Hollywood va a la guerra
La industria del cine se puso al servicio del esfuerzo bélico de EE. UU. en la lucha contra las potencias del Eje.
El 6 de mayo de 1939 se estrenó en Estados Unidos Confesiones de un espía nazi, la primera película explícitamente antifascista producida por un gran estudio de Hollywood, Warner Bros. A pesar de que las cinco majors que dominaban la industria del cine durante los años treinta habían sido fundadas por empresarios judíos procedentes del centro y este de Europa –Metro-goldwyn-mayer, Twentieth Century Fox, Paramount, Warner Bros. y una parte de la RKO–, ninguna se había atrevido a producir películas en las que se criticara abiertamente el régimen totalitario y antisemita de Hitler. Tampoco lo hicieron otras compañías
más pequeñas pero muy pujantes, como Universal o Columbia, también creadas por emigrantes judíos. ¿Por qué este silencio? La razón hay que buscarla en la particular idiosincrasia de la industria del cine estadounidense. El Hollywood de la edad dorada era un negocio del entretenimiento dirigido por empresarios cautelosos, que ocultaban su condición de emigrantes judíos para no ser señalados y evitaban las controversias políticas por temor a que les perjudicaran económicamente. Alemania estaba gobernada por un dictador antisemita que entrañaba una amenaza para las democracias occidentales. Sin embargo, también era un importante mercado al que Hollywood no estaba dispuesto a renunciar. Durante el ascenso del nazismo, los estudios incluso llegaron a censurar sus películas para adecuarlas al nuevo marco ideológico alemán. El caso más flagrante fue el de Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), un drama antibelicista boicoteado por militantes nazis, con el futuro ministro de Propaganda Joseph Goebbels a la cabeza, que la Universal sometió a un segundo montaje para conseguir que se estrenara. Lo paradójico de este caso es que el dueño del estudio, Carl Laemmle, era un empresario judío nacido en Alemania. Warner Bros. fue la excepción. A diferencia de los demás propietarios de estudios, la mayoría republicanos conservadores, los hermanos Warner apoyaron al demócrata Franklin D. Roosevelt y su política del New Deal. Su postura frente al régimen de Hitler fue clara desde el principio: cerraron sus oficinas en Alemania, se unieron a la Liga Antinazi de Hollywood (fundada en 1936) y expresaron su apoyo al intervencionismo cuando estalló la guerra. Sin embargo, en la pantalla su compromiso no fue tan decidido. Temían que producir una película abiertamente antinazi, de un “antifascismo prematuro”, como se denominaba en la época, les trajera problemas. Y así fue. Confesiones de un espía nazi, dirigida por el también judío Anatole Litvak, provocó fuertes reacciones en contra. El estreno fue boicoteado en salas del Medio Oeste (donde había mucha población de origen alemán), los Warner fueron amenazados de muerte por simpatizantes nazis y el filme recibió críticas de congresistas de Washington, que lo acusaron de “difamar a un país amigo”.
LOS GRANDES ESTUDIOS FUERON CAUTELOSOS EN EL ASCENSO DEL NAZISMO, A EXCEPCIÓN DE LA WARNER
Como era de esperar, la película fue prohibida en Alemania. Pero también en Japón, Italia, España y varios países más de Europa y Latinoamérica.
No a la guerra
Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la opinión pública estadounidense se dividió entre aislacionistas (la gran mayoría, según los sondeos) e intervencionistas. Aunque Hollywood seguía prefiriendo hacer un cine escapista y poco comprometido políticamente, el debate sobre la intervención provocó que algunos estudios perdieran el miedo a posicionarse. Metro-goldwyn-mayer, la compañía que presumía de tener “más estrellas que el cielo”, estrenó Tormenta mortal (Frank Borzage, 1940), un drama que narraba las consecuencias de la llegada del nazismo en un pequeño pueblo de Alemania. La película causó tanta indignación en el gobierno alemán que Goebbels decidió prohibir todos los filmes de la MGM en el Reich. Poco después se estrenaron tres títulos antifascistas que estuvieron entre los más taquilleros de esos años: Enviado especial (Alfred Hitchcock, 1940), un thriller de espionaje que contenía un claro mensaje intervencionista (Hitchcock era inglés); El gran dictador (Charles Chaplin, 1940), la célebre sátira sobre Hitler y Mussolini en la que, por primera vez, se hacía una referencia explícita a la persecución de los judíos; y El sargento York (Howard Hawks, 1941), una llamada al intervencionismo a través de la ejemplarizante historia de un héroe de la Primera Guerra Mundial.
Dos meses después del estreno de esta última cinta, el 7 de diciembre de 1941, la guerra dejó de ser una cuestión extranjera. El ataque a Pearl Harbor por parte de la aviación japonesa forzó a Estados Unidos a entrar en el conflicto. A partir de esa fecha, la industria cinematográfica comenzó a colaborar con el gobierno realizando numerosos filmes de propaganda bélica, algunos tan populares como Casablanca (1942), Yanqui Dandy (1942) u Objetivo: Birmania (1945). Para coordinar la producción de información propagandística se creó la Office of War Information (OWI).
TRAS PEARL HARBOR, HOLLYWOOD COMENZÓ A COLABORAR CON EL GOBIERNO EN FILMES DE PROPAGANDA BÉLICA
Su vicepresidente era Robert E. Sherwood, reputado guionista de Hollywood (El bosque petrificado, Rebeca) y redactor de los discursos del presidente Roosevelt. La OWI tenía un departamento específico de cine, el Bureau of Motion Pictures. Sus cometidos eran principalmente dos: asesorar ideológicamente a los estudios, para que los contenidos de sus películas estu-
vieran en sintonía con las necesidades bélicas del país, y animarles a que se sumaran al esfuerzo de guerra, produciendo filmes de carácter patriótico y con valores democráticos. Para ello se creó un manual informativo en el que se enumeraban las “preguntas que todo productor debía hacerse”. La principal: “¿Esta película nos ayudará a ganar la guerra?”. Aunque la agencia no tenía poderes ejecutivos, sus directrices fueron en general bien recibidas en Hollywood. Salvo el caso de Paramount, que se mostró reacia a la intromisión de las autoridades militares, los demás estudios acataron gustosamente las normas. Algunos, como Twentieth Century Fox, incluso las incluyeron como parte de su reglamento interno. El “compromiso” de esta compañía llegó a tales extremos que tuvo que ser atemperado por la propia OWI. En 1942, la Fox estrenó Little Tokyo, U.S.A. (Otto Broker, 1942), un thriller sobre una trama criminal de espías japoneses que irradiaba un intenso racismo hacia la comunidad nipona de Estados Unidos. Su descaro fue tal que incluso rodaron escenas en Chinatown como si fuera el gueto japonés de Los Ángeles. No les importó demasiado que todos los letreros estuvieran en chino. El racismo era un tema que preocupaba especialmente a la OWI. Aun cuando el gobierno estuviera internando en campos de concentración a los estadounidenses de origen nipón (conocidos como nisei), no deseaban que desde el cine se fomentara la idea de que el país estaba librando una guerra racial, como defendía el enemigo. La guerra debía ser presentada como un combate ideológico, una lucha entre la democracia y el totalitarismo. También, dados los miles de afroamericanos movilizados por el Ejército (unos 875.000) y las revueltas que se estaban produciendo en centros industriales como Detroit (a
PARAMOUNT FUE LA ÚNICA MAJOR QUE SE MOSTRÓ REACIA A LA INTROMISIÓN DE LAS AUTORIDADES MILITARES
causa de la explotación de la mano de obra negra con la excusa del esfuerzo bélico), la OWI intentó evitar que las películas de Hollywood siguieran alimentando los estereotipos racistas sobre los negros. Con este objetivo produjeron The Negro Soldier (Stuart Heisler, 1944), un documental en el que se ensalzaba el papel de los afroamericanos en la guerra. A pesar de su tono condescendiente, la película, ampliamente difundida por todo el país, fue saludada por la intelectualidad afroamericana como un primer intento digno de reflejar la realidad de su comunidad.
Directores al frente
The Negro Soldier fue uno más de las decenas de documentales que el ejército de EE. UU. encargó a cineastas de Hollywood durante la contienda. John Ford, director de éxitos como La diligencia (1939) o Las uvas de la ira (1940) y experto navegante, fue uno de los primeros en alistarse. En 1939, por iniciativa propia, creó una unidad naval fotográfica con el objetivo de
rodar documentales y realizar fotografías de reconocimiento. Aunque algunos altos mandos se mostraron reacios a que los profesionales de Hollywood se inmiscuyeran en las tareas del Ejército, la unidad de Ford fue incluida como parte de la Office of Strategic Services, el servicio de inteligencia de EE. UU., antecesor de la CIA. En 1942 le encomendaron su primera misión. Debía trasladarse a las islas Midway, cerca de Hawái, para documentar un posible ataque japonés que los servicios de inteligencia creían que se podría producir contra su base naval. Y así fue. La llegada de Ford coincidió con el ataque. Subido a una plataforma elevada (una posición óptima para captar imágenes, pero muy desprotegida frente al fuego enemigo), el director pudo filmar la que sería la primera victoria estadounidense en la guerra. Consiguió imágenes nunca vistas, aunque también una herida de metralla en el antebrazo. Al volver a EE. UU., Ford ideó una estratagema para evitar intromisiones en el resultado final. Poco antes de proyectar la película en la Casa Blanca, intercaló en el montaje imágenes del hijo de Roosevelt, que estaba luchando en el Pacífico. El presidente, visiblemente emocionado, comentó: “Quiero que todo estadounidense vea esta película cuanto antes”. La batalla de Midway (1942) se proyectó tal como la había concebido Ford en las salas de cine de todo el país. Fue la primera vez que el público estadounidense pudo ver la guerra en color y con imágenes reales. La repercusión del filme fue tan grande que Hollywood, que nunca antes se había interesado por los documentales, creó una categoría exclusiva para este género en su ceremonia anual de los Óscar. Además de Ford, que seguiría colaborando con la Marina hasta casi el final de la guerra, hubo otros directores que fueron a rodar al frente. John Huston, que acababa de debutar con la exitosa El halcón maltés (1941), fue enviado a las remotas
LA BATALLA DE MIDWAY PERMITIÓ A LOS AMERICANOS VER LA GUERRA EN COLOR Y CON IMÁGENES REALES
islas Aleutianas, el único territorio estadounidense que había sido invadido por Japón. Allí rodó Informe desde las Aleutianas (1943), un documental en el que se reflejaba la tensión a la que estaban sometidos los soldados durante la espera para entrar en combate. Una vez que se inició la batalla, Huston no dudó en subirse a un bombardero para rodar el enfrentamiento desde el aire. Según cuenta en sus memorias (Espasa, 1998), vio morir a varios soldados cerca de él. Este hecho influiría en la concepción de su siguiente documental. San Pietro (1945), rodado durante la campaña italiana, incluía numerosas imágenes de soldados muertos. Esta crudeza tan inusual (los caídos apenas estaban presentes en las películas) causó un fuerte rechazo entre las autoridades militares. Acusaron a Huston de haber hecho un filme antibelicista y decidieron no estrenarlo por considerar que desalentaría a las tropas. Solo la intervención del general George Marshall, que lo había visto en un pase privado y le pareció que su realismo ayudaría a preparar psicológicamente a los soldados, hizo que el Departamento de Guerra cambiara de opinión. William Wyler, el futuro director de clásicos como Vacaciones en Roma (1953) o Ben-hur (1959), también tuvo una participación destacada. En su caso, el grado de implicación estuvo muy influido por sus orígenes. Wyler, cuyo verdadero nombre era Wilhelm Weiller, provenía de una familia judía suizo-alemana. Había nacido en Alsacia, que estaba en esos momentos en manos de los nazis y donde aún tenía parientes. Tras realizar un largometraje sobre la guerra ambientado en Inglaterra, el oscarizado La señora Miniver (1942), Wyler se trasladó a Londres para filmar The Memphis Belle (1944), un vibrante documental sobre la última misión del bombardero B-17 Memphis Belle, el primero en completar las veinticinco misiones marcadas
EN SAN PIETRO, HUSTON INCLUYÓ IMÁGENES DE SOLDADOS MUERTOS, LO QUE CAUSÓ EL RECHAZO INICIAL DE LOS MILITARES
por la Aviación antes de poder ser relevado del servicio. De Londres viajó hasta Italia, donde filmó la liberación de Roma, y más tarde a París. Desde allí se trasladó a Mulhouse, su ciudad natal. Wyler quiso averiguar qué había sido de sus parientes y amigos. No tardó en saberlo: todos habían sido deportados. Más tarde volvió a Italia para terminar otro documental sobre la Aviación, Thunderbolt (1947), que había comenzado meses atrás. Esta vez el rodaje no fue tan bien. A bordo de un caza P-47, el director sufrió un desmayo a causa de la falta de oxígeno y el fuerte ruido. Al despertar, se había quedado sordo de un oído. Regresó a Hollywood como un veterano inválido. Meses después rodaría una de las mejores películas sobre la vuelta a casa de los excombatientes: Los mejores años de nuestra vida (1946).
¿Por qué luchamos?
No todos los directores fueron a rodar al frente. Algunos, como el caso de Frank Capra, lo hicieron desde Hollywood. Capra era una excepción dentro de la indus-
tria del cine. En la década de los treinta, Hollywood estaba dominado por el star system. El público apenas conocía el nombre de los directores. Sin embargo, Capra era una figura pública. Su nombre aparecía antes del título de sus películas, encadenaba un éxito tras otro (Sucedió una noche, El secreto de vivir, Caballero sin espada), ganaba premios Óscar de forma casi consecutiva (tres en solo cinco años) y su rostro aparecía en portadas como la revista Time o el New York Herald Tribune, que lo calificó como “la figura más importante del cine en la actualidad”. Capra era también conocido por su veleidad ideológica. En 1935, durante un viaje a Italia (era de origen siciliano), alabó a Mussolini, quien le ofreció un millón de dólares si rodaba su biografía. Cuatro años después, tras una entrevista con Roosevelt, se convirtió en un firme demócrata favorable a la intervención en la guerra. En 1942, Capra fue requerido por el gobierno para realizar una serie de documentales didácticos que explicaran a las tropas y a la ciudadanía por qué estaban
CAPRA HIZO USO DE LA PROPAGANDA NAZI PARA ESTIMULAR EL PATRIOTISMO DE LA SOCIEDAD AMERICANA
luchando. Para ello, el director solicitó ver El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935), el célebre documental propagandístico nazi. Capra, profundamente impresionado por la capacidad de persuasión del filme, decidió utilizar la propaganda confiscada al enemigo –noticiarios, documentales, largometrajes de ficción– como base para sus películas. De esta forma creó Why We Fight (1942-45), una serie de siete documentales que, por medio de un exhaustivo trabajo de documentación (también incluyó material de los aliados) y una astuta labor de montaje (que cambiaba el sentido original de las imágenes), consiguieron aleccionar a la población y atacar ideológicamente al enemigo utilizando sus propias armas. En la serie también colaboró el estudio de Walt Disney (muy activo durante la contienda), realizando animaciones y mapas explicativos. Las películas cumplieron su objetivo. Demostraron ser una herramienta muy útil para estimular el patriotismo de la sociedad y acabar con sus reticencias con respecto a la guerra. Sobre todo en sus dos aspectos: la intervención en Europa y la alianza con la Unión Soviética.
Filmar el Día D
El 6 de junio de 1944 se produjo el desembarco de Normandía. Entre los cientos de miles de soldados que llegaron a la costa francesa se encontraban dos directores de Hollywood: John Ford y un cineasta conocido por sus musicales con Fred Astaire y Ginger Rogers, George Stevens. El futuro director de Gigante (1956) o El diario de Ana Frank (1959) fue uno de los últimos en alistarse, pero su labor sería enormemente relevante. Junto a Ford y un numeroso equipo de operadores de cámara y sonido, filmó la mayor operación militar de la guerra. Las imágenes que captó el grupo fueron excepcionales. Pero tenían un inconveniente: eran brutales. La cantidad de heridos y muertos que aparecían flotando en el mar o amontonados en las playas hizo que solo se pudiera utilizar una mínima parte de ellas para su difusión. A Ford le afectó mucho aquella devastación. Tras la batalla, se encerró en la casa donde se alojaban los oficiales y estuvo bebiendo alcohol tres días seguidos. Fue su último servicio en la guerra. Quien sí continuó fue Stevens. El director acompañó a las tropas en su avance hacia París, donde filmó su liberación, y luego hasta Alemania. Su objetivo era documentar el fin de la guerra, la alegría de la gente a su paso por las ciudades liberadas y los esfuerzos de los soldados por derrotar al enemigo. Lo que no esperaba era encontrase cara a cara con el más absoluto de los horrores. A finales de abril de 1945 entró con su equipo en Dachau, un campo de concentración cerca de Múnich. Lo que allí vio le cambió la vida para siempre. Como comentaría años más tarde, se sintió profundamente consternado. Quería salir de allí, pero tuvo que sobreponerse para dejar constancia de aquel horror. Estaba convencido de que
lo que estaba filmando podría tener una importancia trascendental en el futuro. Y así fue. Las durísimas imágenes que rodó Stevens en Dachau fueron utilizadas como pruebas documentales en los juicios de Núremberg. Su inclusión resultó decisiva para condenar a los acusados. El último director en prestar sus servicios fue Billy Wilder. El prometedor cineasta, que acababa de ser nominado al Óscar por su tercera película en Hollywood, Perdición (1944), fue enviado a Berlín al finalizar la guerra. Wilder, judío de origen austríaco que había huido de la capital alemana tras el ascenso de Hitler, fue elegido por su conocimiento de la lengua y la cultura germanas. Al director le encomendaron la misión de colaborar con el gobierno de ocupación en las tareas de “desnazificación”. Los alemanes debían asumir su culpa, y una forma de conseguirlo era enfrentarlos con las atrocidades que habían perpetrado sus compatriotas. Para ello, Wilder supervisó la realización de Death Mills (1945), un documental sobre los campos de exterminio que fue de visión obligatoria en el sector estadounidense de Alemania. El director se pasó horas revisando imágenes de los campos. Cuando años después le preguntaron sobre este trabajo, comentó que lo vivió con gran angustia. Entre los miles de cadáveres que tuvo que ver, temía encontrarse con dos: los de su abuela y su madre. Wilder sospechaba que habían muerto en los campos, como después se confirmó. Su experiencia durante esos meses inspiró su famosa frase: “Los pesimistas acabaron en Hollywood, y los optimistas, en Auschwitz”.