¡TRANSGRESIÓN!
¿Qué tipo de comportamientos sexuales condenaba la Iglesia en la España de los Austrias? ¿Cuáles eran las transgresiones en ese ámbito?
La profunda influencia de la Iglesia podía hacer pensar que la sexualidad durante los siglos xvi y xvii se desenvolvió, salvo excepciones, dentro de los cauces establecidos por las autoridades eclesiásticas. Nada más lejos. Las transgresiones sexuales, entendidas como relaciones mantenidas fuera del matrimonio, fueron una realidad continua, y revistieron formas muy diferentes a lo largo de aquel período. Según se señalaba en los sermonarios y en los manuales de confesores, fueron reiteradamente reprobadas por la Iglesia, aunque el grado de condena fue muy distinto según el caso. Había una gran diferencia, por ejemplo, entre mantener relaciones sexuales con una prostituta en el burdel y ser acusado de un pecado tan terrible en aquella sociedad como la sodomía. Por lo que respecta al ejercicio de la prostitución, la Iglesia solía cerrar los ojos. Solo en situaciones de dificultad, como las hambrunas o las epidemias que hacían frecuente acto de presencia en la España de los Austrias, lanzaba anatemas contra ella, como contra toda clase de pecados. En cambio, era la Inquisición la que intervenía en los casos de homosexualidad, y las condenas por cometer el conocido entonces como “pecado nefando” conducían a menudo a la pena capital. Los reos acababan en la hoguera.
Manga ancha en los burdeles
La prostitución se consideraba pecado, pero se llegaba a admitir que de ella se derivaban ciertos “beneficios sociales”. Cuando en la Sevilla de las primeras décadas del siglo xvii se puso en marcha un movimiento, encabezado por el jesuita Pedro de León, para conseguir el cierre de la mancebía de la ciudad, el cabildo municipal sevillano se opuso. Argumentaban desde el ayuntamiento que la mancebía era un mal necesario que permitía evitar males mayores. No era una frivolidad lo que esgrimía el consistorio, dadas las condiciones que se vivían en Sevilla. Su puerto era del que partían y al que llegaban las flotas de Indias. Ocurría dos veces al año, y representaba un trasiego continuo de hombres. Cuando arribaban los barcos, saltaban a tierra varios miles que llevaban entre dos y tres meses a bordo, el tiempo que solían emplear los galeones en realizar la travesía oceánica. La mancebía sevillana era uno de los lugares más visitados, y su cierre hacía temer a la autoridad civil graves alteraciones. La virtud de las doncellas y las mujeres honradas correría un serio peligro si quedaban expuestas a los deseos sexuales de unos hombres reprimidos durante muchas semanas.
Esa relativa tolerancia desaparecía en los momentos de grandes calamidades públicas, en los que resultaba necesario aplacar la cólera divina. Esa cólera era el origen del mal del que los hombres se habían hecho acreedores a causa de sus pecados. Entonces se ordenaba el cierre de prostíbulos, teatros (considerados antesalas del infierno, pese a la separación por sexos en las gradas), garitos de juego y otros lugares de perdición. La prostitución estaba muy extendida, y la encontramos en otras ciudades sin las especiales circunstancias que se producían en Sevilla. Era el caso de Valencia, Barcelona o Madrid. También en ellas las autoridades eclesiásticas toleraron su existencia como mal menor. A mediados del siglo xvii, en Madrid, según consignó el historiador José Deleito y Piñuela en su obra La
mala vida en la España de Felipe IV, había más de ochocientos burdeles, en los que ejercían la prostitución varios miles de mujeres. Pero ni la justicia civil ni la Inquisición intervenían, salvo en casos excepcionales. El Santo Oficio solo lo hacía si el fornicador sostenía que tener relación carnal con una prostituta no era pecado.
Negocio rentable
Las mancebías solían estar en barrios apartados o incluso extramuros. En Sevilla se ubicaba junto a la muralla, en un lugar bastante céntrico conocido como el Compás de la Laguna. Su perímetro estaba cercado por una tapia, para controlar el acceso a través de una puerta. En su interior se encontraban las casas donde eran atendidos los clientes. La mancebía de Valencia gozó de gran fama, y sus pupilas se consideraban como las más habilidosas y las que cobraban los precios más elevados por prestar sus servicios. Aquel era un negocio que estaba en manos muy diversas. A veces, en las de importantes familias nobles, como sucedía con el burdel de Málaga, que arrendaban a cambio
LA PROSTITUCIÓN ESTABA MUY EXTENDIDA, PERO NI LA JUSTICIA CIVIL NI LA INQUISICIÓN SOLÍAN INTERVENIR
de altísimos beneficios. La explotación de la mancebía de Granada fue concedida por los Reyes Católicos tras la conquista de la ciudad en 1492, como un privilegio por los servicios prestados, a don Alonso Yáñez Fajardo. En algunas ciudades era gestionada por la casa donde se acogía a los expósitos, y con los ingresos atendían las necesidades de los niños abandonados. Era una forma de lavar la depravada procedencia del dinero y justificaba tan pecaminoso negocio. Hubo casos en que los propietarios eran los cabildos municipales e incluso alguna cofradía religiosa. Al frente de la mancebía se encontraba el llamado padre de las putas (en ocasiones, se trataba de una mujer, y recibía el nombre de madre). Su misión era velar por el cumplimiento de las ordenanzas promulgadas por el cabildo municipal sobre el funcionamiento de los prostíbulos. Por ejemplo, no se podía entrar en ellos con armas, para evitar problemas graves debido a los frecuentes altercados. Debían mantenerse unas mínimas normas de higiene. El burdel cerraba en determinadas fechas, como la Cuaresma, y también los domingos a la hora de misa mayor. Fuera de estos establecimientos, que, en buena medida, regulaban la prostitución, nos encontramos con quienes practicaban el oficio por libre. Estas mujeres se ofrecían en determinados lugares y a determinadas horas. Se las denominaba cantoneras, y solían cobrar menos por sus servicios. Pero la falta de control, tanto económico como higiénico, hacía que las autoridades se mostraran menos tolerantes con ellas. Al margen de la mancebía había también profesionales refinadas, que podían asimilarse a las famosas cortesanas de Roma.
El elixir del amor
Íntimamente relacionada con la prostitución estaba la alcahuetería, que ejercían, generalmente, mujeres de avanzada edad. En muchos casos se trataba de antiguas prostitutas. Un ejemplo del prototipo de alcahueta lo tenemos en Celestina, personaje principal de la Tragicomedia de Calisto y Melibea, a la que acabó arrebatando el título. El populacho dio incluso otro nombre a la obra, “Los polvos de la madre Celestina”. La alcahuetería iba también asociada a la elaboración y distribución de filtros, elixires y pócimas. Su finalidad era provocar efectos afrodi-
síacos o el amor de un hombre o una mujer que se mostraban desdeñosos a los requerimientos del otro. Esos filtros, según se decía, anulaban voluntades y facilitaban encuentros amorosos. Se hacían pócimas con otros objetivos, como las que servían para acabar con embarazos no deseados y provocar abortos. El doctor Juan López Batanero, médico en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) que fue procesado por la Inquisición en 1674, sostenía que la fornicación no era pecado, y confeccionaba pócimas para procurar abortos a base de hierbas. También era cosa de las alcahuetas restaurar la virginidad de mujeres que habían dejado de ser doncellas, lo que suponía un serio problema para llegar al matrimonio. Era lo que se denominaba remendar virgos. Otros personajes que formaban parte de ese mundo eran los rufianes, es decir, los proxenetas, dedicados al tráfico de la prostitución y a obtener beneficios del comercio carnal de sus protegidas.
Mano dura selectiva
La tolerancia de las autoridades religiosas era nula respecto a otras prácticas sexuales. El coito anal o el coitus interruptus, por ejemplo, fueron considerados vicios graves. Acerca de este último, se afirmaba que podía provocar ulceraciones en el pene, enfermedad que también podía contraer su dueño si realizaba el acto sexual con una mujer impura, es decir, que se encontrara en los días de la menstruación. En De secretis mulierum, un texto de finales del siglo xiii o principios del xiv (atribuido erróneamente a san Alberto Magno) y de gran difusión hasta el xviii, se señalaba que determinados defectos en los niños eran consecuencia de que sus padres habían practicado el coito de forma irregular. Según la normativa eclesiástica, el varón debía yacer encima de la mujer, porque “si un hombre yace de manera inusual se engendra un monstruo”. Se sostenía que el parto de mellizos era indicio de que la mujer había disfrutado de forma exagerada al copular. El goce sexual era considerado un exceso, y se recomendaban remedios muy curiosos para evitar el deseo carnal, como lavativas de incienso en la vagina para calmar los ardores femeninos.
Para evitar la transmisión de enfermedades sexuales y, en menor medida, la procreación se utilizaban preservativos. Se hacían con lino o con tripas y vejigas de animales, principalmente de cerdo. Para su elaboración, se sometía la materia prima a un tratamiento con hierbas y sal, y para emplearlos se ataban al pene con una cinta. Eran muy rudimentarios, pero muy costosos, por lo que se lavaban tras su uso para su reutilización. La difusión de los preservativos creció exponencialmente a partir de la propagación de la sífilis en el Nápoles de finales del siglo xv.
Otra de las prácticas sexuales criticada por la Iglesia era la masturbación, porque suponía un desperdicio de la semilla procreadora. Aunque hay noticias de la existencia de masturbación femenina (se conocen consoladores femeninos de la época), era un tema casi tabú. Por su parte, la zoofilia, conocida también como bestialismo (copulación con animales), se consideraba un grave pecado por ir contra natura. Esta transgresión fue perseguida por la Inquisición. En los Avisos del granadino Jerónimo Barrionuevo de Peralta se recogen gran cantidad de hechos, algunos verdaderamente curiosos, acaecidos en el Madrid de Felipe IV entre los años 1654 y 1658. En uno de ellos se indica que un viernes “quemaron en Alcalá al enamorado de su burra y el mismo día vino aviso de que quedaba preso [...] otro que se echaba con una lechona”. En algún proceso inquisitorial, además de condenar al fornicador, también se castigaba al pobre
SE SOSTENÍA QUE EL PARTO DE MELLIZOS ERA INDICIO DE QUE LA MUJER HABÍA DISFRUTADO EN EXCESO
animal. La condena era la hoguera, aunque paulatinamente las penas se relajaron, por considerarse que esas prácticas eran propias de dementes.
Los casos de homosexualidad revestían particular gravedad. Se consideraba una aberración que iba en contra del plan divino. Esa fue la razón por la que en los casos de sodomía intervenía la Inquisición. El Santo Oficio solía mostrarse inmisericorde, aunque las penas fueron atenuándose con el paso del tiempo. El latinista y