Historia y Vida

Una trans en el ejército

Antes de Antonio de Erauso fue Catalina. La que sería conocida como “la monja alférez” rompió todos los estereotip­os sexuales del siglo xvii.

- E. Garrido, periodista.

En su retrato más conocido, un óleo sin firmar fechado en 1630, Catalina de Erauso aparece con atuendo soldadesco: golilla, alzacuello de hierro y coletillo de ante. Aunque de rostro imberbe, su mirada adusta refleja un aspecto recio y varonil que trasluce una expresión agresiva. Durante siglos, el retrato se atribuyó al artista sevillano Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez. Tras una reciente restauraci­ón, se ha determinad­o la autoría en el pintor madrileño Juan van der Hamen y León.

Figura legendaria y sin duda novelesca, a medio camino entre la realidad y la ficción, el oxímoron de su seudónimo, monja alférez, nos remite a esa doble vertiente que la acompañará en tantas facetas de su vida. Ni la fecha de su nacimiento está clara. En su autobiogra­fía dice haber venido al mundo en 1585, pero según la fe de bautismo conservada nació en San Sebastián en el año 1592. Fue en el seno de una familia acomodada y religiosa. Su padre, hombre de mar y de pluma, se alistó en 1587 en la nao María San Juan, que formó parte de la Armada Invencible.

De monja a pícaro

A muy temprana edad, junto con sus hermanas, Catalina ingresa en el convento de San Sebastián el Antiguo de las madres dominicas, cuya priora es una tía suya. Años después fue trasladada a otro convento, más estricto, de la misma ciudad. En los once años que permaneció en total con las monjas, recibió cierta formación y aprendió latín. Poco antes de ordenarse huye del convento, al parecer tras un altercado, tal como lo relata ella misma: “Estando en el año de noviciado, ya cerca del fin, se me ocurrió una reyerta con una monja profesa llamada doña Catalina de Aliri, que viuda entró y profesó, la cual era robusta, y yo muchacha; me maltrató de manos, y yo lo sentí”. Deambula por el monte comiendo apenas manzanas y, como puede, se corta el pelo y transforma su hábito en un traje de hombre. A partir de este momento, salvo en contadas excepcione­s, no volverá a mostrarse como mujer. Vivió la mayor parte de su vida bajo el nombre de Antonio Erau so, soldado, aventurero, conquistad­or y vividor. Inicia así su nueva vida como prófugo. El período entre su escapada del convento y su partida al Nuevo Mundo queda perfectame­nte enmarcado en lo que sería la vida de un pícaro de la literatura española del Siglo de Oro.

Llega hasta Vitoria y después a Valladolid, donde servirá como paje, bajo el nombre de Francisco Loyola, a don Juan de Idiáquez, secretario del rey. Siete meses después, llega su padre de visita a casa de Idiáquez, de quien era amigo, y Catalina, ante el temor de ser descubiert­a, decide huir. Pasa por Bilbao, donde permanece un mes en prisión, acusada de propinar una pedrada a un sujeto que se mofaba de ella. En Estella se queda dos años al servi cio de un caballero de la orden de Santiago, y de ahí vuelve a su ciudad natal, donde sirve tres meses en casa de su tía doña Úrsula de Zarauz sin ser reconocida. Más de un domingo asiste a misa en el convento del que había huido para, a escondidas, ver a sus padres y hermanos.

El Nuevo Mundo

Todos sus hermanos varones fueron militares, y al menos tres de ellos vivieron y murieron en América. Catalina, como si quisiera ser uno más, y llevada por la misma inquietud que muchos vascos de aquella época, se lanza a la aventura. Viaja a Sevilla y de ahí a Cádiz, donde se enrola como grumete en un galeón hacia el Nuevo Mundo. El capitán, otro tío su

yo, tampoco la reconoce. En palabras de la propia Catalina: “Partimos de Sanlúcar, lunes Santo, año de 1603”.

Una vez atracado el barco en el primer puerto sudamerica­no, Catalina aprovecha para robarle a su tío 500 pesos y huye. Dicha cantidad era muy considerab­le, si tenemos en cuenta que, en uno de los primeros trabajos que consigue, su sueldo se fija en 600 pesos al año. Poco después conoce a Juan de Urquiza, rico mercader en Trujillo, a cuyo servicio permanecer­á tres meses. Desde su llegada a América, Erauso entra en contacto con esa especie de hermandad o red de ayuda mutua que constituye­n los vascos en el Nuevo Mundo, lo que le facilitará mucho las cosas a lo largo de todo su periplo. Catalina era de estatura grande y no tenía pecho, gracias, según contó ella misma, a un emplasto que le había facilitado un italiano. Desde el primer momento exhibe un comportami­ento masculino, asociado al conquistad­or español llegado a aquellas tierras, del que hace gala de manera impulsiva y agresiva ante “insultos al orgullo y al honor, problemas de faldas, guerras de conquista, altercados en el juego, duelos, enfrentami­entos con ladrones y bandoleros...”, tal como reseña la historiado­ra Aránzazu Borrachero.

Ese carácter altivo y poco dado a soportar afrentas, junto a su gran afición por los juegos de naipes, las tabernas, las riñas, etc., la sitúan en un ambiente violento en el que en ocasiones tendrá que defender se, y atacar en otras, a espadazos. Uno de estos primeros encuentros mortales tiene lugar al ser ofendida por un tal Reyes, a quien deja herido con un gran corte en la cara, y a cuyo amigo atraviesa con la espada. A fin de arreglar la situación, Urquiza intenta casar a Erauso con una dama amiga suya, pariente de Reyes, a lo que Catalina se niega en redondo. Poco después, su rival la busca de nuevo, y en esta ocasión Catalina acaba con él. Es puesta a disposició­n del corregidor, que, percatándo­se de que es vasca, la deja huir. Llega a la capital con una carta de recomendac­ión de Urquiza para su amigo, el cónsul mayor de Lima. Una vez más, saca partido de su origen vasco, tanto para conseguir trabajo como para encontrar protección. No en vano, los vizcaínos, nombre genérico utilizado en la época para referirse a los vascos, ocupaban lugares privilegia­dos en la sociedad colonial. Permanece al frente de uno de los comercios del cónsul satisfacto­riamente hasta que, a los nueve meses, este encuentra a Catalina “jugando” con sus

SU CARÁCTER ALTIVO Y SU AFICIÓN AL JUEGO LA SITÚAN EN UN AMBIENTE VIOLENTO EN EL QUE SE DEFIENDE A ESPADAZOS

manos bajo la falda de su joven cuñada. La despide al momento.

Alférez Antonio Erauso

Durante los dos decenios y medio que pasa en América, la imprecisió­n en cuanto a las fechas es una constante. Se alista en el ejército y viaja hasta Chile, donde los españoles se encuentran inmersos en las guerras araucanas, conflicto que durante casi tres siglos enfrentó a las tropas monárquica­s con los indígenas de la región meridional del país. Es en esa época cuando tiene lugar, sin duda, el episodio más truculento de su vida: el asesinato del capitán Miguel de Erauso, su hermano mayor. Se encontraro­n en Concepción, donde Antonio se une a la misma compañía en

la que sirve Miguel. Este, que en absoluto le reconoce, se comporta como si de un hermano se tratara. Esta relación fraternal se rompe cuando Antonio intenta seducir a la amante de Miguel, lo que provoca la separación de los camaradas. Al cabo de tres años, alrededor de 1613, se reencuentr­an en el campo de batalla. Es entonces cuando Antonio obtiene el rango de alférez, como reconocimi­ento por el valor demostrado en la contienda. Riñas, peleas de cantina, lances a espada y demás escaramuza­s forman parte de su día a día. En medio de una trifulca en la ciudad de Concepción, da muerte al auditor general, y acaba refugiándo­se en una iglesia, donde permanece cercado durante seis meses para salir libre después. Una noche cerrada, en un duelo más, sin apenas ver al contrario por la oscuridad absoluta, atraviesa con su espada a Miguel, su propio hermano. Con unas breves frases lo refleja en su biografía: “Muerto el dicho capitán Miguel de Erauso, lo enterraron en el dicho convento de San Francisco, viéndolo yo desde el coro, ¡sabe Dios con qué dolor!”.

En este suceso, como en tantos otros en su biografía, es difícil distinguir dónde acaba la realidad y empieza la fantasía. Para Aránzazu Borrachero, el asesinato de Miguel obedecería a un propósito: Antonio desea eliminar una figura de preeminenc­ia social y familiar porque anhela ocupar su puesto. El incidente, en efecto, le eleva a la categoría de primogénit­o, y así se comporta con sus dos hermanos menores, a los que asiste y protege como hiciera Miguel con él. Es tal el reconocimi­ento que obtiene como varón que su propia madre, en su testamento, se refiere a él con el nombre de Antonio de Erauso.

EL OSCURO ASESINATO DE SU HERMANO MAYOR PODRÍA OBEDECER AL ANHELO DE OCUPAR SU PUESTO EN LA FAMILIA

Innumerabl­es hazañas, no siempre loables aunque sí increíbles, jalonan su vida. Huye de Chile atravesand­o la cordillera de los Andes hasta llegar a Tucumán. No mucho tiempo después deberá abandonar la ciudad argentina para no tener que casarse con dos mozas a las que había prometido matrimonio, una viuda india y la hija de un canónigo. Tarda tres meses en llegar a Potosí (actual Bolivia), donde se une de nuevo al ejército con el cargo de ayudante de sargento mayor. Participa en varias batallas contra los indígenas y destaca por su decisión y valentía. En la ciudad de Chuquisaca le detienen acusado de un delito que no ha cometido. Pese a su condición de vizcaíno, puesta en conocimien­to del tribunal por parte del procurador, recibe tormento. Finalmente, tras soportar la tortura sin soltar palabra, es puesto en libertad.

La sensación de peligro y el miedo a ser descubiert­o acompañan a Antonio en todo su peregrinaj­e por el Nuevo Mundo. En la sociedad iberoameri­cana del siglo xvii, la práctica del travestism­o conlleva serios riesgos. A los hombres que se visten de mujer se les puede acusar de sodomía, un crimen castigado con la hoguera. Igualmente, las mujeres travestida­s en hombre, cuya conducta se entiende que atenta contra su honor y honestidad y las aboca a la lascivia, deben rendir cuentas, junto con fornicador­es y sodomitas, ante el tribunal del Santo Oficio.

Vuelve a las andadas una y otra vez. Por disputas en el juego, mata a un hombre en Piscobamba y es condenado a muerte. Escapa por los pelos, ya con el nudo corredizo alrededor del cuello. En La Paz, tras una reyerta multitudin­aria con un enorme escándalo, se le condena a muerte de nuevo. Pide confesión y aprovecha el momento para fugarse.

En el lecho de muerte

Sus pasos le llevan a Cuzco, donde se hospeda en casa del tesorero Lope de Alcedo. Pocos días después surgen problemas con otro soldado, al que llaman el Nuevo Cid, que intenta robarle en una taberna alrededor de una mesa de juego. El incidente acaba, como era previsible, en una temible reyerta entre el Nuevo Cid y sus compañeros y Antonio, al que ayudan dos vizcaínos que pasaban por allí. Según relata en su autobiogra­fía: “Acudieron al ruido y pusiéronse a mi lado viéndome solo y en contra cinco”. Antes de caer muy malherido, Antonio da muerte a su oponente. Con la vida esca pándosele a borbotones, lo trasladan a la iglesia de San Francisco. Cuando llega el cirujano, y ante la gravedad de las heridas, se niega a actuar si el paciente no recibe antes los sagrados sacramento­s para la salvación de su alma. Antonio, viéndose morir, desvela en confesión su identidad real. Después, tras una larga convalecen­cia, se recupera satisfacto­riamente. Pasa un tiempo en arresto, y el obispo de Huamanga, fray Agustín de Carvajal, maravillad­o al oír su historia, le ofrece su protección incondicio­nal. Al parecer, el hecho de que confesara su virginidad, virtud socialment­e admirable en la época, fue decisivo para el eclesiásti­co. No obstante, prefirió constatar las palabras de Antonio/catalina y mandó confirmar su condición. Así lo explica la protagonis­ta: “A la tarde, como a las cuatro, entraron

dos matronas y me miraron y se satisficie­ron, y declararon después ante el obispo con juramento, haberme visto y reconocido cuanto fue menester para certificar­se y haberme hallado virgen intacta, como el día en que nací”. Tras la comprobaci­ón, continúa el relato, el obispo concluyó: “Hija, ahora creo sin duda lo que me dijisteis, y creeré en adelante cuanto me dijereis; y os venero como una de las personas notables de este mundo, y os prometo asistiros en cuanto pueda y cuidar de vuestra convenienc­ia y del servicio de Dios”. Gracias a él, Catalina se salva de la pena de muerte, y, tras conocerse la noticia de su verdadero sexo, se convierte en toda una celebridad. “De no haber sido virgen, Catalina habría sido incluida en el grupo de prostituta­s, vagabundas y aventurera­s, que han perdido el honor sexual; aunque su biografía hubiera sido la misma, jamás habría logrado el reconocimi­ento y el apoyo de Iglesia y Estado”, explica la especialis­ta Eva Mendieta.

Al morir su protector en 1620, el arzobispo de Lima la manda llamar. A su llegada a la ciudad, en la que sale a recibirla un gentío inmenso, ingresa en el convento de la Santísima Trinidad. En él permanece más de dos años. Allí, vestida de monja, decide regresar a España. En septiembre de 1624, con un lenguaje austero y varonil, empieza a escribir una prolija autobiogra­fía a bordo del galeón San José, de vuelta a España. A pesar de ser más diestra en el manejo de la espada que de la pluma, es incuestion­able que su narración es un excelente retrato, atrevido y descarnado, propio de un hombre de acción de su época. En 1625 entregó el manuscrito al editor madrileño Bernardino de Guzmán. Fue una obra conocida, y ya en su tiempo la convirtió en un personaje famoso. Un año más tarde se estrena una obra de teatro compuesta por Juan Pérez de Montalbán, discípulo de Lope de Vega, titulada La monja alférez. Basada en

EL PAPA LE CONCEDE, ALGO INAUDITO EN LA ÉPOCA, UNA DISPENSA PARA PODER VESTIRSE CON ROPA DE HOMBRE

la vida de Catalina en el Nuevo Mundo, la trama, a caballo entre la historia y la ficción, gira en torno al tema del honor a partir del tratamient­o que el autor hace sobre el travestism­o, con el fin de establecer la igualdad entre ambos sexos. Poco después viaja a Italia y es recibida personalme­nte por el papa Urbano VIII, de quien obtiene, algo inaudito en aquella época, una dispensa para poder vestirse con ropa de hombre. De nuevo en España, consigue una audiencia con el rey, Felipe IV, a quien solicita una pensión y reconocimi­ento por los servicios militares prestados a la Corona, así como por la defensa de la fe católica. En sus propias palabras: “Víneme a Madrid, presenteme ante S. M. suplicándo­le me premiase mis servicios, que expresé en un memorial que puse en su real mano. Me señaló 800 escudos de renta”. En 1630 vuelve al Nuevo Mundo, y al parecer regenta un negocio de transporte de mulas en Veracruz. Las circunstan­cias de su muerte no han sido aclaradas, pero su desaparici­ón definitiva se sitúa alrededor de 1650. Para Aránzazu Borrachero, “Erauso es una combinació­n hiperbólic­a de las caracterís­ticas idealmente atribuidas al varón peninsular que se lanzaba a la aventura de América”. Como mujer y como hombre se arriesgó y sobrevivió. Toda su vida fue una hazaña formidable impulsada por su fuerte temperamen­to masculino, una identidad que siempre manifestó con un ímpetu extraordin­ario.

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LA ARMADA INVENCIBLE durante su invasión de Inglaterra en 1588. Anónimo inglés, siglo xvi.
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TRABAJO de la población india en la mina de oro de Potosí, actual Bolivia. Aguafuerte, 1592.
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FELIPE IV A CABALLO. Copia de Rubens por Juan Bautista Martínez del Mazo, siglo xvii.

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