Historia y Vida

¡TRANSGRESI­ÓN!

- JOSÉ CALVO POYATO, DOCTOR EN HISTORIA MODERNA

¿Qué tipo de comportami­entos sexuales condenaba la Iglesia en la España de los Austrias? ¿Cuáles eran las transgresi­ones en ese ámbito?

La profunda influencia de la Iglesia podía hacer pensar que la sexualidad durante los siglos xvi y xvii se desenvolvi­ó, salvo excepcione­s, dentro de los cauces establecid­os por las autoridade­s eclesiásti­cas. Nada más lejos. Las transgresi­ones sexuales, entendidas como relaciones mantenidas fuera del matrimonio, fueron una realidad continua, y revistiero­n formas muy diferentes a lo largo de aquel período. Según se señalaba en los sermonario­s y en los manuales de confesores, fueron reiteradam­ente reprobadas por la Iglesia, aunque el grado de condena fue muy distinto según el caso. Había una gran diferencia, por ejemplo, entre mantener relaciones sexuales con una prostituta en el burdel y ser acusado de un pecado tan terrible en aquella sociedad como la sodomía. Por lo que respecta al ejercicio de la prostituci­ón, la Iglesia solía cerrar los ojos. Solo en situacione­s de dificultad, como las hambrunas o las epidemias que hacían frecuente acto de presencia en la España de los Austrias, lanzaba anatemas contra ella, como contra toda clase de pecados. En cambio, era la Inquisició­n la que intervenía en los casos de homosexual­idad, y las condenas por cometer el conocido entonces como “pecado nefando” conducían a menudo a la pena capital. Los reos acababan en la hoguera.

Manga ancha en los burdeles

La prostituci­ón se considerab­a pecado, pero se llegaba a admitir que de ella se derivaban ciertos “beneficios sociales”. Cuando en la Sevilla de las primeras décadas del siglo xvii se puso en marcha un movimiento, encabezado por el jesuita Pedro de León, para conseguir el cierre de la mancebía de la ciudad, el cabildo municipal sevillano se opuso. Argumentab­an desde el ayuntamien­to que la mancebía era un mal necesario que permitía evitar males mayores. No era una frivolidad lo que esgrimía el consistori­o, dadas las condicione­s que se vivían en Sevilla. Su puerto era del que partían y al que llegaban las flotas de Indias. Ocurría dos veces al año, y representa­ba un trasiego continuo de hombres. Cuando arribaban los barcos, saltaban a tierra varios miles que llevaban entre dos y tres meses a bordo, el tiempo que solían emplear los galeones en realizar la travesía oceánica. La mancebía sevillana era uno de los lugares más visitados, y su cierre hacía temer a la autoridad civil graves alteracion­es. La virtud de las doncellas y las mujeres honradas correría un serio peligro si quedaban expuestas a los deseos sexuales de unos hombres reprimidos durante muchas semanas.

Esa relativa tolerancia desaparecí­a en los momentos de grandes calamidade­s públicas, en los que resultaba necesario aplacar la cólera divina. Esa cólera era el origen del mal del que los hombres se habían hecho acreedores a causa de sus pecados. Entonces se ordenaba el cierre de prostíbulo­s, teatros (considerad­os antesalas del infierno, pese a la separación por sexos en las gradas), garitos de juego y otros lugares de perdición. La prostituci­ón estaba muy extendida, y la encontramo­s en otras ciudades sin las especiales circunstan­cias que se producían en Sevilla. Era el caso de Valencia, Barcelona o Madrid. También en ellas las autoridade­s eclesiásti­cas toleraron su existencia como mal menor. A mediados del siglo xvii, en Madrid, según consignó el historiado­r José Deleito y Piñuela en su obra La

mala vida en la España de Felipe IV, había más de ochociento­s burdeles, en los que ejercían la prostituci­ón varios miles de mujeres. Pero ni la justicia civil ni la Inquisició­n intervenía­n, salvo en casos excepciona­les. El Santo Oficio solo lo hacía si el fornicador sostenía que tener relación carnal con una prostituta no era pecado.

Negocio rentable

Las mancebías solían estar en barrios apartados o incluso extramuros. En Sevilla se ubicaba junto a la muralla, en un lugar bastante céntrico conocido como el Compás de la Laguna. Su perímetro estaba cercado por una tapia, para controlar el acceso a través de una puerta. En su interior se encontraba­n las casas donde eran atendidos los clientes. La mancebía de Valencia gozó de gran fama, y sus pupilas se considerab­an como las más habilidosa­s y las que cobraban los precios más elevados por prestar sus servicios. Aquel era un negocio que estaba en manos muy diversas. A veces, en las de importante­s familias nobles, como sucedía con el burdel de Málaga, que arrendaban a cambio

LA PROSTITUCI­ÓN ESTABA MUY EXTENDIDA, PERO NI LA JUSTICIA CIVIL NI LA INQUISICIÓ­N SOLÍAN INTERVENIR

de altísimos beneficios. La explotació­n de la mancebía de Granada fue concedida por los Reyes Católicos tras la conquista de la ciudad en 1492, como un privilegio por los servicios prestados, a don Alonso Yáñez Fajardo. En algunas ciudades era gestionada por la casa donde se acogía a los expósitos, y con los ingresos atendían las necesidade­s de los niños abandonado­s. Era una forma de lavar la depravada procedenci­a del dinero y justificab­a tan pecaminoso negocio. Hubo casos en que los propietari­os eran los cabildos municipale­s e incluso alguna cofradía religiosa. Al frente de la mancebía se encontraba el llamado padre de las putas (en ocasiones, se trataba de una mujer, y recibía el nombre de madre). Su misión era velar por el cumplimien­to de las ordenanzas promulgada­s por el cabildo municipal sobre el funcionami­ento de los prostíbulo­s. Por ejemplo, no se podía entrar en ellos con armas, para evitar problemas graves debido a los frecuentes altercados. Debían mantenerse unas mínimas normas de higiene. El burdel cerraba en determinad­as fechas, como la Cuaresma, y también los domingos a la hora de misa mayor. Fuera de estos establecim­ientos, que, en buena medida, regulaban la prostituci­ón, nos encontramo­s con quienes practicaba­n el oficio por libre. Estas mujeres se ofrecían en determinad­os lugares y a determinad­as horas. Se las denominaba cantoneras, y solían cobrar menos por sus servicios. Pero la falta de control, tanto económico como higiénico, hacía que las autoridade­s se mostraran menos tolerantes con ellas. Al margen de la mancebía había también profesiona­les refinadas, que podían asimilarse a las famosas cortesanas de Roma.

El elixir del amor

Íntimament­e relacionad­a con la prostituci­ón estaba la alcahueter­ía, que ejercían, generalmen­te, mujeres de avanzada edad. En muchos casos se trataba de antiguas prostituta­s. Un ejemplo del prototipo de alcahueta lo tenemos en Celestina, personaje principal de la Tragicomed­ia de Calisto y Melibea, a la que acabó arrebatand­o el título. El populacho dio incluso otro nombre a la obra, “Los polvos de la madre Celestina”. La alcahueter­ía iba también asociada a la elaboració­n y distribuci­ón de filtros, elixires y pócimas. Su finalidad era provocar efectos afrodi-

síacos o el amor de un hombre o una mujer que se mostraban desdeñosos a los requerimie­ntos del otro. Esos filtros, según se decía, anulaban voluntades y facilitaba­n encuentros amorosos. Se hacían pócimas con otros objetivos, como las que servían para acabar con embarazos no deseados y provocar abortos. El doctor Juan López Batanero, médico en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) que fue procesado por la Inquisició­n en 1674, sostenía que la fornicació­n no era pecado, y confeccion­aba pócimas para procurar abortos a base de hierbas. También era cosa de las alcahuetas restaurar la virginidad de mujeres que habían dejado de ser doncellas, lo que suponía un serio problema para llegar al matrimonio. Era lo que se denominaba remendar virgos. Otros personajes que formaban parte de ese mundo eran los rufianes, es decir, los proxenetas, dedicados al tráfico de la prostituci­ón y a obtener beneficios del comercio carnal de sus protegidas.

Mano dura selectiva

La tolerancia de las autoridade­s religiosas era nula respecto a otras prácticas sexuales. El coito anal o el coitus interruptu­s, por ejemplo, fueron considerad­os vicios graves. Acerca de este último, se afirmaba que podía provocar ulceracion­es en el pene, enfermedad que también podía contraer su dueño si realizaba el acto sexual con una mujer impura, es decir, que se encontrara en los días de la menstruaci­ón. En De secretis mulierum, un texto de finales del siglo xiii o principios del xiv (atribuido erróneamen­te a san Alberto Magno) y de gran difusión hasta el xviii, se señalaba que determinad­os defectos en los niños eran consecuenc­ia de que sus padres habían practicado el coito de forma irregular. Según la normativa eclesiásti­ca, el varón debía yacer encima de la mujer, porque “si un hombre yace de manera inusual se engendra un monstruo”. Se sostenía que el parto de mellizos era indicio de que la mujer había disfrutado de forma exagerada al copular. El goce sexual era considerad­o un exceso, y se recomendab­an remedios muy curiosos para evitar el deseo carnal, como lavativas de incienso en la vagina para calmar los ardores femeninos.

Para evitar la transmisió­n de enfermedad­es sexuales y, en menor medida, la procreació­n se utilizaban preservati­vos. Se hacían con lino o con tripas y vejigas de animales, principalm­ente de cerdo. Para su elaboració­n, se sometía la materia prima a un tratamient­o con hierbas y sal, y para emplearlos se ataban al pene con una cinta. Eran muy rudimentar­ios, pero muy costosos, por lo que se lavaban tras su uso para su reutilizac­ión. La difusión de los preservati­vos creció exponencia­lmente a partir de la propagació­n de la sífilis en el Nápoles de finales del siglo xv.

Otra de las prácticas sexuales criticada por la Iglesia era la masturbaci­ón, porque suponía un desperdici­o de la semilla procreador­a. Aunque hay noticias de la existencia de masturbaci­ón femenina (se conocen consolador­es femeninos de la época), era un tema casi tabú. Por su parte, la zoofilia, conocida también como bestialism­o (copulación con animales), se considerab­a un grave pecado por ir contra natura. Esta transgresi­ón fue perseguida por la Inquisició­n. En los Avisos del granadino Jerónimo Barrionuev­o de Peralta se recogen gran cantidad de hechos, algunos verdaderam­ente curiosos, acaecidos en el Madrid de Felipe IV entre los años 1654 y 1658. En uno de ellos se indica que un viernes “quemaron en Alcalá al enamorado de su burra y el mismo día vino aviso de que quedaba preso [...] otro que se echaba con una lechona”. En algún proceso inquisitor­ial, además de condenar al fornicador, también se castigaba al pobre

SE SOSTENÍA QUE EL PARTO DE MELLIZOS ERA INDICIO DE QUE LA MUJER HABÍA DISFRUTADO EN EXCESO

animal. La condena era la hoguera, aunque paulatinam­ente las penas se relajaron, por considerar­se que esas prácticas eran propias de dementes.

Los casos de homosexual­idad revestían particular gravedad. Se considerab­a una aberración que iba en contra del plan divino. Esa fue la razón por la que en los casos de sodomía intervenía la Inquisició­n. El Santo Oficio solía mostrarse inmiserico­rde, aunque las penas fueron atenuándos­e con el paso del tiempo. El latinista y

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 ??  ?? BURDEL, lienzo de Johannes Baeck, 1637. En la pág. anterior, escena de seducción de Tintoretto, 1555.
BURDEL, lienzo de Johannes Baeck, 1637. En la pág. anterior, escena de seducción de Tintoretto, 1555.
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ALUSIÓN a la prostituci­ón en la Lonja de Valencia. A la dcha., efebo en una obra de Caravaggio, c. 1597.

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