Primera plana
¿VUELVE LA “MILI”?
Macron quiere recuperar, a su manera, la mili en Francia. ¿Marcará el camino en la UE?
El presidente francés Emmanuel Macron está intentando invertir sesenta años de decadencia del servicio militar obligatorio en Europa imponiendo una experiencia parecida y forzosa para los jóvenes de su país durante un mes. Quiere enseñarles a prevenir atentados terroristas, mejorar la cohesión social e inculcar va lores cívicos y patrióticos. La noticia cayó casi como una bomba en las portadas de los periódicos europeos a principios de año. Era algo insólito: el inquilino del Elíseo anunciaba el regreso de un “servicio nacional universal” en la base naval de Toulon, y se atrevía así a cumplir una promesa de su exitosa campaña electoral del año anterior. En el mes de junio llegaron más detalles sorprendentes. Afectaría a los jóvenes de 16 años, y durante las primeras dos semanas acudirían a un alojamiento colectivo. Nada de ir a una academia y volver a casa a comer. La verdad es que no es propiamente una “mili”, aunque para algunos avanza en esa dirección. La decisión del presidente francés parecía querer invertir un proceso que se había
iniciado, como bien apunta en sus análisis Rafael Ajangiz, experto de la Universidad del País Vasco, nada menos que en los años cincuenta en Europa y Estados Unidos. Había pasado la Segunda Guerra Mundial, y la población, hastiada de muerte y con algunos de los países en ruinas, exigía menos cañones y más mantequilla. A pesar de eso, el Reino Unido se vio en vuelto en el conflicto del canal de Suez y en la guerra de Corea, esto último de la mano de unos Estados Unidos que aún tuvieron tiempo de intentar la invasión de Vietnam pocos años después. Francia se vio envuelta, igualmente, en la tragedia represiva que desató en Argelia.
Las movilizaciones pacifistas de los años sesenta fueron abrumadoras, tanto en Europa como en Estados Unidos, aunque en la mayoría de los casos las organizaciones se oponían a la guerra, y no al servicio militar, porque no podían despreciar a la ligera la amenaza soviética. Los gobiernos trataron de aplacar las revueltas eliminando el reclutamiento forzoso para misiones en el extranjero. Durante la década siguiente, los setenta, el grueso de la población y muchos de los pacifistas continuaron considerando la mili como algo necesario o, como mínimo, inevitable. Es verdad que las sociedades europeas habían dejado de creer que la defensa militar fuese una gran prioridad. Nos encontramos en los últimos quince años de la Guerra Fría, y la inminencia de un conflicto entre Washington y Moscú se iba volviendo cada vez más remota. La población estaba más preocupada por la crisis del petróleo o el frenazo en seco de varios decenios de prosperidad y bienestar para la clase media.
Los ochenta y el vuelco
Los jóvenes de los ochenta empezaron a sumar su hartazgo de la mili al de la generación anterior, la de sus padres. La democracia y el protagonismo absoluto del sector servicios hacían de la lógica de la cadena de mando castrense, parecida en algunos aspectos a la lógica de la cadena de montaje de las sociedades industriales, algo casi incomprensible y, desde luego, una pasión de minorías.
Las cifras de objetores de conciencia e insumisos comenzaron a multiplicarse. Los estados europeos intentaron lidiar con el descontento creciente reduciendo los plazos del servicio militar obligatorio, creando requisitos muy tasados para la objeción
y endureciendo las penas y sanciones a los desobedientes. Los grandes partidos y líderes políticos estaban más o menos de acuerdo: la conscripción era maleable, sí, pero también imprescindible. Desde finales de los ochenta hasta finales de los noventa, el vuelco fue definitivo. Entre 1988 y 1996, España acumuló 20.000 insumisos. Por su parte, las entidades sociales que debían acoger a los objetores de conciencia rechazaban que estos se vieran obligados a colaborar con ellas para evitar los cuarteles y, en el caso de la insumisión, la cárcel. Muchos militares, que veían que los indiferentes reclutas empezaban a costar más de lo que aportaban –por los cortos períodos de formación y las exigencias cada vez más altas de las misiones de las Fuerzas Armadas–, dejaron de creer en la mili como un caladero y una ayuda para los soldados profesionales. El servicio militar obligatorio acabaría muriendo con el resquebrajamiento de los consensos de los grandes partidos y la configuración de una amplia mayoría social en contra (mientras casi el 60% de los franceses, por ejemplo, aceptaban la mili en 1994, ese apoyo no alcanzaba el 30% dos años después). Fue abolido por líderes internacionales como el presidente del Elíseo, Jacques Chirac, antes de que llegase el siglo xxi. Ahora mismo, esta institución solo existe, dentro de la UE, en Austria, Chipre, Dinamarca, Estonia, Finlandia y Grecia. Por eso, la gran pregunta es qué ha cambiado para que Emmanuel Macron hiciera su anuncio de Toulon y para que Suecia haya prometido retomar este año el reclutamiento forzoso. Para empezar, han cambiado las relaciones transatlánticas. El presidente estadounidense, Donald Trump, no está dispuesto a que su país siga subsidiando, con sus bases y su financiación de la OTAN, la protección de una Unión Europea incapaz de incrementar sustancialmente su gasto militar. Barack Obama, su antecesor, ya dio los primeros pasos hacia una estrategia destinada a reducir la presencia americana en el Viejo Continente y Oriente Medio para aumentarla en Asia. A este viraje de Washington se suma que la UE no podrá contar, como antes del brexit, con los soldados y la
tecnología de una de sus dos principales potencias militares: el Reino Unido.
Vuelve el miedo
También ha cambiado la sensación de peligro. El servicio militar obligatorio no murió definitivamente en Europa hasta el final de la Guerra Fría, y no aceleró su defunción hasta que la posible confrontación entre Washington y Moscú se vio menos preocupante que una crisis económica mundial. La amenaza soviética ya no existe para Europa, pero ha surgido la ame naza rusa, que se ha revelado eficaz en Ucrania, en Siria y en la manipulación de la opinión pública occidental a través de las redes sociales. El horror de los atentados de París en noviembre de 2015 supuso un antes y un después en la percepción social de la amenaza terrorista en las capitales comunitarias. En paralelo, la dinámica de optimismo globalizador que existía en los ochenta y, sobre todo, en los noventa se ha enfriado. En aquel momento, con el impulso de Ronald Reagan, Margaret Thatcher o Bill Clinton y el apoyo de amplios sectores de la opinión pública occidental, se creía que la integración comercial del mundo, casi inevitable, serviría para prevenir la guerra. Hoy, especialmente tras la grave crisis económica mundial que estalló en 2008, vivimos un tiempo de repliegue de la globalización, de desconfianza en sus posibilidades y de creciente protagonismo de los estados. El prestigio y la necesidad de las fuerzas armadas nacionales dependen mucho del prestigio y la necesidad de los estados. Los servicios de formación nacional, como el que propone Macron, tienen sentido en un contexto más nacionalista y menos globalizador, donde se recela de la capacidad de la sociedad para integrar al inmigrante. Además, la centralidad del estado del bienestar en la sociedad ya no está influyendo de la misma forma sobre la visión de las Fuerzas Armadas. En los años noventa, la población comunitaria creía que, acabada la Guerra Fría, había que concentrarse cada vez más en los servicios públicos y cada vez menos en los cañones. Las acciones más valoradas del Ejército eran las que parecían convertirlo en un apéndice internacional del estado del bienestar doméstico, es decir, las que pasaban por ofrecer agua, alimentos o vacunas a los colectivos más vulnerables del planeta.
La relativa impotencia frente a tres genocidios –el de la antigua Yugoslavia, el de Ruanda y el de Darfur– removió la conciencia de la comunidad internacional, hasta que, por fin, en 2005, todos los miembros de la ONU votaron a favor de la responsabilidad de proteger a la población en los estados fallidos. Las sociedades, también las europeas, entendieron que disponer de un ejército era necesario para impedir nuevas masacres en todo el mundo. La OTAN intervino en la guerra civil libia en 2011, y Francia, Estados Unidos y el Reino Unido bombardearon Siria en abril para evitar que el gobierno local atacase con armas químicas a la oposición, mujeres y niños incluidos. Aquí, en este contexto ventoso y cambiante que ha llevado a cuestionar los viejos consensos y a hundir por el camino a algunos de los grandes partidos que los sostuvieron, es donde hay que situar el anuncio del presidente francés Emmanuel Macron y la ola de debate que ha invadido Europa sobre la necesidad o no de un servicio militar obligatorio para nuestros jóvenes.
LA AMENAZA RUSA Y LOS ATENTADOS TERRORISTAS HAN CAMBIADO LA SENSACIÓN DE RIESGO EN LA UE