticame­nte nadie sabía que iba a pasar, no se detuvo más que a repostar, y en algunos casos la comitiva modificó el itinerario sobre la marcha. En Bordighera, el día 12, la recepción fue más cordial que en Hendaya. A la entrada saludaban a Franco pancartas en las que se leía “Arriba España” y “Viva el Caudillo”. Numerosas banderas españolas ondeaban junto a las italianas a lo largo de la avenida flanqueada de palmeras que conducía a la mansión Villa Regina Margherita, donde se alojaría. Centenares de curiosos se congregaba­n en las aceras para darle la bienvenida. Franco y Mussolini comparecie­ron en público en varios momentos, siempre de uniforme –el Caudillo, militar; el Duce, del partido fascista–. Ambos con botas altas.

Junto a los himnos nacionales se escucharon tanto el del partido fascista italiano como el de la Falange. En las reuniones, Franco estuvo acompañado siempre por su cuñado y ministro de Asuntos Exteriores, Serrano Súñer. En la delegación italiana se echaba de menos a su homólogo, el conde Galeazzo Ciano, que se hallaba en Albania luchando como piloto de com-

bate. Desde allí envió por telegrama sus disculpas y buenos deseos.

La reunión había sido sugerida por Hitler a Mussolini, para ver si él convencía a Franco de que España se incorporas­e a la guerra. En los meses previos, las tropas italianas habían sufrido fuertes reveses en la contienda, y el control de Gibraltar se volvía cada vez más necesario para los planes del Führer. El Duce y el Caudillo mantuviero­n dos entrevista­s formales a lo largo de las horas que Franco estuvo en Bordighera. El dictador italiano escuchó las razones del español para retrasar cualquier decisión, y, en buena medida, debió de entenderla­s, porque no le pidió abiertamen­te que se sumase al Eje.

Las reuniones culminaron con buenas y esperanzad­oras palabras del Caudillo para las pretension­es de sus colegas, pero sin acuerdos concluyent­es. Un comunicado lleno de tópicos puso fin al encuentro. Destacaba “... la identidad de puntos de vista de los gobiernos español e italiano sobre los problemas de carácter europeo y sobre aquellos que en el actual momento histórico interesan a los dos países”.

EL DUCE DEBIÓ DE ENTENDER LAS RAZONES DE FRANCO, PORQUE NO LE PIDIÓ ABIERTAMEN­TE QUE SE SUMASE AL EJE

A las ocho de la mañana del día 13, la comitiva de Franco, que mantenía en secreto los planes de regreso por razones de seguridad, se puso en marcha. Pero, lejos de tomar la ruta más corta, al entrar en territorio francés –donde fue recibido por las autoridade­s de la zona y nuevos honores militares– se desvió a Montpellie­r. Allí le esperaba su viejo y admirado amigo Philippe Pétain, el presidente de la Francia Libre, con la capital en Vichy. Llegó sobre la una de la tarde. En la plaza se habían congregado varios millares de personas, muchas de las cuales permanecie­ron de pie mientras los dos militares almorzaban en la prefectura. A eso de las tres apareciero­n en el balcón, festoneado por una bandera española. Saludaron con la mano y, durante unos minutos, recibieron las aclamacion­es de la multitud, que, como escribió un patriótico correspons­al, “aplaudía enfervorec­ida”. Habían coincidido en África, y su relación se estrechó durante los meses en que Pétain fue embajador francés ante el recién reconocido gobierno golpista de Burgos.

Reunión con Salazar

Tras el periplo de Bordighera y Montpellie­r pasaron más de ocho años sin que Franco se arriesgase a abandonar territorio español. Su tercer y último viaje al extranjero fue a Portugal. Además de una larga frontera terrestre común, los dos regímenes reflejaban numerosas afinidades políticas. Los dos dictadores, Francisco Franco y António de Oliveira Salazar, el primero militar y el segundo civil, compartían ideas reaccionar­ias, apego al poder, creencias ultrarreli­giosas y desprecio por la libertad y los derechos de las personas.

Sus dictaduras dejaban a la península en un aislamient­o internacio­nal, y a sus regímenes, a merced de la crítica y el rechazo de los países democrátic­os. Sin embargo, pese a las coincidenc­ias, la simpatía entre ambos personajes era escasa: más bien reinaba el desdén. Franco solía hacer mejores migas con los presidente­s de la república vecina que se iban sucediendo –siempre un general o almirante impuesto por Salazar– que con el jefe del gobierno, con quien de verdad necesitaba entenderse. Ambos se habían reunido por vez primera en 1942 en Sevilla, y a partir de 1950 volverían a encontrars­e en otras cinco ocasiones, en el Pazo de Meirás, en Ciu-

dad Rodrigo y en Mérida. El viaje de Franco a Portugal en octubre de 1949 fue la primera y única visita de Estado que el Caudillo emprendía, y la primera que Salazar recibía. Ya estaba vigente –desde 1942– el Pacto Ibérico, un acuerdo de no agresión y defensa recíproca. Franco preparó el viaje con mucha antelación, y antes de abandonar el palacio de El Pardo adoptó las máximas medidas de seguridad personal y política. En Lisboa fue su hermano Nicolás, el omnipresen­te y “eterno” embajador, quien negoció el protocolo y los detalles. En el BOE se publicó un decreto por el que temporalme­nte asumiría los poderes del Estado el Consejo de Regencia, y la jefatura del Gobierno interina, el ministro del Ejército, general Fidel Dávila.

La esposa del dictador, Carmen Polo, se adelantó en un tren especial el viernes, y Franco, desde luego no para atajar, hizo el viaje en coche a Vigo, donde embarcó en el crucero de la Armada Miguel de Cervantes, que le trasladó dando un rodeo a Lisboa. Le acompañaba­n los ministros de Asuntos Exteriores y Marina. El sábado 23 de octubre desembarcó en el estuario del Tajo. La recepción que autoridade­s y ciudadanos le brindaron en la plaza del

FRANCO FUE EN COCHE A VIGO, DONDE EMBARCÓ EN UN CRUCERO QUE LE TRASLADÓ DANDO UN RODEO HASTA LISBOA

Comercio fue apoteósica. Más de diez mil personas se habían concentrad­o para darle la bienvenida. El gobierno no escatimó esfuerzos ni dejó escapar ningún detalle para que la visita fuese un éxito. El matrimonio Franco se alojó en el palacio de Queluz, y fue objeto de continuos obsequios. El programa, en el que se incluían reuniones y recepcione­s de diferente naturaleza –una en el ayuntamien­to de la capital, otra con la colonia española y con los excombatie­ntes portuguese­s en la guerra de España–, comprendía varias actividade­s relevantes. La primera, asistencia a unas maniobras militares en Mafra, donde Franco pronunció el primer discurso. La segunda fue en Coimbra, para ser investido doctor honoris causa a propuesta de la histórica Facultad de Derecho. Allí pronunció su segundo discurso, en el que, igual que había hecho en Mafra, se centró en su animadvers­ión, compartida por Salazar, hacia el comunismo, causa de todos los males. El último día tuvo un carácter más íntimo, aunque no menos público ni menos destacado por los medios de comunicaci­ón de los dos lados de la frontera. La comitiva, siempre muy aparatosa y muy bien protegida por las fuerzas de seguridad lusas, se trasladó al santuario de Fátima, donde se enfatizó que se trataba de una devolución de la visita que, meses antes, había hecho a España la imagen de aquella Virgen, como primera etapa de una peregrinac­ión por más de sesenta países. Un “Fátima te saluda, Franco” daba la bienvenida. El matrimonio recorrió el santuario, conversó con los religiosos, apreció la significac­ión antisoviét­ica del mensaje que había recibido la vidente Lucía, escucharon misa, con una homilía elogiosa de su contribuci­ón a la salvación de tantas almas de las garras del marxismo, y comulgaron. Al regreso se detuvieron en Batalha, donde el patriotism­o del Generalísi­mo quizá se vería amortiguad­o ante su imponente monasterio, el recuerdo más simbólico de

la histórica victoria portuguesa en la batalla de Aljubarrot­a en el siglo xiv.

En los cinco días que duró la visita, le acompañó a muchos actos el presidente, Óscar Carmona. Pero Franco mantuvo, además, varias reuniones y encuentros, casi siempre con los embajadore­s presentes. La represión que se ejercía en los dos países era similar, pero, mientras España seguía marcada internacio­nalmente por la Guerra Civil y su mayor vinculació­n al Eje, Portugal mantenía una imagen menos estigmatiz­ada, gracias a su relación histórica con Gran Bretaña y una cierta apariencia democrátic­a que el régimen conservaba. Portugal era miembro fundador de la OTAN, celebraba elecciones presidenci­ales cada cinco años y mantenía las formas tradiciona­les en la constituci­ón del gobierno, siempre con el maquiavéli­co Salazar moviendo los hilos en la sombra para retener el poder.

Lo que sabemos y lo que no

No ha trascendid­o gran cosa sobre las conversaci­ones entre los dictadores. Consta que analizaron la situación mundial, que cada vez les era más hostil, y pasaron revista a las cuestiones bilaterale­s. A los dos les preocupaba el rechazo internacio­nal y la proliferac­ión en ambos países de movimiento­s clandestin­os que intentaban minar sus gobiernos. Portugal todavía no sentía la amenaza y los efectos de las guerras coloniales. A Franco le inquietaba de manera especial la presencia del conde de Barcelona en Estoril, y, aunque no fue confirmado, no sorprender­ía que le hubiese pedido a Salazar que le mantuviera vigilado. De hecho, en 1974, durante la Revolución de los Claveles, la revisión de los archivos de la PIDE, la policía política del régimen, reveló que el conductor de confianza que don Juan había tenido durante varios años era un agente que informaba puntualmen­te de sus movimiento­s.

Los dos dictadores eran reservados, y los periodista­s que cubrieron la visita en ambos países –sobre todo, sus detalles de color– no tuvieron acceso a más fuentes de informació­n que las oficiales. Tras aquel encuentro, ya en las décadas de los cincuenta y los sesenta, Franco y Salazar se reunieron en varias ocasiones, pero siempre en territorio español. A Portugal le había surgido el problema de las guerras independen­tistas en las colonias, y sufría la ruptura de relaciones con muchos países. La España de Franco era uno de los escasos países que le brindaban apoyo. Franco murió en 1975, tras casi cuarenta años de poder absoluto, sin haber viajado en avión y habiendo pasado fuera del territorio español menos de una semana.

 ??  ?? EL DICTADOR portugués António de Oliveira Salazar (2.º por la dcha.) se entrevista con Franco. Sevilla, 1942.
EL DICTADOR portugués António de Oliveira Salazar (2.º por la dcha.) se entrevista con Franco. Sevilla, 1942.
 ??  ?? FRANCO con el italiano Benito Mussolini en su entrevista en Bordighera, febrero de 1941.
FRANCO con el italiano Benito Mussolini en su entrevista en Bordighera, febrero de 1941.
 ??  ?? SERRANO SÚÑER en Berlín, 1940. En la pág. anterior, Hitler y Franco en Hendaya ese mismo año.
SERRANO SÚÑER en Berlín, 1940. En la pág. anterior, Hitler y Franco en Hendaya ese mismo año.
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 ??  ?? EL PALACIO de Queluz, que acoge a los jefes de Estado extranjero­s en sus visitas a Portugal.
EL PALACIO de Queluz, que acoge a los jefes de Estado extranjero­s en sus visitas a Portugal.

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